Ainara Lertxundi
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Elkarrizketa
Gabriel Gatti
Autor del libro «Desaparecidos. Cartografías del abandono»

«Hay gente que está absolutamente borrada, no tiene palabra ni escucha»

Doctor en Sociología y profesor de la UPV-EHU, Gabriel Gatti acaba de publicar ‘Desaparecidos. Cartografías del abandono’, un recorrido por los enclaves de la desaparición, desde su Uruguay natal hasta Melilla, pasando por Brasil, México o República Dominicana.

El sociologo y profesor de la UPV-EHU, Gabriel Gatti ha presentado recientemente su libro «Desaparecidos. Cartografías del abandono».
El sociologo y profesor de la UPV-EHU, Gabriel Gatti ha presentado recientemente su libro «Desaparecidos. Cartografías del abandono». (Oskar MATXIN | FOKU)

La desaparición ha marcado la vida y la trayectoria académica de Gabriel Gatti, doctor en Sociología, profesor de la UPV-EHU y coordinador del programa de investigación ‘Un mundo de víctimas’. Siendo muy niño, su familia tuvo que exiliarse en Argentina huyendo de la dictadura uruguaya. Estando allí, el 9 de junio de 1976 su padre, Gerardo Gatti, fue detenido-desaparecido. El 8 de abril de 1977, su hermana, Adriana, de 17 años y embarazada de siete meses, resultó herida tras un operativo en su domicilio. Horas después falleció en el hospital. Su cuerpo fue identificado en 1983.

Autor de varios libros, entre ellos ‘El detenido-desaparecido’, por el que le concedieron el Premio Nacional de Ensayo en Ciencias Sociales de Uruguay, acaba de publicar ‘Desaparecidos. Cartografías del abandono’, un recorrido por «la vida de los abandonados».

Afirma que hubo un tiempo en que le enfadaba la palabra desaparecido se usara para  referirse a otras realidades y contextos que no fueran las dictaduras en el Cono Sur.

La categoría originaria de desaparecido nació por la reacción de las personas que nos vimos afectadas por una estrategia represiva sistemática; la desaparición de los cuerpos, vivos y muertos, de los enemigos políticos. Eso creó una nebulosa que invitó a inventar una palabra.

La categoría originaria de desaparecido fue extendiéndose hasta convertirse en una categoría jurídica. Así, un término que era muy latinoamericano se convierte en un icono pop, en una categoría que se utiliza para todo; para nombrar unos fenómenos extremadamente serios y otros más ordinarios. Eso me creó cierta irritabilidad, entre otras cosas por una especie de jerarquías de víctimas; yo era portador de los galones de las víctimas originarias. Así fue durante unos años.

Olvido mi enfado, que no sirvió para gran cosa más allá de enfadarme y defender algo muy feo, que es el derecho a ser la víctima verdadera y quitar la legitimidad de usarlo a otros. Empiezo a seguir los usos sociales del nombre y a ver que ese mismo poder de invención que tuvo en los años 70 se está reeditando para hablar de otras cosas completamente distintas. Ya no habla de muertos, sino de vivos que no son reconocidos; ya no habla de ciudadanos sino de gente que nunca llegó a ser gente.

¿Qué supone ser familiar de un desaparecido?

Los desaparecidos originarios, lo supiéramos o no en aquel momento, murieron. El desaparecido no tiene voz, quien habla en su lugar es un familiar. De hecho, el movimiento social que se genera a partir de la desaparición va más allá de la desaparición, en el sentido de que permite instalar en el panorama sociológico mundial una figura nueva, la del familiar como actor político. Se puede decir que las Madres de Plaza de Mayo inventan la figura del familiar.

La Argentina o el Uruguay de los 70 son países de ciudadanos, de gente reconocida, es decir, los que desaparecieron eran ciudadanos con papeles, tenían documentos, existían. Sus familiares, también.

«La idea de jardín aparece como la de un espacio natural ordenado que deja al otro lado el desierto y la barbarie»

Lo de ahora es bastante distinto. Los que desaparecen no están necesariamente muertos; pueden morir en el Mediterráneo, quedarse secos en el desierto de Sonora, pero también pueden estar en mitad de una plantación en República Dominicana, donde nunca llegaron a existir ni han sido reconocidos como ciudadanos. Por ellos nadie clama.

La dimensión brutal de la desaparición hoy día no pasa tanto porque alguien que existió  desapareció y alguien que sí existe busca al familiar o al compañero militante, sino porque hay gente que está absolutamente borrada. No tienen palabra, no tienen escucha y aunque estén vivos, ni siquiera son vistos.

Sobrecoge el capítulo sobre la fosa de Vala de Perus, en Brasil, donde «el muerto desconocido se encontró sin buscarse con el desaparecido político». De los 4.995 cuerpos extraídos, solo cinco pudieron ser identificados. Eran de represaliados políticos.

Sí, sobrecoge. Veías a los familiares con las fotos de los cinco, con nombres y apellidos. Aunque los forenses tenían el mapa genético de todos esos cuerpos que veías tirados sobre la mesa no sabían a quiénes pertenecían esos cuerpos desestructurados y rotos. Para esta masa de cuerpos sepultada en Perus nunca hubo nada, ni nombre, ni historia. Nada. Irrelevantes, no identificados, indigentes, indignos pues. Vidas que nunca existieron ni se reconocieron, vidas borradas desde el comienzo. Hay una desaparición profunda.

Las categorías de los sociólogos, las herramientas de los sicólogos e, incluso, las cartografías que utilizan los geógrafos para situar las cosas en puntos concretos que permitan luego trabajar sobre eso, para esta gente o para estos mundos no sirven para nada. De ahí el subtítulo del libro, ‘cartografías del abandono’. Es necesario desarrollar mapas nuevos para saber de algún modo qué está pasando.

