Agnotología
Me animé a hacer este artículo siguiendo hace unos días algunos de los pasajes de la investidura de Pedro Sánchez para el Gobierno hispano
Ambrose Bierce, que escribió un diccionario sobre el diablo, nos hubiera alegrado con una nueva lectura para definir esta palabra tan extraña que acude al título de este artículo: ‘‘Abecedario de la incultura’’. Mark Twain la hubiera definido con maestría y unas gotas de ironía, no tengo dudas: ‘‘Viaje a la tierra analfabeta’’. Y H. P. Lovecraft habría añadido unos pigmentos de terror, sobradamente humorístico: ‘‘Ahí abajo, en las tinieblas’’.
Dicen que la agnotología es una ciencia, cuyo vocablo viene de la contracción de las palabras griegas «agnosis» y «ontología». Tiene un recorrido reciente. Apenas un par de décadas. Aunque a la hora de explicar en qué consiste, creo que su vejez se pierde en calendarios ya amarillentos. No le habíamos puesto aún apellido preciso. Robert Proctor, profesor en la Universidad de Stanford, fue el inventor del neologismo, al que dio una definición: «el estudio de la política de la ignorancia». La ignorancia inducida como arma de poder.
Deberíamos abrir un apartado sobre esta moderna ciencia, para llenar de comentarios y letras tantas bestialidades, ignorancias supinas, que en mor de un objetivo político se dicen cada día, cada hora, cada minuto. Como si la ignorancia, atrevida a raudales en los tiempos que corren, fuera un valorar más al uso y la inteligencia un terreno para pringados, inventores con los pelos de punta y empollones universitarios.
Hay una producción estratégica y deliberada de la ignorancia, escribió Iain Boal, un historiador social irlandés. «Muera la inteligencia», dicen que le dijo el fascista y también militar Millán Astray a Miguel Unamuno. Y así ha sido durante décadas, extendiendo el manto de esa imbecilidad que da tanto juego y llena los bolsillos de demasiada gente, haciendo de nuestro país y el de nuestros vecinos, una estepa de insuficiencia intelectual. No quiero reivindicar, por el contrario, sabiduría en mis letras. Únicamente, sentido común.
Me animé a hacer este artículo siguiendo hace unos días algunos de los pasajes de la investidura de Pedro Sánchez para el Gobierno hispano. Me había quedado enganchado con un tipo de izquierdas, Jaume Asens, un buen orador que decía cosas interesantes. Diputado por Barcelona de En Comú Podem. Hasta que llegó a un punto en que lanzó un recuerdo a Ernest Lluch, «que trajo la sanidad pública a España». ¿En serio? No podía creerme lo que estaba oyendo.
Una falsedad como tantas otras que se oyeron en el hemiciclo. Esta, probablemente, una de las mayores y más dolorosa por proceder de un sector de izquierdas. La sanidad pública comenzó a gestarse en 1908, con la Segunda República española tomó impulso e incluso Franco mantuvo sus trazos. Lluch fue, entre otros cargos, ministro de Sanidad en una legislatura (1982-1986). No «trajo la sanidad pública a España».
No he leído críticas a esta frase. Y tampoco a otras. Cuando las meteduras de pata son antológicas, entonces es cuando las redes retumban. Pero no, como cabía esperar, aludiendo a la necedad del autor, sino riendo sus «gracias».
Hace ya algún tiempo, el líder popular Pablo Casado difundió un video de un supuesto enfrentamiento entre policías y manifestantes en Venezuela, añadiendo al mismo su crítica al régimen de Maduro. La farsa se desmontó de inmediato, el color de unos y otros, el estilo policial, el idioma del entorno… Se trataba, en realidad, de protestas en Kinsasha (Congo) contra una ley electoral. Casado se «lamentó» de su error trasladándolo a un amigo, el que le había enviado las imágenes. Y un diario madrileño de izquierdas, tituló que su «obsesión» era la causa de su «confusión». No era confusión, sino ignorancia.
Una ignorancia acostumbrada. Elevada a palabra apostólica. Es ese mismo Casado que después de dar un mitin en Bilbao, añadió que iba a Gipuzkoa, a Getxo. Volando un poco más lejos, aquel actor que convirtieron en presidente del estado más poderoso del planeta, llamado Ronald Reagan, brindó por Bolivia, en Brasilia, capital de Brasil para los menos duchos en geografía. Y en concatenación, un doctor en Ciencias Políticas llamado Iñigo Errejón apuntó más recientemente que Reagan cayó por la corrupción. El que lo hizo no fue el actor, sino Richard Nixon.
No es cuestión únicamente de geografía. La ignorancia, inducida o no, lo impregna todo. Ahí anda la caverna española descalificando los estudios de ADN, intachables desde el punto de vista científico, porque han demostrado que aquella «invasión» desde el norte de África que provocó «800 años de islamización» en la Península Ibérica no era sino una fábula más, como la de Don Pelayo, El Cid, el Capitán Trueno o Roberto Alcázar. La inteligencia si está con el poder tiene valor. De lo contrario, leña.
Ahí tuvimos a una ristra de presentadores y comentaristas políticos, incapaces de deletrear correctamente el apellido «Uribetxeberria» y yéndose al segundo del preso ya fallecido, Bolinaga. Como si el euskara fuera una lengua de signos. ¿Cómo no van a hacer uso de su ineptitud si hasta hace bien poco, la Real y Pulcra Academia de la Lengua española decía a propósito del «vascuence»: «Lo que está tan confuso y oscuro que no se puede entender»?
El elogio de la ignorancia se ha convertido en una declaración de intenciones. Los ignorantes hacen fe pública de sus aptitudes y se manifiestan con altivez y orgullo en todos esos programas que sacuden las televisiones plagadas de tertulianos que, con título o masters o sin él o ellos, agrandan su personalidad plana.
Nos quieren ignorantes para hacer penetrar sus productos políticos o consumistas. El conocimiento es más accesible que nunca, está más democratizado que antaño. Y, sin embargo, la ignorancia se expande a la velocidad de la luz, inducida por esos grupos, esas élites de poder cuya labor es crear confusión, difundir ideas como si fueran naturales y expandir su hegemonía. Porque, como apuntaba Robert Protcor, «existe una industria de creación de ignorancia». Y no hay que ir muy lejos para encontrarla.