A empujones
La relación de la escuela con ese alumnado al que obliga a entrar en el aula para expulsarlo de ella reiteradamente está claramente pervertida, enfrema y –lo que es peor– se retroalimenta.
«Empujador». Ese es el oficio que desempeñan en las estaciones de metro de Japón unos empleados conocidos como «oshiyas». Se colocan en los andenes durante las horas punta de la mañana y la noche y empujan literalmente a la gente dentro de los vagones para que estos puedan cerrar sus puertas mecánicas.
Tienen la delicadeza de lucir guantes blancos. Algunos –no todos– sonríen.
Me viene todo esto a la cabeza tras acompañar, «empujar» a clase a dos alumnos absentistas que hoy por fin, aunque tarde, han acudido al instituto. No lo hacen voluntariamente sino porque la Fiscalía, basándose en su desescolarización, ha amenazado a sus familias con retirarles la RGI. Son además altamente «disruptivos» y abrigo la sospecha de que en cuestión de minutos el profe los expulsará al aula de guardia o me los enviará a Dirección. A tercera hora los volveremos a «introducir» en un espacio del que, por muchas razones, ellos intentarán huir y en el que los volveremos a «recluir». Sí, yo también, me siento en esos momentos como un «oshiya»: la segunda hora tiene que ponerse en marcha con todos sus ocupantes dentro, ha sonado el timbre y hay que cerrar puertas. No puede quedar nadie en pasillos ni escaleras.
La relación de la escuela con ese alumnado al que obliga a entrar en el aula para expulsarlo de ella reiteradamente está claramente pervertida, enfrema y –lo que es peor– se retroalimenta. Lo vemos en la desafección de esos chicos hacia ese lugar que les resulta cada día más inhóspito y del que –lo tienen comprobado– la única forma de marcharse es montando una movida especialmente grave; en el desasosiego que sienten sus profesores a los que su incómoda asistencia les complica puntualmente el trabajo diario porque les supone adaptaciones curriculares y un deterioro del ritmo pedagógico; lo comprobamos en la distancia inevitable pero tan poco educativa que mantienen con ellos el resto de sus compañeros y que aumenta con cada una de sus apariciones esporádicas: sin mochila, sin libros, con el gesto resignado de quien acude al dentista; con un punto de malotes, de rabia contenida en la mirada.
En consecuencia, algunos de ellos, con apenas trece años, están dispuestos a todo con tal de abandonar ese «vagón» en el que los «acomodamos» y del que los apeamos una y otra vez a la fuerza. Han comprobado que sólo las faltas tipificadas como graves contra la convivencia les permiten alcanzar ese objetivo y vienen dispuestos «a liarla». Esa relación tóxica la describe muy bien Joselu («Profesor en la secundaria») en un post con un caso de manual, "Rebelde sin causa": esa dinámica va envenenando, dañando, pervirtiendo a todos los que participan en ella y nos pone como sociedad y como educadores en un brete. En el aula se genera una espiral endiablada que a veces es el umbral, la antesala de la delincuencia.
En estos treinta y siete años de tiza he descubierto que somos, fundamentalmente, «convencedores». Creemos que nos pagan por enseñar algo pero el mayor número de nuestras neuronas lo empleamos en estimular, persuadir, disuadir, fascinar (en pocas pero inolvidables ocasiones), motivar, incentivar… El grueso de nuestra nómina paga ese esfuerzo; ese ímprobo empeño en el que no podemos permitirnos los empujones porque perderíamos toda nuestra credibilidad: si, aparte del que les propinamos a esos chavales o, penalizándolas económicamente, a sus familias, no somos capaces de encontrar otros argumentos, nunca saldremos de esa espiral.
Además del templo Sensoju, del mercado de pescado de Toyosu o de la isla artificial de Odaiba, uno no debería irse de Tokio sin subirse y –sobre todo– sin apearse (o intentarlo al menos) a las ocho de la mañana de uno de esos trenes atestados que cubren las líneas de Keio o Marunouchi. El de los «empujadores» es un espectáculo humano muy elocuente: la mansedumbre con que la gente accede a ser embutida, estabulada por esos tipos de uniforme; que nadie se revuelva y proteste…
Y especialmente que eso lo tolere una población cuyos individuos se saludan con una reverencia (aisatsu) en la que mantienen al menos un riguroso metro de distancia.
En fin.