La represión «olvidada» que ejercieron el franquismo y la extrema derecha sobre el carlismo entre los años 1955 y 1982 es el eje central del nuevo libro que acaba de publicar el doctor en Historia Josep Miralles Climent.
Este trabajo viene a completar la obra ‘La rebeldía carlista. Memoria de una represión silenciada. Enfrentamientos, marginación y persecución durante la primera mitad del régimen franquista (1936-1955)’, del mismo historiador y publicada en 2018 por la editorial Schedas.
Miralles recuerda en su último libro que «desde el primer momento del golpe de Estado contra la República, el carlismo mayoritario, seguidor de don Javier de Borbón Parma y Fal Conde, se opuso primero a la política militar y después al dictador». De tal manera que «durante 40 años, el carlismo fue víctima de una persecución unas veces dura y otras menos dura, pero constante que heredó la monarquía impuesta por el dictador, temerosa de que el carlismo, con Carlos Hugo –el hijo de don Javier– a la cabeza, pudieron perjudicar a la consolidación del nuevo régimen monárquico-franquista».
Una represión que, como reconoce el autor, «no es igual» a la que, tras la guerra del 36, se ejerció contra la izquierda y los republicanos que perdieron la guerra, pero que se aplicaba a un «movimiento popular» que «formó parte de los alzados contra la Segunda República».
Pese a esa condición, el franquismo persiguió al carlismo de Javier de Borbón y su hijo Carlos Hugo porque «no quiso renunciar a sus valores para diluirse en un partido filo-fascista como fue FET y de las JONS» y al que unas veces el régimen «le dejaba hacer», mientras que otras «lo reprimía de forma inmisericorde».
Miralles recuerda que durante la época franquista, el carlismo vivió una evolución al pasar de defender «una monarquía tradicional» a promover «unos planteamientos socialistas y autogestionarios que, según sus propios criterios, pretendían enlazar con las raíces populares de un carlismo defensor de los fueros, usos y costumbres de los distintos pueblos de las Españas».
‘Una represión olvidada’ arranca en el período entre 1955 y 1965, época en la que el carlismo adoptó «una política de no beligerancia» hacia la dictadura, a pesar de que «la inercia antifranquista radical continuaba teniendo sus partidarios».
Pese a la semi-tolerancia en la que se encontraba la Comunión Tradicionalista, «las detenciones eran constantes» y la situación legal de la prensa carlista era «muy confusa», con publicaciones clandestinas y otras legales, y tanto unas como otras estaban «sometidas a vigilancia».
La persecución hacia el carlismo afectó incluso a Javier de Borbón Parma, que terminó aceptando el título de rey en 1956, lo que le valió su expulsión del Estado español, donde ya Juan Carlos de Borbón, nieto de Alfonso XIII, se perfilaba como sucesor de Franco.
La misma situación viviría el príncipe carlista Carlos Hugo, que fue expulsado por primera vez tras aparecer públicamente en el acto de Montejurra de 1957. Lo mismo les sucedería en los siguientes años a otros miembros de la familia real carlista.
Esa circunstancia y la «renovada oposición al régimen» en los años 60 generaron «una mayor radicalización del carlismo y que los timoratos fueran abandonando el partido, porque la situación cambió sustancialmente y la espiral de acción y represión fue tomando cuerpo», señala Miralles.
Oposición en diferentes ámbitos
La oposición del carlismo a la dictadura se plasmó en diferentes ámbitos. Uno de ellos fue el universitario, donde destacó el papel de la Agrupación de Estudiantes Tradicionalistas, que se enfrentaba al Sindicato Español Universitario, vinculado a Falange. La AET «sería la vanguardia de un carlismo que cambiaría de estrategia política», aunque prácticamente desapareció en torno al año 1970 para ser sustituida por el Frente Estudiantil.
Tambien en el terreno sindical figuró el Movimiento Obrero Tradicionalista, fundado hacia 1963. Cuando dejó de funcionar a finales de esa década, «los obreros carlistas fueron formando los llamados Comités Obreros Carlistas, que continuaron trabajando en el seno de CCCOO».
Pero también hubo un carlismo «armado y radical», encarnado por los Grupos de Acción Carlista (GAC), que llegaron a practicar la luchar armada, y la Fuerzas Activas Revolucionarias Carlistas (FARC), «de carácter más teórico en una línea filomarxista».
Los primeros fueron fundados entre 1965 y 1968, y se «radicalizaron hasta llegar a practicar la lucha armada –aunque sin provocar muertos– desde posiciones ideológicamente más avanzadas o de izquierdas».
A partir de 1970 tomaron contacto con ETA-pm «para recibir información sobre explosivos». Tras apropiarse de los que había guardados en un polvorín en Burgos, volaron la terminal del oleoducto de la base naval de Rota y la rotativa de ‘El Pensamiento Navarro’ por «la derechización» del medio después de que «los que ostentaban ilegítimamente las acciones del diario habían decidido no revertirlas a la organización carlista».
