Jonathan Martínez
Investigador en comunicación

Alarma de Estado

Cuando se impone el shock colectivo, gobierna el miedo y renunciamos a nuestros derechos más elementales

A alguno le parecerá prehistoria, pero ocurrió hace solo diez años. Es noviembre de 2010 y Aena ha sometido a los controladores aéreos a jornadas laborales que superan en duración lo estipulado en sus contratos. En menos de once meses, varios trabajadores aeronáuticos de Santiago de Compostela ya han cumplido sus compromisos anuales, de modo que dejan de acudir a sus puestos de trabajo. Algunos habían advertido esta anomalía meses atrás pero nadie quiso tomarlos en serio.

El 26 de noviembre, el Gobierno cierra el espacio aéreo de Galicia y el malestar se extiende entre controladores de otros aeropuertos. La polémica se reproduce en los medios mientras miles de ciudadanos preparan las maletas para el gran puente vacacional de la Constitución y la Inmaculada. Es 3 de diciembre por la tarde. El aeropuerto de Barajas presenta un caos de vuelos cancelados y pasajeros abatidos. A la noche, el desbarajuste afecta a todos los centros de control del Estado.

El Gobierno español, por entonces en manos del PSOE, tira de mano dura. Rubalcaba acusa a los controladores de haber organizado una «huelga salvaje» y los medios llevan la ocurrencia a sus portadas igual que un estribillo. Huelga salvaje. Huelga salvaje. Zapatero ordena al Ejército que tome el control y restablezca el tráfico aéreo a punta de pistola. La prensa crucifica a los controladores. Motín. Chantaje. En un Consejo de Ministros extraordinario, el presidente decreta el primer estado de alarma de la historia. La televisión aplaude a manos llenas. A la cruz con los felones.

Recuerdo que el episodio suscitó un debate espeluznante en los foros de izquierda. Muchas voces progresistas, diría que la mayoría, avalaron la decisión del Gobierno. Al fin y al cabo, los controladores habían sido caricaturizados como una especie de aristocracia obrera. Pijos desclasados dispuestos a arruinar el asueto de miles de currelas malpagados. Otros, en cambio, sostuvimos que el estado de alarma sentaba un precedente nefasto. Si permitíamos que sometieran por la fuerza a los controladores, estábamos autorizando lo que terminaría ocurriendo en plena crisis económica. Que otras reclamaciones más urgentes y precarias fueran sofocadas a hostia limpia por la policía.

Rubalcaba amenazó con aplicar el Código Penal Militar. La Fiscalía imputó un delito de sedición a más de 400 trabajadores aéreos entre los aplausos de júbilo de la bancada izquierda. El mismo delito de sedición iba a servir de pretexto nueve años después para encarcelar a los independentistas catalanes por haber convocado un referéndum. No quiero ser suspicaz, pero en plena disputa contra los controladores, Zapatero anunció un lote de recortes que afectaba al subsidio por desempleo y privatizaba un 30% de Loterías y el 49% de Aeropuertos Españoles.

El tiempo pasó y la mayoría de tribunales terciaron a favor de los controladores. Un juez de Santiago de Compostela dictaminó que Aena había incurrido en un abuso laboral y que el cierre del espacio aéreo solo era imputable a las autoridades aeroportuarias. Los juzgados de instrucción fueron archivando las causas. El tiempo ha demostrado que la escandalera de aquellos días, celebrada por el Gobierno y la prensa, sirvió para esconder una mala gestión pública y para silenciar el debate de los recortes y los derechos laborales bajo la mordaza del autoritarismo. Doctrina del shock de manual con la grada izquierda haciendo la ola.

Ha llegado el covid-19 y ha llegado el segundo estado de alarma, de nuevo con un presidente del PSOE en la Moncloa. Que hacen falta medidas excepcionales queda fuera de toda duda. A estas alturas de la pandemia todo el mundo ha comprendido la necesidad del confinamiento. Sin embargo, también hemos visto decisiones políticas cuestionables. Y una vez más, igual que en la crisis de controladores, aparece la adhesión entusiasta de un sector numeroso de la izquierda que no admite disidencias.

Dos semanas después del decreto del Gobierno seguimos preguntándonos por qué se ha suspendido la autoridad autonómica. Nos preguntamos por qué han dejado todos los cuerpos policiales en manos del ministro que miraba hacia otro lado mientras torturaban a ciudadanos vascos en las comisarías. Nos preguntamos a qué obedece el protagonismo de las Fuerzas Armadas en mitad de una crisis sanitaria. Por qué tenemos militares luciendo palmito en tareas civiles que ya desempeñan nuestros servidores públicos. Por qué demonios nos endosan cada mañana el parte militar de un Jemad que lleva la pechera petada de medallas, que fantasea con una guerra, que nos ve como soldados y que cree que los domingos son lunes.

Nos gustaría saber por qué no se han confinado los focos de contagio como se ha hecho en China. Por qué no se han paralizado los sectores económicos no esenciales como se ha hecho en Italia. Qué sentido tiene permanecer encerrados en nuestros hogares durante el fin de semana si el lunes por la mañana los autobuses y los pabellones industriales se llenan de trabajadores hacinados y condenados al contagio. Y sobre todo, nos preguntamos por qué es imposible formular estas dudas sin que arrecie un chaparrón indignado y un dedo acusador. Que si no es momento de críticas. Que si la unidad de todos los españoles.

Cuando se impone el shock colectivo, gobierna el miedo y renunciamos a nuestros derechos más elementales. Salimos al balcón a delatar al vecino. Jaleamos los abusos policiales. Y la clase dirigente aprovecha el desconcierto para colarnos su medicina. Las privatizaciones y los recortes durante la crisis de los controladores. Los mangoneos sauditas de los borbones durante la crisis del coronavirus. Todo ello aderezado con uniformes de camuflaje y un indiscutible fervor patriótico. Viva Felipe VI, primer soldado de España, que diría el Jemad. Curioso estado de alarma donde nos alarma un virus y nos alarma también el Estado.

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