El tiempo. Ese espacio comunicativo en toda propuesta escénica se convierte en este magnificente espectáculo en algo sustancial. Un tiempo interior, interiorizado por el conjunto de los bailarines, respondiendo a una estrategia evolutiva, a un discurso colectivo conformado por una suerte de vibración interna de los ejecutantes, como respondiendo a unos pensamientos que se activan desde la contemplación y que se convierten en acción pausada, evolutiva, mostrando una técnica preciosista sin  necesidad de hacer aparentemente ninguna explosión física ni alarde, sino canalizando perfectamente con leves movimientos toda la complejidad de la situación.

Ese estatismo de inicio nos va informando de las intenciones, nos inicia en un lenguaje propio, nos va dando las claves con las que podemos ir descifrando todo cuanto sucede con esos once cuerpos que se juntan o se separan a ritmos divergentes. Si en una buena parte del espectáculo todo es minimalista, pasos muy cortos, reiterativos, ocupación de espacios vacíos de manera aparentemente aleatoria, con una tensión muy disimulada, con una música obsesiva y una iluminación realmente fascinante, la capacidad de hipnosis, de penetración por todos los sentidos, de producir imágenes más allá de lo tangible, convierte esas evoluciones en una teoría evolucionista además de ser un manera de expresar esa uniformidad variable en la que la sociedad nos va convirtiendo.

Magnífico espectáculo, todos los elementos funcionan a la perfección de la mano de ese gran coreógrafo que es Christos Papadopoulos, con un equipo de. bailarines de diversas edades homogeneizados por el trabajo creativo y disciplinario y con el uso de luces, espacio, vestuario, movimientos sin pausa para emocionar hasta la extenuación. Fantástico.