Iker Bizkarguenaga
Aktualitateko erredaktorea / redactor de actualidad

Atajar la desertificación exige algo más que plantar árboles

La desertificación afecta a áreas cada vez más extensas y el calentamiento global apunta a un agravamiento de esta afección medioambiental. Varios proyectos buscan poner freno al problema pero su éxito exige comprender que no se trata tanto de plantar árboles como de recuperar el equilibrio perdido.

Gracias a un invierno marcado por las lluvias y la nieve, la primavera ha inundado de color el paisaje habitualmente árido de Tremblor Range (California).
Gracias a un invierno marcado por las lluvias y la nieve, la primavera ha inundado de color el paisaje habitualmente árido de Tremblor Range (California). (Robyn BECK | AFP)

Los episodios de calor que hemos vivido a principios de esta primavera –un calor cada vez más extremo, unos episodios cada vez más frecuentes– y la sequía que vuelve a asomar, más como una certeza que como una amenaza, han puesto de relieve que la península Ibérica tiene papeletas para acabar siendo un apéndice norteafricano, y también han vuelto a situar el foco en el creciente proceso de desertificación que afecta no solo al sur europeo, sino a extensos territorios del planeta.

En este proceso, el calentamiento global y la disminución de las lluvias juegan un papel determinante, pero también entran en juego otros factores, como la deforestación que, según WWF, en poco más de una década ha causado la desaparición de 43 millones de hectáreas de bosque en todo el mundo. La creciente extensión de tierras dedicadas a pastos y cultivos de soja y maíz que dan de comer a vacas, cerdos, ovejas, pollos y conejos, dentro de un modelo agroganadero insostenible, así como la tala de árboles para producir aceite de palma, cacao, café, caucho, carbón vegetal o biodiesel, están provocando la creciente aridificación de terrenos fértiles.

A este ritmo, los expertos estiman que para mediados de este siglo una cuarta parte de los suelos de la Tierra ya estarán afectados por la desertificación, algo que amenazará el sustento y el modo de vida de unos mil millones de personas.

Reverdecer los desiertos

El problema, salta a la vista, es grave y, por eso, en los últimos años también están proliferando proyectos tendentes a revertir el proceso, a expandir un manto forestal en terrenos yermos, a «reverdecer» los desiertos.

Lo que ocurre es que lograrlo no es fácil y requiere algo más que plantar árboles. En primer lugar, porque como recordaba el periodista ambiental César-Javier Palacios en un artículo reciente en el blog signus.es, el árbol es solo una pieza más de una compleja comunidad biológica que incluye muchas especies de arbustos y otros vegetales más humildes, además de hongos, líquenes y otros seres vivos.

Además, no todos los árboles tienen buen encaje, pues cada ecosistema tiene sus propias características. Según resume Palacios, hay ciertas condiciones que deben cumplirse a la hora de plantar árboles, sobre todo en terreno desértico: que sean especies autóctonas, propias del lugar, de modo que antes de elegir el árbol es conveniente consultar a los expertos cuál es la especie más apropiada; evitar que se sequen, lo que exige cuidarlos durante bastantes años, aportando riegos periódicos, pero sin instalar necesariamente complejos sistemas de regadío, pues es necesario garantizar la supervivencia de las plantas sin intervención humana; contar con sistemas de protección que impidan el acceso a herbívoros que puedan acabar con ellos; reponer los huecos de los árboles que no prosperen, para lograr una mínima cobertura arbórea en el futuro. Y, por supuesto, tener paciencia.  

Pese a ser esto algo conocido, las repoblaciones suelen hacerse con especies de crecimiento rápido ajenos a los bosques naturales, con resultados desalentadores en la mayoría de los casos. Así, el pobre balance de grandes proyectos como la Gran Muralla Verde, promovido por la Unión Africana para frenar la expansión del Sáhara, que en 15 años solo ha sido capaz de cubrir el 4% del área prevista pese a la teórica implicación de una decena de países, deja claro que la tarea no es fácil.

Pero no imposible. El ejemplo, en este sentido, es lo ocurrido la meseta de Huan- gtu, un altiplano de China que cubre un área de unos 640.000 km², casi dos veces el tamaño de Alemania, que en pocas décadas ha pasado de tener un carácter desértico a ser un tapiz verde, un vergel.

Lo que sucede es que el proceso desarrollado en aquella vasta región cercana al río Amarillo ha sido integral y forma parte de un complejo proyecto de regeneración de suelos emprendido a mediados del siglo pasado, y acelerado hace 25 años, que ha contado con la implicación de las instituciones chinas y la población local.

