Diez años del Euromaidan: origen o hito en el desencuentro postsoviético ruso-ucraniano
Rusia responsabiliza a la revuelta del Euromaidan y a la guerra del Donbas del origen de la invasión. Cuando fue un paso más, otro hito, en el desencuentro por la negativa rusa a reconocer la independencia de Ucrania y la imposición de esta a su compleja sociedad de una ucranización a la brava.
Tal día como hoy, el 23 de febrero de 2014, los servicios secretos de la flota rusa del Mar Negro escoltaban en helicóptero desde Crimea a Rusia al recién destituido presidente de Ucrania, Viktor Yanukovich.
Terminaba así la revuelta del Euromaidan, que había estallado a finales del año 2013 para exigir la dimisión de Yanukovich, un político-cacique del Donbas, líder del autonomista-federalista Partido de las Regiones, fuerte en el este y sur predominantemente rusófono de Ucrania.
La revuelta, «Revolución» para sus promotores y «Revolución de colores» según sus detractores, surgió por la decepción de la oposición por la negativa de Yanukovich a firmar un Acuerdo de Asociación con la UE.
El Euromaidan fue una réplica de la «Revolución Naranja» o del Maidan, también en Kiev, diez años antes, en 2004. Se enfrentaron entonces el mismo Yanukovich, delfín del presidente saliente, Leonid Kuchma (no podía optar a un tercer mandato), y quien desde 1999 había sido director del Banco Central ucraniano, Viktor Yushenko.
Kuchma, heredero de Leonid Kravchuk, el primer presidente ucraniano tras la independencia de Ucrania en 1991, se había afanado por mantener una política multivectorial con guiños a Occidente pero sin desairar a Rusia.
Empatados en primera ronda de las presidenciales, Yanukovich venció por la mínima en segunda vuelta y la oposición salió a la calle para denunciar fraude. Su líder, quien en plena campaña había comparecido con el rostro lleno de ronchas y denunció un intento de envenenamiento del Kremlin (fuentes rusas, e incluso alguna en su día cercana al propio Yushenko señalaron que fue una simple intoxicación alimentaria o una pancreatitis), atizó las protestas.
El Supremo, tras escuchar confesiones del propio campo de Yanukovich reconociendo listas de recuento con votos en blanco, certificó irregularidades y ordenó repetir los comicios que, esta vez sí, ganó con holgura Yushenko.
Se iniciaron así cinco años de periplo pro-occidental en Ucrania que acabaron como el rosario de la aurora, con la que fuera primera ministra y «Juana de Arco» del Maidan, Yulia Timoshenko, en la cárcel por haber «negociado» el precio del gas ruso con el presidente ruso, Vladimir Putin, y con Yushenko negociando con su rival y con su partido.
En 2010, Yanukovich ganó las elecciones presidenciales. No hubo entonces quejas.
Desde el inicio de su mandato, el oligarca, que amasaría cientos de millones de dólares en cuentas en el extranjero, trató de repetir la política multivector de Kuchma.
Pero era tarde. Rusia, molesta desde la disolución de la URSS por la renuencia de Ucrania a integrarse en sus nuevas estructuras de colaboración-control de otras antiguas repúblicas soviéticas (como la Comunidad de Estados Independientes) ofrecía a Kiev entrar en su Union Aduanera Euroasiática.
Resultaba inviable que Ucrania optara por firmar ambos acuerdos. Como recordaría Putin, y habida cuenta de la interrelación entre los mercados ruso y ucraniano, un acuerdo con la UE supondría colar los productos europeos en Rusia por la puerta de atrás.
Moscú inició una guerra comercial de aranceles y vetos a productos ucranianos y amenazó con ir a más y poner fin a los precios políticos a su gas por su paso por Ucrania.
Yanukovich cedió ante Rusia y desató la ira de la población ucraniana pro-europea.
El Euromaidan fue inicialmente una protesta-sentada con tiendas de campaña en la que activistas, sobre todo jóvenes pro-europeos encuadrados en el movimiento «Pora» («Ya es Hora») que habían surgido en la Revolución Naranja diez años antes –adiestrados, según no pocos por el movimiento juvenil serbio contra Milosevic Otpor, y financiados por fundaciones estadounidenses– compartían espacio con madres con sus hijos, personas mayores...
Como ocurre en todo tipo de revueltas, lo que comenzó como una denuncia por el alejamiento respecto a la UE adquirió tintes de crítica contra la corrupción política y el imperio de los oligarcas, equivalente ucraniano de sus homólogos rusos, igualmente multimillonarios pero metidos en vereda política por Putin y los suyos.
Pero esta vez no estaba en el poder un Kuchma que no quería pasar a la historia con una masacre en sus manos. Los antidisturbios de la brigada especial de la Berkut (una suerte de OMON rusa pero en Ucrania) no tardaron en aparecer y reprimir las protestas.
