Las personas medievales eran mucho más limpias de lo que se piensa y estaban preocupadas por oler bien y mantener la higiene en sus cuerpos, ropas y calles, aseguran los autores del libro ‘El olor de la Edad Media’, en el que desmontan los prejuicios que existen en este sentido.
El historiador Javier Traité y la divulgadora histórica especializada en la Edad Media y Moderna Consuelo Sanz de Bremond son los autores de este libro de más de un millar de páginas, publicado por Ático de los Libros, en el que revisan mil años de historia, desde el ocaso de Roma hasta el siglo V a partir de la higiene.
Un texto en el que analizan tanto los conceptos de higiene y enfermedad en la época como los olores, los modelos urbanos de saneamiento, la medicina, las termas, los baños medievales o el jabón.
Aunque lo que se entiende hoy por higiene no tiene los mismos estándares que en el pasado, no por eso la del pasado ha dejado de ser higiene, sostienen ambos estudiosos, que explican que el proceso de «desodorización» de Occidente se da durante los siglos XII y XIII en adelante.
«Ya es hora de impugnar de una vez y para siempre la visión negativa sobre la Edad Media», aseguran los autores, que destacan los estudios que han desmentido ya el mito de un Medievo sucio y sostienen que la gente que vivió en el milenio medieval no era un «hatajo de guarros que vivían chapoteando en el excremento mientras esquivaban orinales y cerdos en la más asquerosa de las ciudades».
Sostienen que en un entorno sin conocimiento de las bacterias, con pocos recursos y con una dependencia enorme del estiércol, «crearon un entorno higiénico en el que vivir y estar limpios»: diseñaron letrinas prácticas, organizaron el vertido de aguas de las casas, repararon baches y pavimentaron calles, alejaron malos olores y organizaron basureros.
En diferentes culturas y civilizaciones
En la Edad Media la gente se lavaba la cabeza, señalan los autores: las mujeres vikingas limpiaban las cabelleras de sus maridos los sábados, los musulmanes recomendaban frotar bien a fondo el pelo e incluso los abades y los obispos debatían cuántas veces a la semana podían hacerlo los monjes.
El ocaso de las termas romanas no supuso que en Occidente la gente dejara de bañarse, aseguran los autores, que destaca que los cristianos no destruyeron los baños públicos, aunque sí lo hicieran con estatuas y decoraciones paganas. Pero estos lugares diseñados por Roma siguieron utilizándose «bajo parámetros cristianos» mientras las infraestructuras y las condiciones socioeconómicas permitieron su mantenimiento.
El hábito del baño no desapareció ni en Bizancio, donde el termalismo pervivió, permaneció en el mundo islámico, con los hammams, y en el Occidente ruralizado, disperso y despoblado, porque los europeos tenían muchas opciones para lavarse de forma comunitaria: pequeñas casas de baños en el sur, las cabañas y saunas en el centro y el norte, y las instalaciones privadas y religiosas.
Sin olvidar que el baño en ríos, arroyos, lagos y fuentes naturales era cosa común para las gentes de ese milenio medieval, recalcan los autores, que recuerdan una importante novedad de la época frente a épocas pasadas, el jabón, que luego se consolidaría como material higiénico por excelencia, tanto en la industria, como en lo personal.
Según sus estudios, existía desde luego suciedad: «Había campesinos guarros y aristócratas cerdos, había monjes que se limpiaban los mocos con las manos y con el hábito y monjas reticentes a lavarse las manos en invierno». Había trabajadores que se metían a puñados la comida en la boca con las manos sin lavárselas y rincones «salvajes, bolsas de gente aislada o extremadamente empobrecida que en las películas se han convertido en la población general del Medievo».
En definitiva, señalan, el mundo estaba, como está hoy, «lleno de gente muy guarra y de personas viviendo en condiciones imposibles, pero también había una masa de gente común que vivía con normalidad dentro de su pobreza o riqueza, y que quería tener las manos limpias».