Aritz Intxusta
Redactor de actualidad

«Muchas se están yendo ahora de internas por 700 euros al no poder pagar la habitación»

El sábado celebró el Día Internacional de las Trabajadoras del Hogar. La escasa remuneración, unida a las duras condiciones de vida en pisos compartidos, empuja a mujeres migrantes a irse de internas por 700 euros al mes (un 40% menos del SMI) aun contando con permiso de trabajo. 

El sueldo de las trabajadoras del hogar no permite el acceso a una vivienda digna.
El sueldo de las trabajadoras del hogar no permite el acceso a una vivienda digna. (Europa PRESS)

«Cuidamos a vuestros mayores, limpiamos vuestras casas, criamos a vuestros niños, pero hasta hace nada éramos invisibles», afirma Erika, una trabajadora del hogar que migró de Bolivia a Iruñea. Su cojera –sufre una discapacidad del 34%–, no la apoca. «Siempre he dicho que si yo voy al infierno, al puro fuego, saldría de ahí. Para mí no hay imposibles», manifiesta orgullosa.

Erika tiene sangre luchadora. «Veo por aquí a muchos de la Cochabamba. ¿Sabes por qué han venido? Por la Guerra del Agua. Las empresas vinieron a quitarnos el agua a Bolivia». Ella es paceña, de la capital. «Los hombres y mujeres de La Paz somos luchadores. Derrotamos al Gobierno, y lo voy a decir, nazi de Gonzalo Sánchez. Nos metieron al Ejército y lo derrotamos».

Ahora trabaja media jornada en un colegio y la otra media limpiando casas. Gana poco más de mil euros. Hasta hace poco pagaba 450 euros por una habitación donde dormía con su hijo de doce años. Perdió a su marido el año pasado. «Murió mi otra mitad. Me ha tocado ser madre y padre», se lamenta.

Esta boliviana es una de las impulsoras de Thycna, siglas de la asociación Trabajadoras de Hogar Y Cuidados (migradas y autóctonas) de Navarra, creada recientemente. Cuentan hoy con una treintena de miembros que se articulan a través de Whatsapp para canalizar las denuncias del colectivo y poner altavoz a sus problemas, como el de la vivienda.

«Subalquilamos habitaciones porque nuestras mismas compatriotas que logran alquilar un piso, lo realquilan. Hay quien aprovecha mucho. Si vas a vivir con un hijo, te piden más dinero por la habitación que si estás sola», afirma Erika. «En un mismo piso te encuentras con cuatro familias y, en una sola habitación, pueden vivir cuatro o cinco personas».

 

«En un mismo piso te encuentras con cuatro familias y, en una sola habitación, pueden vivir cuatro o cinco personas», comenta Erika.

A esto hay que sumar otros abusos del casero con el que conviven, como prohibiciones de acceso a la cocina, al frigorífico y restricciones de uso de agua incluso para lavarse. «Es duro compartir», confiesa. No dice más y no hace falta.

De internas y sin derechos

Erika asegura que la carestía de la vivienda está empujando a estas mujeres a irse de internas, incluso cuando disponen de permiso laboral. En los pueblos suelen encontrarse las situaciones límite, donde no se respetan ni salarios ni descansos ni vacaciones, con el agravante de que se aíslan más de la comunidad de compatriotas.

«Como la gente no puede pagarse una habitación y en los pisos se está tan mal, muchas están aceptando irse de internas a pueblos por 700 euros», asegura.

Piedad, otra trabajadora del hogar recién incorporada a Thycna, corrobora este testimonio y este salario que está un 40% por debajo del SMI. «La gente tiene mucha necesidad. Todas venimos aquí con una deuda que contrajimos para marcharnos. Está la familia… pero a las que llegan sobre todo les apremia la deuda. Por eso trabajan de domingo a domingo».

Piedad y Erika se ponen a hablar de conocidas en esa situación y sale la historia de Adela, a quien Erika tiene en su grupo de Whatsapp ‘Mujeres Fuertes Siempre Unidas’. «Es de Guatemala y creo que gana 900. Ahora está en un pueblo y solo sale una vez al mes. No tiene papeles. Tengo que indagar más sobre ella. Creo que las está pasando mal».

 

Piedad y Erika, asociadas en Thycna, ponen voz a las trabajadoras del hogar migrantes. (Idoia ZABALETA/FOKU)

Luego comentan el caso de María (nombre falso, como el de Adela), que aunque tiene documentos ha aceptado condiciones similares.

«A ver, ella trabaja porque tiene mucha carga. Se queda los fines de semana por un poco más. Las dos horas que le corresponde salir a diario también las trabaja. Son siete euros la hora y por esos 14 euros no sale de la casa [tras la última subida del SMI, estas trabajadoras deberían cobrar 8,87 euros/hora]. Creo que debe 15.000, pero además tiene cuatro hijos y manda dinero a su país».

«Son siete euros la hora y por esos 14 euros no sale de la casa –afirma Erika–. Creo que debe 15.000, pero tiene cuatro hijos y manda dinero a su país»

Erika asegura que María quiere sacarse el DNI, pero no sabe leer y tiene miedo de no superar la prueba. Esta situación le impide conseguir un trabajo mejor. «Son las necesidades y las circunstancias de la vida las que te llevan a aceptar ese tipo de trabajos», sentencia.

