Antonio Alvarez-Solís
Periodista

Ay, la secretaría de Estado de la Santa Sede

Monseñor Parolini, este viejo cristiano y comunista en el Espíritu deseaba otra cosa de la secretaría de Estado ante el drama venezolano. Por ejemplo que usted, monseñor, recomendase a los alzados constituyentes el máximo respeto a la vida de todos.

Amargamente esperaba la nota con que la secretaría de Estado del Vaticano, dirigida por el antiguo nuncio en Caracas, monseñor Pietro Parolini, condena la postura del presidente Maduro tras una retórica llamada a la paz entre los contendientes. Leamos con lealtad cristiana este párrafo del cardenal Parolini: «La Santa Sede pide a todos los actores políticos, y en particular al Gobierno, que se asegure el pleno respeto de los derechos humanos y de las libertades fundamentales, como también de la vigente Constitución». Y solicita asimismo el cardenal, con toda determinación, que «se suspendan las iniciativas en curso como la nueva Constituyente, pues más que favorecer la reconciliación y la paz fomentan un clima de tensión y enfrentamiento e hipotecan el futuro».

Al mismo tiempo que se hacía este llamamiento tan doloroso de entender desde un verdadero cristianismo si se le proyecta sobre el fondo de la historia política y social de Venezuela, leía yo un informe sucinto y severo acerca de la personalidad de los líderes parapetados en el Congreso de los Diputados. ¡Santo Dios, que biografías para reflexionarlas al pie de las últimas y generosas encíclicas del Papa Francisco sobre los proletarios de Dios y la Iglesia de los pobres!

Ahí está un Leopoldo López, archimillonario ligado a la gran industria petrolera, hijo del Leopoldo López que firmó el manifiesto por el que se suspendían todas las garantías constitucionales en abril del 2002 a fin de facilitar el golpe de Estado contra el legítimo presidente de Venezuela Hugo Chávez.

Ahí está Henrique Capriles, de la familia del poderoso diario “Últimas Noticias” y propietaria de más de veinte empresas, que durante el golpe de 2002 lideró el asalto a la embajada de Cuba para capturar al vicepresidente del Gobierno de Chávez, Diosdado Cabello, que se había refugiado en la mencionada legación diplomática. Capriles fundó el partido ultraderechista “Tradición, familia y propiedad”.

Ahí está Antonio Ledezma, que fue un inolvidable conductor de la masacre contra las manifestaciones por la subida de precios e instauración de recortes de 1989, conocida por «el Caracazo», impuesta por el Fondo Monetario Internacional.

Ahí está María Corina Machado, la formada en la Universidad de Yale y a instancias de esta institución para constituir una red de líderes emergentes entregados al «entendimiento internacional», y tantos y tantos que, con el apoyo norteamericano, trataron ¡y tratan! de mantener en la más rancia explotación al pueblo venezolano, al que ahora prometen proteger frente al hambre y las privaciones las minorías poderosas que previamente plantearon esa situación.

Como cristiano siento el dolor que produce el duro viaje que conduce a muchos pueblos hasta la frontera de la liberación para ser traicionados al llegar al límite por los que se dedican a la piedad y al «acuerdo» de espalda a la justicia social. Como partidario de una economía de espíritu colectivista me irrita este juego cartomántico con los programas que se reclaman de vías para el progreso de las masas sin cederles el fruto de su trabajo. Yo me permito rememorar ante el cardenal Parolini el pasaje del joven rico que creía amar a Cristo: «Cuando salía Jesús al camino se le acercó uno corriendo… y le preguntó: ‘¿Qué haré para heredar la vida eterna?’ Y Jesús le contestó: ‘Ya sabes los mandamientos…’. Ël replicó: ‘Maestro, eso lo he cumplido desde mi juventud’… Jesús se quedó mirándole y le dijo: ‘Una cosa te falta. Vende lo que tienes, dáselo a los pobres… y luego ven y sígueme’. Ante estas palabras el joven frunció el ceño y se marchó porque era muy rico».

