Banalizacion, negación, tergiversación*
Las últimas semanas han sido testigo de diversas lecturas confrontadas sobre diferentes aspectos relacionados con la memoria de la mayor tragedia vivida en la historia contemporánea de Navarra: la sangrienta limpieza política ejecutada por el bando golpista a partir de julio de 1936 contra la República. Los más de tres mil asesinados en Navarra, en un 99 por ciento de partidos y sindicatos de izquierda, es una cifra terrible, pero lo es mucho más en números relativos, pues resulta que fue ejecutado uno de cada seis votantes masculinos al Frente Popular. La cifra más alta del Estado. Y ello sin que existiera frente de guerra, sino retaguardia bajo control de los golpistas desde el minuto uno. Que en Álava, con un ecosistema político similar y donde también imperó el bando de Mola, el número de asesinados, y su proporción, fuese muchísimo menor, denota la especial virulencia de la represión en Navarra. Sin olvidar otros aspectos, como el elevadísimo número de encarcelamientos.
En la polémica sobre los contenidos del museo del carlismo de Estella subyacen las diferentes valoraciones en el presente de lo sucedido en 1936, situación idéntica a la polémica sobre el monumento a «los Caídos». Ambas están mucho más entrecruzadas de lo que se pueda pensar a primera vista, pues se sostienen en los mismos propósitos del franquismo en el que ambos proyectos se sustentan. Dice uno de estos propagandistas exculpatorios que nada tienen que ver, y pone como prueba que no ha existido ningún pronunciamiento del Partido Carlista o de sus militantes sobre los Caídos. Cuando es, precisamente, ese silencio calculado el que los pone en evidencia.
No incluyen lo relativo a aquella limpieza política en los contenidos expositivos del citado museo, y coinciden con uno de los fines esenciales perseguidos por el monumento a los Caídos: negar, eliminar y borrar la memoria de lo acaecido desde el derecho de las víctimas y sus familiares, y de lo que establecen las Leyes de Memoria.
Propósito que resulta coherente con el proyecto de mantener los Caídos como espacio cultural, sin ninguna alusión a lo acaecido en 1936-1939, que proponen un conjunto de firmas, apoyados por el periódico de Garcilaso, mayoritariamente relacionadas con la derecha regionalista, algunos de ellos con familiares notoriamente ubicados entonces. Llama la atención que en su manifiesto utilicen la palabra «reconciliación» cuando en el mismo no consideran ni los asesinatos cometidos, ni los cientos de desaparecidos hoy en cunetas, ni el significado insultante que el monumento tiene para las víctimas. Su «Museo de la Ciudad» obvia las obligaciones que marcan las leyes sobre «verdad, justicia y reparación».
Los carlistas niegan, o relativizan con descaro, la participación de los suyos en los crímenes cometidos, basándose en relatos escapistas y negacionistas difundidos en publicaciones que se encargan de presentar con la vitola «académica», la misma que, ¡casualidad!, utilizan en el Parlamento bancadas enfrentadas. Un relato que se empeña en no mencionar la dimensión numérica de lo sucedido y en excluir numerosos testimonios y documentos incriminatorios del papel activo de los requetés. Documentación que ignoran con la mayor desvergüenza, dando por bueno que no fue expurgada la raquítica que dejaron de la Junta Central Carlista de Guerra de Navarra. Argucia falaz si pensamos, por ejemplo, que el secretario de la Junta sería después secretario de la Diputación Foral durante la mayor parte del franquismo.
Para nada se habla de las estrechísimas relaciones de aquella Junta Central con Mola y con las élites económicas navarras; de la labor de Marcelino Ulíbarri, miembro de la misma y auténtico experto en la eliminación de los desafectos; de la colaboración de numerosos requetés en tareas represoras cotidianas; y de la actuación de los escuadrones de la muerte conducidos por Ezcurra, Santesteban y Munárriz. Incluso alguno, con lenguaje de matón, ha justificado que en Navarra hubo tantos muertos «porque había una guerra y ‘a río revuelto ganancia de pescadores’», porque «una guerra revuelve mucho» (¿!). Como si la represión en Navarra no hubiese sido desde el inicio una sangrienta purga ejemplarizante. Un rebuzno chulesco que no esconde lo que sus correligionarios con triquiñuelas exculpatorias. Al fin y al cabo, son argumentos que coinciden con los que en P’alante expone la Hermandad carlista de Caballeros Voluntarios de la Cruz. Todos salen de la misma cripta. Esa que Carlos Hugo visitaba para depositar flores en la tumba del antifranquista Mola.
Una de las excusas para relativizar la presencia de los requetés entre los victimarios es que allí donde había mayoría política carlista hubo menos asesinados. Pero en esas zonas no hubo asesinados, o en menor número, porque apenas había población desafecta por asesinar. Lo terrible es que, incluso, en pueblos en los que existían unos pocos votantes al Frente Popular, también hubo víctimas entre ellos. Además, carlistas procedentes de dichas zonas se trasladaron a otras donde actuaron en labores represivas. Escuadrones de la muerte requetés derivados del Tercio Móvil participaron en sacas autónomas, actuaron concertadamente con los falangistas en sacas mayores como la de Valcardera y protagonizaron en exclusiva la mayor de ellas, la de Tafalla, sustanciada en Monreal.
Igualmente, se repite la idea de que el carlismo fue ¡un movimiento socialista y nacionalista avant la lettre! Pero entre los principios fundamentales de los políticos carlistas nunca estuvo defender la creación de nuevos marcos político institucionales tendentes hacia el autogobierno, a fin de cuentas su monarquía aspiraba al mismo trono español. Y sobre el supuesto socialismo, durante todo el primer tercio del siglo XX impulsaron un sindicalismo opuesto al sindicalismo de clase, refugiados en el cooperativismo clerical de las Cajas Rurales Católicas. Un ciclo que cristalizaría en el 36 masacrando socialistas, anarquistas, republicanos…
Hacer creer que los carlistas eran la conciencia nacionalista del XIX es una cínica ocurrencia que encaja muy mal con su boicot al estatuto común de 1932, y con su cruel entrada en Gipuzkoa, donde asesinaron nacionalistas a mansalva.
Les vendría bien salir de la eterna endogamia textual en que viven y leer alguna voz crítica, por ejemplo, la del historiador Jordi Canal, y aceptar que, en el fondo más superficial, el carlismo nunca fue una buena solución de nada. Y que hoy, dicho sea de pasada, son nada.
*A este artículo da respuesta Josep Miralles en su artículo Desprecian cuanto ignoran (Aclaraciones a un artículo del Ateneo Basilio Lacort). Leyéndolo el lector sabrá mejor cuál es el contexto del debate.