Llama la atención la situación de miles de personas que habiendo nacido en República Dominicana de padres haitianos no tienen un estatus de ciudadanía.

Las poblaciones borradas son un fenómeno mucho más extendido de lo que los occidentales modernos pensamos. Se sumergen en un espacio de no derecho. República Dominicana es un lugar de esclavitud, de olvido y de miseria, con huellas de violencia que tienen que ver con los tiempos de la colonia.

Lo que más me sorprendió es el uso de la categoría de desaparecido para intentar calificar algo que nada tiene que ver con la desaparición originaria porque no hay un Estado que detenga ilegalmente ni negación de paradero ni cadáveres sin destino conocido. Hay un Estado que olvida, sin más.

«Ya no se puede decir que sean los Estados los únicos agentes desaparecedores. Podemos añadir otros como el narco»

En su desesperación de pensar qué tipo de olvido son, acuden a la palabra desaparecido combinándola con cuestiones de raza, de colonia, de esclavitud. Una de las cosas que más me ha gustado de esta investigación es descubrir la capacidad de invención de la gente. No tiene que venir la academia a decir cómo tienen que ser las cosas.

En Uruguay, una madre se lamenta que cuando van a buscar a un desaparecido durante la dictadura se adoptan todo tipo de cuidados, mientras que para buscar a su hijo enviaron una excavadora «como si estuvieran buscando los huesos de unos perros».

Se trata del relato de una madre de un barrio inaccesible de Montevideo. Aunque logres visitarlo, su comprensión se te escapa de tu horizonte conceptual. Es uno de esos lugares en los que ya no existe la vieja sociedad, esos de los que el Estado se ausentó, de donde los viejos aparatos de regulación del orden y el sentido sociales se fueron.

Esta señora nos está diciendo que en esos barrios marcados por el olvido radical y la precariedad suprema existen situaciones que merecen ser pensadas, al tiempo que empareja esas situaciones con las de los viejos desaparecidos. La novedad estriba en que está emparejando las dos situaciones y está acudiendo a la palabra desaparecido, que antes ni siquiera habría pensado que se podía utilizar.

En la nueva categoría de desaparecido, no solo el Estado hace desaparecer, también los ciudadanos de a pie lo hacemos, por ejemplo, con las personas sin hogar.

Ya no se puede decir que sean los Estados los únicos agentes desaparecedores. Podemos añadir otros como el narco. Y hay desapariciones que se dan por un abandono constante. Ni siquiera son vistos.

La sensación que tengo ese 24 marzo de 2020 con el que arranco el libro es que estando en Stanford, lugar de plenitud donde todos los que teníamos casa nos habíamos metido en ella, empiezan a aparecer mendigos, seres a los que normalmente no habías visto.

No sé dónde estaban, si bajo puentes cercanos o en los bordes de carreteras. Los que somos gente no nos interesamos demasiado por lo que ocurre. No diría que es maldad, sino que responde al mecanismo de construcción de la realidad en el mundo contemporáneo.

En el libro las palabras desaparición y jardín se presentan como un binomio.

La idea de jardín aparece como la de un espacio natural ordenado que deja al otro lado el desierto y la barbarie. Esta metáfora se ve en la dictadura argentina. El Proceso de Reorganización Nacional fue un proceso de eliminación de la mala hierba que había ensuciado la belleza del proyecto originario de civilización.

El alto representante para la Política Exterior de la Unión Europea, Josep Borrell, ha dicho que ‘Europa es un jardín. Todo funciona. Es la mejor combinación de libertad política, prosperidad económica y cohesión social que la humanidad ha logrado construir, las tres cosas juntas […] La mayor parte del resto del mundo es una jungla, y la jungla podría invadir el jardín’.

«La categoría de desaparecido hoy día ya no habla de muertos, sino de vivos que no son reconocidos»

El orden hay que cuidar, vigilar. Esa sigue siendo la metáfora fundamental de la vida moderna; el jardín, el parque, cada cosa en su sitio… todo eso en pro de la felicidad. La característica más singular del siglo XX es la de integrar para que seamos felices.

Sin embargo, los jardines que tenemos hoy día son bastante repugnantes; son hermosos jardines en los que no dejamos entrar gente. Lo que está fuera, no entra. Ahí, donde no tenemos ni mapa ni jardín, tenemos a los desaparecidos. En un momento, propusimos sustituir la palabra desaparecido por la de descontado, porque hablamos de gente descontada, que no tiene cuentos, ni cuentas ni a nadie que los tenga en cuenta.

A nivel personal, ¿qué le ha aportado esta investigación?

Un montón. Vivimos en un mundo absolutamente fragmentario y roto, muy difícil de percibir, de captar, de entender y de habitar con las herramientas que teníamos para habitar el mundo cuando era esférico y uno vivía en Donostia y no salía de ahí. El mundo se habitaba de una manera relativamente sencilla. Eso ya no existe, el mundo está hecho de jirones. Hace tiempo que tengo la sensación de que para entender esos jirones las herramientas que teníamos no sirven. Hay que cambiarlas.

El libro me ha permitido ver una vía para desarrollar esas herramientas que pasa por colaborar, no en un sentido político, sino de hacer esfuerzos permanentes de conectar herramientas dispersas para entender situaciones puntuales, de saber que eso no es definitivo, que ese mapa me sirve un rato, pero que tengo que seguir construyendo otro.

En definitiva, me ha servido para reflexionar. Para entender este mundo se necesita imaginación y flexibilidad. Los mapas de Ainara, que no diferenciaba tiempos y espacios, eran los mapas que necesitaba para entender una situación que no podía ser comprendida con las jerarquías conceptuales que yo tenía antes de empezar esta investigación. Me ha enseñado investigar.