Ramon Sola
Aktualitateko erredaktore burua / Redactor jefe de actualidad

Cal viva fallida, un testigo violado y un policía muerto en la sala de vistas

La verdad (incompleta) sobre lo ocurrido con Lasa y Zabala fue arrancada a la cal viva y al sórdido manto de silencio impuesto por la Guardia Civil. Ello incluyó el ataque salvaje a un testigo protegido y llevó a la muerte al comisario que había sido clave para identificar los restos.

Recuerdo a Joxean Lasa y Joxi Zabala, en el cementerio de Tolosa.
Recuerdo a Joxean Lasa y Joxi Zabala, en el cementerio de Tolosa. (Maddi Soroa | Foku)

El secuestro, tortura y muerte de Joxean Lasa y Joxi Zabala constituye uno de los pasajes más terribles de la guerra sucia en Euskal Herria, pero su sordidez tuvo continuidad más allá de 1983. La «omertá» se impuso durante años del modo más brutal, para intentar mantener lo ocurrido en secreto.

Visto en perspectiva, parece un auténtico milagro que se llegaran primero a descubrir los restos, luego a identificarlos, más tarde a juzgar el caso y finalmente a condenar a cinco de los autores: un general de la Guardia Civil, un teniente coronel, dos agentes y un gobernador civil. Aunque hubo más detalles tétricos, estos cinco sirven para resumir la titánica tarea de esclarecer parte de la verdad:

La cal viva «falló»

Quienes mataron y enterraron a los dos jóvenes tolosarras pensaron que cien kilos de cal viva serían suficientes para hacer desaparecer los restos del crimen, más aún en aquel paraje perdido de Bussot (Alacant), muy lejos de Euskal Herria. No fue así: la cal viva acelera la desaparición de los tejidos pero mantiene casi intactos los huesos.

Los autores se equivocaron: la cal viva acelera la desaparición de los tejidos pero mantiene casi intactos los huesos y ello facilitó la identificación

 

Al error le sucedió la casualidad: en 1985, apenas año y medio después, un cazador llamado Ramón Soriano Poveda se adentró en la zona y encontró una fosa dejada al descubierto por la lluvia y la erosión. Allí, dos cadáveres cruzados, casi completos, con los ojos y la boca amordazados, con vendas con restos de mercromina en piernas y tórax, gasas, tiritas... todo ello rodeado de cal viva. Y lo más revelador: en sus cráneos, impactos de bala.

El corazón del comisario no aguantó

Haría falta, con todo, otra década para que aquel hallazgo desapercibido, u ocultado, se conectara con la búsqueda de Lasa y Zabala. El artífice fue un comisario de policía de Alacant que guardó el caso en la memoria y que pagó muy caro haber atado los cabos. Jesús García falleció de un infarto en la sala de vistas de la Audiencia Nacional mientras declaraba en el juicio, en 2000. Se llevó a la tumba la presión recibida, pero resulta evidente que la situación de estrés extremo le paró el corazón.

Jesús García se llevó a la tumba la presión recibida, pero tuvo tiempo de contar por qué alimentó esas sospechas decisivas

 

Aquella declaración fue penosa desde el inicio. El comisario pidió agua en varias ocasiones antes de desplomarse sin vida. Tuvo tiempo de contar al tribunal cómo le habían sorprendido aquellos restos «torturados, sin uñas, amordazados... No era un simple ajuste de cuentas, sino que parecía un asunto más importante, para sacarles información».

García tenía experiencia: había investigado crímenes de antiguos miembros de la OAS que hicieron guerra sucia al independentismo argelino, pero subrayó aquello no tenía esas características. Cuando los GAL volvieron a primera plana política en 1994, unas declaraciones que aludían a cal viva le hicieron sospechar que podrían ser Lasa y Zabala. No se equivocó.

El comisario García murió víctima de infarto en la sala de vistas. (Pool Efe)

1964-S y otras amenazas a testigos

Identificados los restos por pruebas de ADN incontestables, la investigación judicial echó a rodar. Pero lo hizo en un ambiente terrorífico, que refleja mejor que nada el caso del testigo protegido 1964-S.

Este hombre apareció malherido en una playa de Cádiz, con un desgarro en el esfínter, golpes y quemaduras: lo habían violado y apagado cigarrillos en su cuerpo, antes de meterle en la boca un auto judicial. Era el firmado por el juez Javier Gómez de Liaño para declararlo testigo protegido. Unos días antes, había aportado en la Audiencia Nacional un testimonio indirecto, no demasiado relevante, sobre el caso.

