Iñaki Egaña
Historiador

2025. Retos, temores y recuerdos

Comienza el segundo cuarto del siglo XXI con augurios de diferente calado, según el prisma. Los gurús, como Goldman Sachs y J. P. Morgan, a los que la elite corporativa da pábulo, prevén un crecimiento económico sostenido para EEUU, un estancamiento de la Unión Europea, por los elevados costes energéticos que arrastran Alemania y Francia, una desaceleración de China por el aumento de los aranceles, y una escalada de las economías emergentes. Pero sus predicciones tienen calor bursátil y especulativo en exclusiva y, desde la crisis de las subprime que vieron pasar sin pestañear, al menos públicamente, su credibilidad nos deja bastante fríos. La colonización planetaria tiene siglos de recorrido. Su vigencia, a pesar de esos 193 estados que componen Naciones Unidas, y esas decenas que aspiran a la soberanía política, está presente en todos y cada uno de los análisis que realizamos desde este llamado Occidente. Personalidad principal, con destellos de supuesta progresía, y adjudicación subordinada al resto de la humanidad.

Para quienes intentamos voltear históricamente el injusto estado del mundo y revertir las injusticias, las predicciones suelen ser de otro calado. También nuestra visión planetaria, ubicados en este pedazo de tierra cada vez más finito. No voy a aludir a aquel factor humano que elevó a Maurice Castle de la novela a la metáfora Graham Greene, porque esa cuestión está permanentemente abierta. ¿Quién es capaz de asegurar que no habrá una confrontación nuclear? ¿Permitirá el Tío Sam un escenario multipolar? Aquellos que siguen a los citados auguran una bajada en las migraciones, pero se refieren a los efectos de las medidas establecidas por la administración de Washington. Según la OIM (Organización Internacional sobre la Migración), la población desplazada es cercana al 4% de la mundial. Y sigue en aumento. Cambio climático, catástrofes naturales, sequía, privatización del agua y la salud, esclavitud, vivienda, brecha salarial... son factores a añadir. Junto a esa ofensiva sionista bélica en los que llama siete frentes (Israel, Gaza, Cisjordania, Irán, Yemen, Líbano y comunidades judías) que expresa la desaparición definitiva del derecho internacional, de la vigencia de la Carta de Derechos Humanos que afloró al fin de la Segunda Guerra Mundial y la prevalencia de una única norma universal: el poder del más fuerte, tanto militar como económico. A la espera de un nuevo manifiesto revolucionario que sustituya al histórico de Marx y Engels, el de Luigi Mangione aplaca brevemente nuestras conciencias.

Y esa es la gran paradoja, a veces contradicción, de nuestro proyecto emancipador. Las urgencias planetarias son palpables, como también las locales, las de casa. El ascenso de una sociedad cada vez más uniforme, cada vez más individualista, la expansión del neoliberalismo, nos hace caer en una dinámica que a veces consideramos excesivamente coyuntural. Estamos atrapados en ella sin posibilidad de eludirla. Porque también es urgente, más aún después de un conflicto enconado que dejó una herida enorme y que hunde sus raíces en crónicas sin resolver. Nuestros temores son fundados y necesitamos recomponer nuestra pulsión nacional, reparar la brecha generacional, defender nuestra lengua y cultura, remendar nuestro tejido económico sumamente dependiente, avanzar en la decolonización de las estructuras y mentalidades impuestas por el capitalismo, salvaguardar los avances en la igualdad de género y la diversidad, ahogar al patriarcado... ¿Cómo no vamos a ver con recelo la llegada de la Inteligencia Artificial, de la digitalización de las relaciones, de las narrativas oficiales cuando aún está pendiente nuestro reconocimiento territorial, nuestro derecho a la soberanía política?

A esta ristra de cuestiones se suman las propias de nuestra trayectoria militante. De esas experiencias que nos han hecho desconfiar una y otra vez de quienes debieran ser nuestros aliados en la emancipación y que a las primeras de cambio se acoplan a los herederos de los verdugos que anularon las generaciones que nos precedieron. Ganar guerras virtuales es un consuelo, pero no una solución. Alguien de nuestro entorno apuntó que debemos administrar el futuro con luces largas, como las que usan nuestros vehículos en las noches oscuras cuando circulan en carreteras solitarias. Pero, ¿cómo convencer? ¿Cómo atraer al cambio, a la épica revolucionaria, a la organización popular para asentar ese músculo transformador? También con luces cortas.

Y esas luces cortas, abstrayéndonos de esa urgencia planetaria que quizás nos aplaste antes del fin de la hibernación, nos recordarán un comienzo de 2025 atribulado por la vuelta del trumpismo y su atronador eco internacional y un final con el medio siglo de la muerte de aquel dictador que jodió la vida de nuestros antepasados más cercanos. Entre medio, sin expectativas electorales tanto en España como en Francia (con permiso de Sánchez y Macron-Bayrou), el relato seguirá conformando buena parte de la personalidad franco-hispana. Ambos apoyados en su supuesta labor civilizatoria (en realidad colonizadora) y en superar sus debilidades narrativas. París, con su expulsión acelerada del Sahel africano, y Madrid, con su comodín eterno, haciendo demócratas a aquellos que hace medio siglo ejecutaron a Txiki y Otaegi junto a tres antifascistas del FRAP. Es cierto y fue ayer, en 2025 se cumplirán 50 años de la muerte de aquellos jóvenes que se atrevieron con el Ogro, que soñaron en mayúsculas a pesar de ser ese «pueblo pequeño que canta y baila al pie de los Pirineos», que garabateó Voltaire. Se cumplen 50 años de la muerte de Iñaki Iparragirre, Mikel Gardoki, Jesús Mari Markiegi, Blanca Salegi, Iñaki Garai, Josu Mujika, José Ramón Martínez Antia, Andoni Campillo, Ángel Otaegi, Jon Paredes, Nikola Telleria y Koldo López de Guereñu. Retos y temores para 2025. Y también, forma parte de nuestra naturaleza humana, recuerdos con los que me recostaré un día en etchezar.

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