Además llegaron a asaltar bancos, como ocurrió con una sucursal del Banco Central en el barrio iruindarra de Arrotxapea el 15 de octubre de 1973.
Algunos de sus miembros terminaron en «cárceles españolas y otros se vieron obligados a exiliarse». Los GAC se dan por desaparecidos desde 1973, aunque varios de sus integrantes siguieron actuando por su cuenta hasta poco después de aprobarse la Constitución de 1978.
Por su parte, las FARC se crearon hacia 1970 y no llegaron a practicar la lucha armada, pero «fueron perseguidas igualmente y también sufrieron algunas detenciones».
Montejurra, una tensión in crescendo
Uno de los momentos de más tensión entre el carlismo y la dictadura se vivía con la llegada de las celebraciones en Montejurra, en las que se mostraban más abiertamente las diferencias entre ambos. En 1968, el Gobierno Civil de Nafarroa ya advertía de que «habría mano dura contra los manifestantes».
Las tiranteces se dispararon tras la expulsión de Carlos Hugo en diciembre de 1968 y tuvieron su reflejo en los actos de Montejurra del año siguiente, cuando se quemó una imagen de Franco en el templete de la plaza de los Fueros de Lizarra tras ser robada en el Ayuntamiento de la ciudad del Ega.
Pocos meses después, el 22 de julio de 1969, Juan Carlos de Borbón se convertía oficialmente en sucesor de Franco, lo que generó un profundo rechazo en la dinastía carlista y que se agudizaran «los ataques al príncipe designado por Franco».
Las celebraciones de 1971 fueron escenario de un plan «político-mediático» de la dictadura para «destruir el carlismo o al menos debilitarlo y dejarlo en su mínima expresión», tras haber abandonado «los principios de la Tradición» y haberse hecho «marxista», según el régimen.
Para lograrlo, las autoridades franquistas barajaron dos opciones: disolver e ilegalizar a la Comunión Tradicionalista y procesar a su junta, o una solución ‘B’ a desarrollar en tres frentes: pasar al Ministerio Fiscal los escritos de la junta por si encontraba delitos, una amplia campaña propagandística sobre el «desviacionismo» de la misma y apoyo a los carlistas dispuestos a desplazar y sustituir a los dirigentes favorables a Javier de Borbón Parma. Finalmente, el régimen se decantó por esta segunda opción.
Miralles destaca que «la culminación de este proceso de intentar la destrucción del carlismo tuvo su continuidad con el Gobierno del nuevo régimen de la monarquía franquista, tal y como se vio en los sucesos de Montejurra de 1976».
En este caso, el autor se hace eco de los últimos documentos hechos públicos sobre lo sucedido ese año y que fueron mostrados por el Partido Carlista el pasado mes de enero. En los mismos se confirma que el Estado español diseñó un plan para reventar la cita tradicionalista para defender al entonces rey español recurriendo a Sixto de Borbón Parma, que se oponía a la línea promovida por su hermano Carlos Hugo, y a mercenarios de extrema derecha de diferentes países.
Al respecto, indica que en vista de que el «tradicionalismo residual, inoperante y timorato que se quería resucitar» a través de Sixto no había conseguido «acabar con un Partido Carlista muy activo», finalmente «se recurrió a la agresión pura y dura con mercenarios internacionales refugiados y protegidos en España por el Estado o sus cloacas».
La llamada ‘Operación Reconquista’ se saldó con dos carlistas muertos «por disparos de la ultraderecha, Aniano Jiménez Santos y Ricardo García Pellejero, además de gran cantidad de heridos de bala».
Miralles añade que la persecución al Partido Carlista continuó en 1977, cuando no pudo presentarse a las elecciones estatales convocadas el 15 de junio al no haber sido legalizado. Su legalización llegó menos de un mes después, el 10 de julio, aunque el devenir del partido vino condicionado por la dimisión de Carlos Hugo como su líder tras no conseguir el acta de diputado por Nafarroa en los comicios de 1979. Su renuncia dejó a la formación huérfana de «un líder encarnado en la dinastía proscrita». El partido siguió adelante, pero con «una militancia mermada, desanimada y todavía hostigada».
Así finaliza el recorrido a la historia reciente de un carlismo que sufrió durante la dictadura «agravios y represiones» que fueron «desde el simple insulto hasta la muerte». Así sucedió en el último caso con Mikel Totorika, que en enero de 1976 fue sorprendido mientras pintaba letreros de Euskadiko Karlista Alderdia (EKA), «fue detenido por la Guardia Civil y murió tres días después».
Entre estos dos extremos «se produjeron toda la gama de casos represivos: seguimientos, injurias, amenazas, censuras, multas, detenciones, torturas, juicios, consejos de guerra y cárcel». E incluso «atentados contra dirigentes carlistas –y militantes–», que «no cesaron con el advenimiento de la democracia».
Un trato dispensado por la dictadura, «la monarquía que la heredó y la extrema derecha», y ejercido durante cincuenta años, como recoge el libro ‘Una represión olvidada’.