En la boca del hombre violado en una playa de Cádiz habían metido un auto judicial: el de su aceptación como testigo protegido

 

‘Txofo’ Miguéliz, un delincuente y confidente que había compartido correrías con los guardias civiles juzgados, se mostró esquivo en la vista. Cuando el abogado Iñigo Iruin le preguntó por qué, respondió: «Si me ponen de testigo protegido con protección policial y al día siguiente salgo en la prensa, ¿qué quiere usted?». Y la locutora de radio de Alacant que había recibido la reivindicación de la acción en 1984 se puso en guardia cuando pensó que se le iba a obligar a hacer una prueba de voz: «¿Tengo obligación de hacer algo que pueda ir contra mi integridad física?».

Así las cosas, en el juicio se sucedieron las retractaciones de guardias civiles. Medios como Tele5 dieron cuenta de las amenazas que se sucedían en los pasillos.

Uno de los asistentes habituales a las sesiones fue el teniente general Andrés Casinello, una presencia que se entendió generalizadamente como intimidatoria. El policía Ángel López Carrillo, que también declaró como testigo, situó las muertes de Lasa y Zabala como «la parte no publicada del Plan ZEN». Un Plan ZEN aprobado por el ministro Barrionuevo y cuya paternidad se otorgó... a Casinello.

Casinello, entrando en la Audiencia Nacional durante el juicio. (Jagoba Manterola)

Bayo, el cazador cazado

La declaración del guardia civil Felipe Bayo Leal resultó determinante para llegar a la condena, que le alcanzó a él mismo (71 años de cárcel). Se trataba de uno de los dos agentes de base que participaron en los hechos, junto a Enrique Dorado Villalobos. En un momento dado del proceso entró en cólera por lo que entendía como falta de amparo de sus superiores y pidió declarar voluntariamente ante Gómez de Liaño, reconociendo los hechos básicos y dando algunos detalles.

Fue decisiva su descripción del Palacio de La Cumbre, donde se desarrollaron el secuestro y seguramente las torturas a los dos jóvenes refugiados. Bayo hizo incluso un croquis que coincidía con la realidad, según constató una visita judicial. Luego se retractó de todo y aseguró que aquel dibujo lo había hecho por descripciones escuchadas a otros, «de oídas». Pero ya era tarde: para entonces había aportado datos veraces sustanciales en cuatro declaraciones, careos y la citada inspección de La Cumbre.

Dorado Villalobos y Bayo Leal, en el juicio. (Pool Efe)

A Bayo lo llevaron al juicio semidesnudo y drogado, desde la prisión militar en que estaba como preso preventivo. Argumentaron que lo habían medicado, a todas luces excesivamente, por un ataque de ciática.

En su declaración como testigo, el ex director de la Guardia Civil Luis Roldán afirmó que Rafael Vera (ex-dos de Interior) y Jorge Argote (abogado de la GC y también juzgado) «me encargaron eliminar a Bayo».

Gómez Nieto, el hilo suelto

En aquel juicio sobresalió también la aparición inquietante de Pedro Gómez Nieto, también guardia civil y que había sido el hombre del Cesid en Intxaurrondo. Gómez Nieto entró a la sala disfrazado con tupida peluca y barba postiza, para declarar como testigo y no como imputado. Lo negó todo en relación a los documentos de las conversaciones con Juan Alberto Perote, jefe operativo del Cesid, en las que él le había relatado detalles de lo ocurrido con Lasa y Zabala o también con Mikel Zabalza. «No está probado», fue su mensaje repetido en la sala.

Transcurridas dos décadas, una de aquellas conversaciones no solo se ha visto en versión escrita, como ocurrió en aquella vista oral de 2000, sino que se ha escuchado públicamente en medios como NAIZ, en 2021: «Zabala y Lasa, fueron dos tiros en la cabeza. Dos tiros en la cabeza sin capucha. Lo primero, les hicieron hacer los agujeros, les hicimos hacer los agujeros».

Para cuando trascendió este audio, sin provocar ninguna reacción judicial, Pedro Gómez Nieto había seguido su carrera con ascensos y estaba activo en redes sociales pontificando sobre asuntos geopolíticos y morales. Tenía el grado de teniente coronel. Y estaba en Honduras, adonde llegó como agregado para la Embajada española en 2005, cinco años después del juicio.