Alessandro Ruta

Así fue el veto a gobiernos comunistas en la Italia de los 70 evocado por Arnaldo Otegi

Arnaldo Otegi ha comparado este fin de semana los vetos a gobiernos de EH Bildu con los impuestos al Partido Comunista italiano en los años 70, cuando la izquierda era poderosísima en voto pero se le impidió «tocar balón». Así ocurrió...

Enrico Berlinguer, líder del Partido Comunista italiano en su punto culminante en los años 70.
Enrico Berlinguer, líder del Partido Comunista italiano en su punto culminante en los años 70. (Wikimedia Commons)

Cuando Arnaldo Otegi afirma en entrevistas de prensa que «el veto a que gobierne EH Bildu es el mismo que hubo en los años 70 en Italia contra el Partido Comunista», se está refiriendo a un periodo muy significativo, no solo en la historia del Belpaese, sino también de Europa. Por aquellos tiempos Italia era la frontera entre dos mundos, el Occidente capitalista y atlantista y el Este del Pacto de Varsovia y los «rojos».

Italia tenía un Partido Comunista poderosísimo, liderado por Enrico Berlinguer, secretario carismático querido por los suyos y respetado por los rivales. El PCI llegó a tener un tercio del electorado a su favor, pero al mismo tiempo ningún peso efectivo en el poder, siempre condicionado por los ultraconservadores de la Democrazia Cristiana.

La estrategia de la DC era muy simple. Para llegar a la mayoría absoluta se apoyaba, según los diferentes resultados electorales, bien en la izquierda moderada de los socialdemócratas o bien en la derecha liberal, o incluso en los post-fascistas.

La estrategia de la ‘Ballena Blanca’ era pactar con la socialdemocracia o con la derecha liberal, incluso con los post-fascistas, para seguir siempre en el poder

 

El resto de partidos se conformaban con lograr algún ministerio, alguna migaja de poder, con ser las muletas de la ‘Ballena Blanca’, que era el nombre popular de la Democrazia Cristiana, por su capacidad para fagocitarlo todo y hacerlo además en nombre de una supuesta estabilidad, gris y monótona.

Solamente un partido rechazaba rotundamente esta conformación del panorama político, y era por supuesto el Partido Comunista, que tenía una base muy amplia de votos pero casi ninguna posibilidad de alianzas.

Resulta imposible conciliar esos dos mundos, el democristiano y el comunista. El primero tenía una evidente ventaja extra, en aquella Italia todavía no desarrollada económica y socialmente: el apoyo de la Iglesia Católica, que veía con gusto las iniciativas de la DC y condenaba al mismo tiempo el anticlericalismo de los «rojos».

El PCI revivía frustración tras otra, viendo cómo hasta a los socialistas, supuestos compañeros de izquierda, pactaban con los democristianos para lograr un par de escaños más. Una unidad de izquierdas hubiera podido derrotar a la ‘Ballena Blanca’, pero nunca llegó a ocurrir, en gran parte porque los socialistas veían a los comunistas como algo demasiado extremo.

Así que la Democrazia Cristiana, con su 35-38% de votos, mandaba por todos lados, a pesar de tener algunas divergencias internas. Contaba con líderes más de izquierda y más de derecha, pero sobre todo con el objetivo común de mantenerse firme y no dejar entrar a nadie entrar en el núcleo de poder sin su permiso, quedarse el hueso de las instituciones.

Hay que recordar también que Italia había sido «captada» económicamente por Estados Unidos, que habían invertido muchos millones en la reconstrucción tras la posguerra. En EE.UU los comunistas estaban bajo el ojo inquisidor (McCarthy).

Radicales de masas

En 1972 Enrico Berlinguer se convirtió en el secretario del Partido Comunista Italiano. El PCI llegaba a ese punto tras una década compleja, después de la muerte de su líder histórico, Palmiro Togliatti, ‘El mejor’, capaz de hablar a Unión Soviética y a Stalin de cara, sin miedo escénico. El PCI no estaba en crisis, pero era evidente que no conseguía «tocar balón» en los juegos del poder. Allí mandaba la Democrazia Cristiana, que se mantenía siempre por encima del 33-35% de los votos.

1968 había mezclado las cartas de nuevo. Los jóvenes irrumpieron con fuerza y el PCI despuntó con su mezcla de militantes «fieles» y nuevos activistas

 

Sin embargo, 1968 había mezclado las cartas de nuevo. Los jóvenes habían irrumpido con fuerza. Era una generación intelectual y económicamente más desarrollada que la anterior, y con ganas de reivindicar. La nueva generación simpatizaba también con los «outsider»: Cuba, China y Vietnam, en marcada clave anti-occidental.