La clave, como detallaba la plataforma Hope hace unas semanas en las redes sociales, ha consistido en «restaurar el equilibrio natural». A tal efecto, se han levantado bancales en las colinas para retener un suelo que históricamente había sido fértil pero que se había agostado por su uso agroganadero –caracterizado por la sobreexplotación y el uso masivo de herbicidas y pesticidas–; se han plantado árboles; han mejorado las técnicas de cultivo; y se ha reducido la presión ganadera.

Y, en algo más de dos décadas, el territorio ha reverdecido. Tanto las personas –social y económicamente– como la naturaleza se han beneficiado de un proyecto pilotado por científicos, que al principio fue tachado de locura y que topó con las dudas de una población dedicada a la agricultura y que no quería dejar ni un parcela de sus menguantes cultivos para que fuera ocupado por vegetación. La decisión del Gobierno chino de pagar a esos agricultores para que trabajaran por regenerar la naturaleza fue determinante. 

No es el único ejemplo exitoso en el gigante asiático. Al noroeste de Pekín, en el el desierto de Kubuqi, en 1988 empezó un proceso de reforestación para proteger las rutas de transporte de una mina de sal, y el experimento se ha saldado de forma muy positiva. En este caso, el desarrollo de nuevos métodos de plantación ha desempeñado un papel decisivo. Según explica en su edición digital el medio alemán “Deutsche Welle” (DW), para plantar las dunas se utilizan boquillas de agua especiales, que permiten perforar un agujero en la arena y, al mismo tiempo, regar los recortes. Esto ha reducido el tiempo de plantación de diez minutos a diez segundos, una mejora decisiva en la eficiencia.

El reverdecimiento del desierto de Kubuqi ha tenido impacto incluso en Pekín, a 800 kilómetros de distancia, donde la contaminación del aire por las tormentas de arena ha caído considerablemente.

A más vegetación, más lluvia

Al margen de China, que sigue sin poder poner freno a la expansión del desierto de Gobi, hay otros países que también han tenido buenos resultados, como Arabia Saudí con el proyecto de Al-Baydha, cerca de La Meca. Allí, han desarrollado un sistema con el que terrenos yermos reviven gracias a una técnica basada en el buen aprovechamiento de las lluvias torrenciales. Y es que, cuando llueve en ese país árabe, de clima árido, pueden acumularse muchos litros en muy poco tiempo, pero el suelo no es capaz de almacenar bien esas cantidades.

Para hacer frente a este hándicap, expertos en agricultura regenerativa y comunidades locales construyeron presas y terrazas a lo largo de las paredes rocosas que bordean ese valle, en el oeste de Arabia Saudí, junto con zanjas kilométricas. El efecto ha sido que ahora, cuando llueve, el agua se dirige hacia donde se necesita, y allí puede filtrarse lentamente en el suelo. «Pensamos que si podíamos introducir esa agua en el suelo, podría ser una fuente sostenible de agua, aunque no lloviera durante 20 meses», explica a DW Neil Spackman, experto en agricultura regenerativa y exdirector del Proyecto Al-Baydha. No es un método nuevo, ya lo usaban los incas y otras culturas precolombinas hace siglos.

Tan cálido y seco como las arenas arábigas, pero mucho más extenso, el Sáhara, el mayor desierto del planeta y en continuo crecimiento, es escenario de otros proyectos además del de la Gran Muralla Verde.

Uno de ellos consiste en la instalación de grandes superficies de paneles solares y parques eólicos con intención, no solo de generar energía, sino también de provocar lluvia. Parte de la idea de que la superficie negra de los paneles solares calienta el aire, que se eleva a la atmósfera, de igual modo en que la rotación de miles de turbinas eólicas empuja el aire hacia arriba, y cuando esas masas de aire alcanzan mayores alturas, se enfrían, y la humedad se condensa, se convierte en lluvia y se precipita.

Según cálculos citados por DW, si una quinta parte de todo el Sáhara se destinara a parques solares y eólicos, habría una media de cinco centímetros más de lluvia al año al sur del desierto, lo que aumentaría la cubierta vegetal de la región en un 20%.

Incrementar la cantidad de lluvia es un objetivo en este y otros proyectos que buscan poner coto a la desertificación, y es algo que parecen haber logrado en Huangtu a medida que la vegetación ha ido haciéndose con terreno que antes ocupaba el desierto. Y es que, como se indica en el video de la plataforma Hope, el 40% de la lluvia proviene del ciclo corto del agua, que genera el vapor de agua que expulsan las plantas a través de las hojas. Por tanto, a más plantas, más lluvia, es un círculo virtuoso.