Tampoco los protestantes eran solo la muchedumbre pacífica de 2004. Para entonces ya ondeaban banderas de las formaciones paramilitares ultras ucranianas (y nostálgicas del aliado de los nazis Bandera) Svovoda y Pravy Sektor, y la organización en columnas, con barricadas y sacos terreros, apuntaban a una militarización de la protesta.
Entre visitas de políticos occidentales, que más que a mediar acudían a animar a la revuelta, llegaron la Navidades, que ralentizaron los enfrentamientos. Pero estos volvieron a mediados de enero de 2014, sobre todo cuando la Rada, con mayoría pro-rusa, votó una ley que criminalizaba las protestas y prohibía a las ONG extranjeras.
Con los primeros cuatro manifestantes muertos a tiros el 21 de enero, Yanukovich intentó dar marcha atrás y revocar esa ley y se mostró dispuesto a compartir el poder con la oposición, como hizo años atrás Yushenko con él.
Tarde. La situación se había salido de madre y los enfrentamientos se saldarían en los días siguientes con 104 manifestantes y 17 agentes muertos por fuego real y por disparos incluso de francotiradores desde el aledaño Hotel Ukraina. La versión oficial los imputaría a los Berkut. Otras apuntaban a la extrema derecha, que habría buscado con su fuego amigo enervar a la población. Lo cierto es que aunque hubo condenados no hubo nunca una investigación exhaustiva.
El 21 de febrero, Yanukovich hizo un último intento acordando un Gobierno de unidad nacional, la reinstauración de la Constitución de 2004 y elecciones anticipadas, a más tardar en 2015.
Horas después se fue a su feudo de Donetsk, de allí a Crimea y luego a Rusia. No volvió.
Con el Partido de las Regiones disuelto como un azucarillo, la Rada (Parlamento ucraniano), presionada por los manifestantes, destituyó a Yanukovich alegando su incomparecencia. La decisión no contaba con aval constitucional y, en su caso, necesitaba de un proceso reglamentario y exigía el voto de tres cuartos de la Rada (338 del total de 450 escaños). Votaron a favor 328.
Rusia denunció un «golpe de Estado» y se consideró liberada de sus compromisos por el respeto de la integridad territorial de Ucrania.
El Euromaidan había provocado, en un efecto contagio pero al revés, revueltas contra el nuevo poder en Kiev, sobre todo en Crimea y el Donbass, pero también en otras zonas rusófonas como Odesa y Jarkov.
La primera decisión de la Rada de derogar la ley de 2012 que otorgaba al ruso estatus de lengua cooficial en la Ucrania rusófona, pese a que fue retirada días después, echó leña al fuego de las protestas.
Tras el desembarco de los «hombrecillos verdes», en realidad soldados rusos embozados y sin distintivos, Crimea celebró un referéndum que Moscú justificó aludiendo al caso de Kosovo y fue anexionada a Rusia.
La revuelta en Donetsk y Lugansk (Donbas), a donde acudirían voluntarios rusos de toda ralea, desde neonazis hasta euroasianistas, pasando por ultaortodoxos y nostálgicos del estalinismo, fue respondida por Kiev con la opción militar «antiterrorista».
El Ejército ruso acudió al rescate de sus «hermanos» y frenó la ofensiva militar ucraniana, liderada en primera línea por batallones a su vez ultras y neonazis.
Comenzaba así la guerra del Donbas, un conflicto congelado que estallaría con el inicio de la invasión rusa de Ucrania el 24 de febrero de 2022. Rusia justificaría su invasión en el «genocidio» contra el Donbas tras el Euromaidan y en el expansionismo de Occidente (OTAN, UE) hacia sus fronteras, sin olvidar la lucha contra el nazismo ucraniano.
Una tesis que persiste y tiene sus adeptos, que ponen el acento en inscribir las revueltas ucranianas y del espacio post-soviético como seudo-revoluciones promovidas por Occidente -como si las revoluciones «de genuino blanco y negro» del pasado no hubieran sido no pocas veces mediatizadas y animadas por agentes internacionales.
Tesis que replica a su vez al maniqueísmo occidental que, no ahora tras la invasión sino desde hace años viene dibujando un cuadro en el que la Rusia de Putin es un modelo de maldad contra los inocentes ucranianos pro-europeos.
Cuando la realidad es más compleja y más sencilla a la vez. Rusia nunca ha digerido la independencia de Ucrania, y menos su decisión de alejarse tras el desplome de la URSS.
Y los gobiernos ucranianos pro-occidentales, espoleados por sectores antirusos, se han negado a asumir la histórica, económica e incluso biográfica relación entre Rusia y Ucrania. En un proceso, esperable, de ucranización de Ucrania, visto con recelo por parte de la población rusófona y pro-rusa.
Complejo pero sencillo. Ucrania tiene derecho a ser lo que quiera y a aliarse con quien quiera. Pero no tiene derecho a hacerlo como un borrón y cuenta y un hecho consumado a imponer a su política y lingüísticamente compleja sociedad.
Todo eso ¿les suena? A mí sí.