Líbreme Dios de andar de sacristán, ya que dispongo de otros textos no evangélicos, pero también muy atendibles, que no vienen al caso por tratar con eclesial, pero deseo formular alguna pregunta a Su Eminencia. La primera: ¿Por qué en su admonición invita a suspender la Constituyente por fomentar «un clima de tensión e hipotecar el futuro»? ¿Es que el futuro sólo medra serenamente con quienes huyen de la justicia social porque son muy ricos y un Estado con igualdad y justicia procedería a redistribuir esa riqueza? Sé que la pregunta es elemental, tan elemental, y lo digo salvando infinitas distancias, como el rotundo discurso del Galileo. Pero convendría responderla desde el elevado sitial que emplea el cardenal Parolini. El Papa Juan hablaba de estos asuntos ante un vasito de vino elaborado por su modesta familia campesina. El Papa actual habló de estos asuntos mientras oficiaba ante un altar improvisado sobre los restos de una vieja barca que había perdido a sus inmigrantes africanos ante la isla de Lampedusa mientras buscaban simplemente el pan de los pobres.

Monseñor Parolini, este viejo cristiano y comunista en el Espíritu deseaba otra cosa de la secretaría de Estado ante el drama venezolano. Por ejemplo que usted, monseñor, recomendase a los alzados constituyentes el máximo respeto a la vida de todos, de unos y de otros. De los «unos» que lo tienen todo y de los «otros», que normalmente tienen muy poca cosa. No me parece bien, eminencia, que Su Caridad amplíe aún más el ojo de la aguja para que pase el camello. No tengo por conveniente para la Santa Sede que la alarma surja únicamente cuando los que creen en otra forma de sociedad procedan con violencia triste y se presten, en algunos casos, a alianzas escasas de brillante contenido moral. Monseñor: hay que alarmarse a su debido tiempo para no alarmarse después. Todos somos ovejas del rebaño, pero irrita a la razón simple, de los que simples somos, que se clame con la firmeza política de Su Eminencia cuando corren riesgo las ovejas del vellocino de oro y no las destinadas a la esquila. Ahí se descompone el rebaño. Cuando uno no llega a tiempo no vale precipitarse. No vaya a ocurrir ahora en el episcopado de Venezuela lo que sucedió en la «Cruzada» de 1936 a la mayoría del episcopado español.

Soy el primero en admirar el sutil lenguaje, poblado no pocas veces de malicia, que suelen emplear los príncipes de la Iglesia. En cierta ocasión, cenando en la bella Costa Azurra, un monseñor me dijo, ante lo diabólico que contenía a mi entender lo que me comunicaba: «Tenga usted en cuenta que la Iglesia siempre acaba pactando con el diablo, pero cuando el diablo es viejo». La noche primaveral era espléndida y uno, que era aún joven, estaba esperando cualquier exquisitez. Pero los años pasan y la verdad se comprime cada vez en menos palabras, muy austeras, además. Ahora me gusta que me hablen sin revoleras de seda de la creciente grieta entre ricos y pobres, de los miserables empleos en que se consumen los tres cuartos de la humanidad, del desprecio con que se dirigen a nosotros los dueños de la finca, del hambre insatisfecha, de la enfermedad desatendida, del cambio de la sabiduría por unos saberes irrisorios. Estoy ya con un pie en el estribo y me apremia saber algo de lo que va a ser de los míos cuando yo esté ya en viaje. Mi preocupación no es arisca sino benévola y a ratos escasa de fuerza. Por ello mis palabras a los grandes –usted, monseñor, está entre ellos– quieren compensar esa dejadez, y se tornan correosas y en algunas ocasiones desgraciadamente desagradables.

En fin, como cristiano le he dicho, Eminencia, lo que me parecía necesario decir. Sé que estas palabras no hipotecarán mi futuro, ya que mi futuro es ya casi un pretérito imperfecto. Además este papel no llegará a usted, ni siquiera pasará la primera aduana. Me conformo con que llegue a mi alma, que la colocará en el anaquel correspondiente. Porque como dice el viejo trabalenguas «trajeron un papel/ tomolo Bartolo/ y dentro del protocolo/ colocolo».

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