Anorexia intelectual
Con el paso de la novela a la gran pantalla, la excusa para su recuperación está servida. Ha desfilado más de medio siglo desde que Gabriel García Márquez la escribiera y, sin embargo, en el año de la biogenética y el susto de la inteligencia artificial generativa que comparece, la creencia de Úrsula Iguarán parece vigente. Su marido José Arcadio Buendía era también primo próximo, por lo que los lazos de consanguinidad ponían en tela de juicio una descendencia benigna. Algunos antepasados, también con lazos familiares cercanos, habían tenido hijos con cola de cerdo. Los de Buendía, decía la madre de Úrsula, serían iguanas. Y así, durante años, la pasión amorosa de la pareja no tuvo final carnal, por esa angustiosa sospecha que de hacerlo concebirían una descendencia reptiliana. Hasta que una noche, José Arcadio y Úrsula aceptaron que serían padres de saurios y abrieron la espita, copularon como lo habían hecho durante milenios sus predecesores. Y para su sorpresa, cuando nacieron José y más tarde Aureliano, comprobaron que ni tenían cola de cerdo, ni escamas anchas como las iguanas. Todas sus partes eran humanas.
Hay otro libro, más antiguo aún, compuesto de relatos fantásticos propios de mentes modernas como Jorge Luis Borges o H. P. Lovecraft, cuyo autor parece ser que fue un pastor huido por un crimen horrible y casado con una tal Séfora. Vivió en esa época de transición entre el Bronce y el Hierro, y le apodaban con el apelativo de Moisés (Moshe) que quiere decir «sacado de las aguas». El libro, escrito en sus partes más antiguas en hebreo y arameo, nos arrancaba de las dudas sobre el origen de la humanidad. En el capítulo del Génesis se cuenta al detalle que en la primera jornada Dios creó el día y la noche, luego el mar, los ríos, los árboles, y así sucesivamente hasta llegar al hombre y la mujer, en el sexto día. Los libros de religión en la enseñanza concertada describen como aquel cosmos natural estuvo a punto de perecer, pero se salvó in extremis al refugiarse en un barco una pareja de cada especie animal, junto a una familia humana. Se guarecieron de una lluvia colosal durante 370 días, salvando a la humanidad y a la fauna. El currículo aprobado y avalado en 2015 por la Conferencia Episcopal española nos describe en este doctrinario estas historias y también la estancia de Jonás en las tripas de una ballena antes de alcanzar Nínive y a Sansón, hijo de una madre estéril, con una descomunal fuerza que residía en sus cabellos.
Historias similares a estas han recorrido el pasado y el presente de la humanidad. Con cierta lógica, por cierto. Sin redes wifi, sin telecomunicaciones, con el papel restringido a quienes habían dejado de ser analfabetos, las noches se hacían largas en el fondo de una cueva hace miles de años, frente al fuego del hogar más recientemente. La tradición oral, que sirvió también para ahondar en la circulación de la cultura y en la difusión tecnológica, nos hizo humanos en Sangri-La, Obaba, Macondo y Caramablú. De ahí surgieron asimismo Maeloch, Breogan, Aitor y Amaia. Adán y Eva. Fueron parte de un mundo fantástico pero también fanático. El húngaro Ignaz Semmelweis fue ingresado en un psiquiátrico por proponer que los microbios causaban enfermedades. Giordano Bruno fue quemado vivo en la hoguera por sostener que el sol era una estrella más en el firmamento. Hoy la referencia de aquellos pioneros, sin embargo, son Louis Pasteur o Stephen Hawking. Sabemos que hay un nonillón de microorganismos y que nuestro sol forma parte de una diminuta galaxia (un cuarto de billón de estrellas) que en unos pocos miles de millones de años chocará con su vecina, Andrómeda.
¿Desapareció realmente aquel mundo arcano y fanático? Hace bien poco, el ex candidato a lehendakari y ex ministro del Interior del Gobierno de Aznar se acogió a la enmienda sectaria y se ciscó en la ciencia. Para Jaime Mayor Oreja la evolución es una patraña. La arqueología, la historia, la ciencia, la biología, la física, la paleontología, la química... son supuestos saberes. La verdad está en los libros sagrados y en la alquimia. La Tierra fue creada en la noche anterior al domingo 23 de octubre del año 4004 antes de nuestra era.
El hecho no dejaría de ser anecdótico si descartáramos la identidad del portavoz de esa asamblea de majaras reunida en el frenopático, siguiendo la estela de la canción de Kortatu. Porque Mayor Oreja no fue un hechicero colmado de peyote. Fue el jefe supremo de las fuerzas policiales en nuestro país durante cinco años, con poder real. Sustituido por Mariano Rajoy, aquel del «me gustan los catalanes porque hacen cosas», antes de apalearlos en una consulta democrática. Jorge Fernández Díaz, que también fue ministro del Interior, concedió la medalla del Mérito Policial a la Virgen Santísima del Amor por compartir con la Policía los valores de «dedicación, desvelo, solidaridad y sacrificio». Los tres han tenido muchísimos galones.
La derecha siempre ha estado reñida con la cultura y la ciencia. El factor religioso fue importante, pero otros aspectos, entre ellos las relaciones de poder, que en la época colonial sirvieron para justificar decenas de holocaustos, también jalonan sus bases ideológicas. Se puede ser un ignorante, un zoquete y dirigir un país, una empresa. Ejemplos como los de Reagan, Trump, Milei, Bush hijo o los tres ministros del Interior citados, son paradigmas. A pesar de esa constante, el filósofo mexicano Fernando Buen Abad Domínguez escribía hace unas semanas que el nivel intelectual de la derecha es el más bajo de las últimas décadas: «Festejan con orgullo su miseria intelectual, patente e incontestable, en sus medios de comunicación, sus famélicos y falsificadores noticieros y en la «farándula mediática» que fomenta narrativas baratijas como si fuese un triunfo moral para despolitizar a las masas». Y a este llamado retroceso civilizatorio le ponía un nombre: «anorexia intelectual de la derecha». Tal cual, Mayor Oreja (a), «El anoréxico».