A propósito del juicio sobre el conflicto de Iruña Veleia
Si yo fuera el juez de la vista en este caso me salvaría de compromisos indebidos anunciando: «Yo no puedo condenar ni absolver a nadie por el hecho de contravenir o aprobar unas teorías», «Necesito pruebas objetivas fehacientes sobre las acciones delictivas o, no siendo así, tengo que aplicar la regla in dubio pro reo».
Ha sido ya anunciado el próximo juicio contra los acusados en el proceso correspondiente al conflicto de Iruña Veleia iniciado en 2008.
A través de las percepciones que me llegan continuamente y sabiendo lo ya sabido, me atrevo a poner en tela juicio el fundamento legal del propio juicio para el tipo de juicio del que se trata en este caso.
De hecho, según mi humilde opinión, se ha violado ya la debida presunción de inocencia de los acusados que durante once largos años han sufrido directa e indirectamente y a través de los medios de difusión de toda índole el más grave de los castigos que puede aplicarse a personas y empresas de su profesión: la marginación, el desprestigio y como consecuencia directa la negación de los medios de subsistencia por su trabajo.
No tiene nadie porqué reprocharme el desconocimiento de los tejemanejes jurídicos legales, procedimentales y demás excusas para demoras de 11 años, que yo no entiendo, en perjuicio de una de las partes en este caso, pero por mucha ignorancia o ingenuidad que se me atribuya, puedo asegurar taxativamente que un tribunal de justicia está justamente para impartirla y no para marear la perdiz ni, por supuesto, para tomar partido antes de que se analice con la anuencia de ambas partes precisa y justamente lo que es preciso y justo analizar.
En los prolegómenos del ya anunciado juicio, no he podido ni podré seguramente examinar lo que el auto expone como acusación, pero sí he sido testigo continuado durante años de juicio y sentencia mediática muy clara e insistente por un acto de falsificación atribuido sin posible réplica al director de la excavación y entiendo que al juzgar a personas sólo se les puede juzgar en realidad por sus actos y esos tienen que ser empírica, objetiva e irrefutablemente probados, es decir, se tienen que dejar claras las atribuciones objetivas de: quién, qué (el acto mismo de falsificación en este caso), como, cuando, donde, con qué etc., sin considerar como pruebas los porqué, para qué, etc., de apreciaciones ajenas, que siempre serán especulativas mientras no exista un «quién» que las confiese consciente, libre y voluntariamente.
Con respecto a las reglas éticas y técnicas que rigen o deben regir la disciplina de Información y Comunicación, sea de contenido científico, lingüístico, histórico o de cualquier índole extrajudicial, ningún juez ni jurista de un bando o de otro ni mucho menos los medios de difusión tienen jurisdicción, ni mando, ni poder, ni licencia de inmiscusión y mucho menos de publicación de sentencia.
Los errores o aciertos de orden académico, científico, lingüístico, histórico, arqueológico, etc., deben ser resueltos mediante una investigación racional y pluridisciplinar desde las disciplinas en cuestión, para acercarse lo más posible a la verdad objetiva y las conclusiones no pueden ser dadas a luz sin el consentimiento consensuado pluridisciplinar correspondiente.
La parcialidad en la publicación y toda actuación basada en ella debiera de ser punible porque no es justa y es la justicia precisamente la que está en danza.
Este caso, que yo sepa, está todavía en la fase exclusivamente metafísica de teoría/contrateoría, tesis/contratesis, expertía contra expertía, prestigio contra prestigio, y así tiene que seguir y seguirá mientras ambas partes contrarias no lleguen a un consenso sobre una autoridad reconocida por ambas y un modo y sistema tecnológico aceptado y vinculante también para ambas, que sirva para llegar a la evidencia científica de datación de todos y cada uno de los componentes de las piezas en cuestión.
Una vez realizada y publicados los resultados independientes, darían lugar a dilucidar el resto de las cuestiones, siendo ese el único medio racional, científico y justo de hacerlo.
El no querer hacerlo de forma consensuada por ambas partes es, precisamente, un hecho indiciario de presunta culpabilidad partidaria.
Si, como me temo y parece previsible, ante la imposibilidad de probar las culpabilidades presentadas por la acusación mediante testigos presenciales con argumentación objetiva y fiable, cosa indispensable como elemento jurídico de condena, se da paso y continuación a cualquier tipo de testimonios sobre las tesis y contratesis, teorías y contrateorías, expertías contra expertías, prestigios contra prestigios como instrumentos válidos y vinculantes como probatorios o absolutorios de culpa, supondría que tanto la presidencia judicial como los juristas de ambos bandos estarían sobrepasando inadecuadamente sus atribuciones, tal vez por un corporativismo acostumbrado a judicializar cualquier problema, y metiéndose como intrusos donde nadie les llama ni debiera llamar.
Puedo dar fe de que algunos medios, desde luego, ya han traspasado ampliamente las líneas de la ética profesional en cuanto a este conflicto se refiere.
Si yo fuera el juez de la vista en este caso me salvaría de compromisos indebidos anunciando: «Yo no puedo condenar ni absolver a nadie por el hecho de contravenir o aprobar unas teorías», «Necesito pruebas objetivas fehacientes sobre las acciones delictivas o, no siendo así, tengo que aplicar la regla in dubio pro reo».
Y si, por el contrario, fuera yo la víctima de la acusación o acusaciones sobre la contravención de unas teorías o la posición positiva sobre las contrarias, desautorizaría y denunciaría esa intrusión de la presidencia judicial y de los juristas y reivindicaría mi propia capacidad de defenderme ante cualquiera en los aspectos que tocan a mis conocimientos y mi profesión, pero no bajo un tribunal judicial que no es, o no debiera ser para eso.
Consentir el debate científico sobre cualquiera de las disciplinas que intervienen en el caso en un juzgado y aceptar la subordinación a la autoridad de un juez para dirimir y sentenciar sobre él me parece un despropósito inadmisible y de grandísimo calibre, hágalo quien lo haga o consiéntalo quien lo consienta.