«Un partido radical de masas», en eso se iba transformando el Partido Comunista Italiano. Partía de una personalidad original comparable a una Iglesia laica, con sus militantes «fieles», al estilo del personaje de Peppone en las pelis de Don Camillo. Los hijos de esa generación, la mayoría con título universitario y económicamente acomodados, se convertirían en activistas más duros. Y los más extremos se unirían a grupos como las Brigate Rosse.

Berlinguer llegó en 1972 y ya en 1974 ganó una batalla electoral fundamental: el referéndum que mantuvo la ley sobre el divorcio. La sociedad estaba cambiando y el PCI se convirtió en el símbolo de estas transformaciones. Por su parte, en la Democrazia Cristiana, a pesar de mantener una mayoría efectiva en el país, alguien ya se estaba preguntando si no merecía la pena abrirse al «monstruo rojo». En 1976 llegó el punto de inflexión: el Partido Comunista alcanzó el 34,4% en las elecciones generales, su máximo histórico. El temor al sorpasso estaba ahí, quizás había llegado la hora de ponerse a dialogar...

Brigate Rosse

Un peso pesado de la DC, partido lleno de corrientes y contradicciones, intentó cambiar el juego: Aldo Moro, profesor de Derecho, cinco veces primer ministro en gabinetes de centro-izquierda (pero con los socialdemócratas), fue el primero en plantear una especie de alianza entre la DC y los comunistas que, en su opinión, era la única manera de que los conservadores se mantuviesen.

A pesar de un léxico lleno de metáforas, Moro logró paso a paso acercar el mundo conservador al bloque rojo. La más famosa de estas expresiones oscuras fue la de las «convergencias paralelas», es decir, los intereses en común entre esas dos entidades que eran muy distintas y tenían que mantenerse como tales. A su vez, Berlinguer desarrollaba la idea del «compromiso histórico» entre DC y PCI, para que esas convergencias resultaban perfectas.

Berlinguer desarrolló la idea del «compromiso histórico», que engarzaba con las «convergencias paralelas» de Moro

 

Se estaba moviendo algo, que desgraciadamente no gustaba a los «jefes» de ambos mandos, que quizás hubieran preferido mantener el statu quo. El 3 de octubre de aquel mismo 1973, durante una visita a Bulgaria, Berlinguer se salvó de milagro de un espantoso accidente; el coche en que viajaba chocó contra un camión y casi cayó por un barranco. Años después se aclararía que había sido un intento de asesinato perpetrado por los servicios secretos locales, fieles a la Unión Soviética.

Moro también tuvo problemas con los «accionistas mayoritarios» de su partido, Estados Unidos. El líder democristiano fue amenazado por Henry Kissinger, por aquel entonces secretario de Estado de EE.UU, que le instaba a evitar de cualquier manera un acercamiento a los comunistas porque las consecuencias serían catastróficas.

No obstante, la telaraña de Moro, que desde 1976 era presidente de la Democrazia Cristiana, estaba ya preparada: dejar participar al PCI en el gobierno, aunque de forma externa, en el gabinete de Giulio Andreotti, llamado «de solidaridad nacional», en aquel mismo año.

Tras unos escándalos de corrupción que rozarían al mismo Moro, el 9 marzo de 1978 el Parlamento tenía que certificar un nuevo gabinete con Andreotti como primer ministro y los comunistas aún más dentro del Gobierno. Sin embargo, sobre las 9.00 de la mañana las Brigate Rosse secuestraron el presidente democristiano cerca de su casa, matando a los cinco agentes de su escolta.

El asesinato de Moro fue el clavo en el ataúd del intento comunista de ser fuerza de gobierno

 

Fue un enorme shock, la política italiana se congeló durante 55 días, hasta que Moro fue encontrado muerto, después de un dramático e inútil intento de trato. Una muerte con mucha carga simbólica añadida, puesto que las BR dejaron el cuerpo sin vida del político pugliés en Via Caetani, en el centro de Roma, a mitad de camino entre las sedes de la DC (Piazza del Gesù) y del PCI (Via delle Botteghe Oscure).

Las Brigate Rosse y el asesinato de Moro fueron el clavo en el ataúd del intento comunista de ser una fuerza de gobierno y todo se vino abajo para Berlinguer, cuyos intentos de hablar de las BR como «compañeros que se equivocaban» habían resultado finalmente inútiles. La izquierda era identificada con el terrorismo y no podía ser considerada apta para gobernar.