Homologarse con Europa

Piedad, como su compañera, migró al poco de cumplir los 30 años. En su caso, lo hizo de Ecuador a Italia, tras haberse graduado en su país en Ingeniería Agrícola. Posteriormente, se desplazó del norte de Italia a Iruñea para reencontrarse con su familia.

Esta trabajadora del hogar se enfrenta ahora a la carga de los años. Fue de las primeras en hacer las maletas y labrarse un futuro mejor fuera. Ha cumplido 60 y lleva en Europa la mitad de su vida. Ha cuidado los últimos diez años de unos niños, que la quieren con locura y la sienten parte de la familia, pero ya han crecido.

«La familia nunca me presenta como la doméstica. Me dicen que soy la segunda mamá de los niños», asegura Piedad bien orgullosa.

Piedad, tras 20 años en Italia, sostiene que las trabajadoras del hogar allá tienen un mayor nivel de reconocimiento y derechos. 

Aunque continúa trabajando en esa casa, le han reducido las horas, por lo que le urge encontrar otro trabajo para completar la jornada y cotizar. La ausencia de unos ingresos suficientes le han forzado ahora a subarrendar la habitación de un piso que está pagando.

«Tú, que eres periodista, tienes que enterarte si esto que tenemos aquí es lo que dice Europa», conmina Piedad. Tras su experiencia de 20 años en Italia, sostiene que los derechos de las trabajadoras del hogar y las limpiadoras (en Milán también fue kelly de un hotel) están menos desarrollados que en aquel país. Que aquí no se respetan las indemnizaciones a una trabajadora que lleva años en ese puesto laboral, ni tampoco la antigüedad en el mismo trabajo genera aumentos salariales. «En Italia daban finiquito inclusive a quienes trabajaban sin documentos», afirma Piedad.

Hijas por desesperación

Italia, pese a todo, no está exenta de situaciones de explotación extremas a mujeres sin papeles. Piedad relata que, al poco de llegar a aquel país, acudió a la vivienda de un anciano que buscaba a alguien que le cuidara.

«En la casa había una única habitación con una sola cama. Cuando pregunté dónde iba a dormir. Me respondió: ‘Aquí, conmigo’. Salí de allí corriendo», rememora.

Preguntadas sobre si compatriotas suyas aceptan situaciones así hoy día. Piedad y Erika responden afirmativamente. «¿Que si esos trabajos se cogen? Seguro que sí. Hay chicas que están desesperadas», corroboran.

Según la experiencia de estas dos trabajadoras, las mujeres centroamericanas sin papeles están aceptando hoy día las peores condiciones para irse de internas, esos 700 euros sin salidas. «Venezolanas, nicaragüenses, hondureñas están ahora cogiendo esos trabajos», aseguran.

«Venezolanas, nicaragüenses, hondureñas están ahora cogiendo esos trabajos por 700 euros sin salidas», aseguran.

La vulnerabilidad en la que se encuentran se traduce, además, en incumplimiento de sus derechos laborales básicos. No se les conceden vacaciones ni el régimen mínimo de descanso.

«Se aprovechan –asegura Erika– porque dicen: ‘Te estamos dando techo y comida’. Yo conozco muchas chicas que están actualmente trabajando en pueblos y los hijos de los abuelitos solo le compran comida al abuelito». «Yo sé de casos así también», corrobora Piedad, interrumpiéndole brevemente.

«Sé de una abuelita a la que le compran una mandarina o un plátano para el día. Y que, de pura pena, comparte media fruta con la chica que le cuida», continúa su relato Erika.

Tampoco es necesario una vulneración de derechos laborales o un desprecio extremo para que ser interna devenga en infierno. Antes de cuidar a los niños, Piedad estuvo de interna con una anciana que se había vuelto «como una niña» a causa del Alzheimer. «No resistí más que dos años, porque la mujer no dormía por la noche».

«La señora tomaba una pastilla, pero el efecto le duraba dos horas y se volvía a despertar. Entonces me llamaba a voces por toda la casa. Otras veces, cuando yo abría los ojos de noche la encontraba ahí, mirándome. En ocasiones, con mi ropa puesta. Era una mujer muy buena, solo era eso: que no dormía», relata.

La situación se volvió desesperada. «Se lo conté a sus hijos, que la querían mucho. Reaccionaron dándole media pastilla más para que la mujer durmiera. No sirvió de nada. ¿Pero sabes lo que tuve que hacer? La media pastilla me la tomaba yo para poder descansar. Hasta que encontré otra cosa».

Cuestionadas sobre el papel que juegan hoy día las cuidadoras en régimen interno, ambas confiesan que en sus países de origen nadie lo comprende.

«Tenemos otro respeto por los mayores. Ahí hay clases sociales y la gente de clase alta a veces contrata una chica. Es estatus. Pero aunque tengan chica, siempre los acompañan. Lo extraño aquí es que, además de cuidarlos, las trabajadoras del hogar hacemos de hijo, porque los hijos se desentienden», asegura Erika.