Mariona Borrull

Víctor Iriarte clama que narrar es siempre poder

‘Sobre todo de noche’, el debut del artista y programador cinematográfico iruindarra Víctor Iriarte que abre la sección Giornate degli Autori, aborda una historia de venganza desde la oda al lenguaje del cine.

Fotograma de ‘Sobre todo de noche’.
Fotograma de ‘Sobre todo de noche’. (NAIZ)

¿Conocéis aquel juego mental en el que se pierde cuando se piensa en perder? Entre les colegas que participan se instauran auténticas cadenas de recordatorios, donde cada cual anuncia al resto que ha perdido, y así extiende la desgracia… El juego es bastante común entre la generación Z y la Alpha, y es prueba de que las palabras, aún depuradas a su mínima significación, son el virus más expansivo e incontestable. Contar algo ya es, de la forma más instintiva posible, realizarlo.

Vera (Lola Dueñas) acaba de sufrir un desmayo. Tumbada en el escáner, detalla inmutable todos los pasos de un asesinato morboso: el gesto exacto con el que apuñalará a aquel fiscal que participó, de una forma u otra, en la ‘desaparición’ de su hijo recién nacido, uno de tantos bebés sustraídos durante la pulcra Transición democrática. Vera enumera con detenimiento la cadena de muertes que seguirán al primer asesinato. La película de Víctor Iriarte entonces corta sin titubear a los cadáveres de una sarta de fiscales, apuñalados en el suelo. Ninguno de los crímenes es verdadero, pero las imágenes de ‘Sobre todo de noche’ los han vuelto posibles, ni que fuera por un momento.

‘Sobre todo de noche’ pertenece al género de la rape and revenge, o de la rape and tell and revenge, es decir: cuenta las acciones que Vera emprende, al saberse al final de sus días, para impartir justicia ante el agravio que la marcó. El plan incluye un intrincado complot para recuperar la pista de su allegado, y el robo de un objeto que no existe. ¿Cómo robar algo que no existe? No importa, contar cómo el plan se ejecuta con pulcritud es más que suficiente para que, de alguna manera, se haga realidad. Con la máxima de que contarnos nos hace ser, la película juega a ratos a disfrazarse de giallo ultra estetizante, de introspección a través de un ojo de cerradura (con una relación de aspecto circular) y de viejo recuerdo, gracias al granulado de la preciosa fotografía analógica de Pablo Paloma (‘Espíritu sagrado’).

Así nos narrará cómo finalmente Vera consiguió contactar con su hijo Egoz (Manuel Egozkue), prácticamente mayor de edad, y con su madre adoptiva, Cora (Ana Torrent, a quien pronto volveremos a ver en ‘Cerrar los ojos’). Todo lo que pasa ‘podría haber sucedido así’ o de cualquier otra forma: Iriarte corta del silencio prácticamente impertérrito que rodea el afinar una tecla de piano con el peso muerto y crujiente de otro piano, que cuelga de una cuerda, y después solapa el testigo soslayado de Cora al enterarse de la existencia de Vera, con las luces que se recortan por entre las hojas de unos árboles de noche. Parecen estrellas. Así, teje una red de escenas que acompañan a la voz narradora de Vera, Cora y Egoz, respectivamente, pero que cobran sentido por pura metonimia, sin el peso aplastante de una causalidad rigurosa.

De hecho, la trama olvida pronto que había una venganza que cumplir. En su lugar, mirará a la forma con que las tres personas damnificadas por ese crimen original, el robatorio del bebé, tratan de hacer las paces con los ecos de violencia que supuso. Entonces, la gesticulación tupida e híper expresiva de Iriarte dará paso a la tranquilidad de quien sabe que contra el sistema no hay tutía y que por ende hay que gobernar en pequeño, en última instancia, sobre el cuerpo de une misme. Pasados los primeros fuegos artificiales, el film se centra en contemplar de cerca a quienes han decidido luchar por una causa perdida (o ganada, según se narre). Les honrará desde un realismo emocional basado en la observación y los tiempos muertos, reconociéndolas.

Aunque a la práctica funcione cual péndulo que desequilibra los tiempos y registros de una película (por lo demás intachable en lo ideológico), imperfecto en el juego que propone entre contemplación y proclama, el film de Iriarte lo apuesta todo a narrarse con toda la complejidad y músculo posibles. Como si se estuviera forjando una guardia impenetrable a base de lenguaje, potente y virulento. Si yo digo que no pasarán, no pasarán. Por cierto, habéis perdido.