Bípedos
Estoy convencido de que el drama personal de aquel hombre era aquella rutina de calzarse un único zapato cada mañana, encontrarse con ese par viudo sobre la alfombra; los segundos que dedicaba a atarse los cordones, los minutos que invertía dándole betún.
No entiendo por qué me preocupaba por ese detalle. Lo del zapato de Olegario quiero decir. Mejor dicho, lo que Olegario, que perdió una pierna en el frente de Teruel, hiciera con el zapato izquierdo cada vez que compraba un nuevo par.
Me impresionaba mucho aquel anciano que se movía por el barrio con una muleta de madera, la pernera izquierda del pantalón recogida hasta medio muslo y su único zapato… Yo, que era aún un niño, sabía lo que mágicamente ocurría con las lagartijas que perdían el rabo y confiaba en que Olegario, que me regalaba los azucarillos del café, estuviera también, progresivamente, recobrando aquella extremidad y que más pronto que tarde volviera a ser bípedo como todos nosotros.
Estoy convencido de que el drama personal de aquel hombre era aquella rutina de calzarse un único zapato cada mañana, encontrarse con ese par viudo sobre la alfombra; los segundos que dedicaba a atarse los cordones, los minutos que invertía dándole betún.
Me desconcierta ese punto de vista, ese prisma sorprendente desde el que contemplamos la vida durante la infancia; ese ángulo que vamos perdiendo con los años.
Me viene todo esto a la cabeza tras tropezar con un blog –también insólito– sobre diversidad funcional en eldiario.es. Se trata de "De retrones y de hombres", una sección dirigida en este momento por Nuria del Saz y Mariano Cuesta que saben, por experiencia, de lo que hablan. Llama la atención, para empezar, ese guiño que le hacen con su nombre a la novela de Steinbeck: «No nos gusta la palabra ‘discapacitado’. Preferimos ‘retrón’, que recuerda a retarded en inglés, o a ‘retroceder’. La elegimos para hacer énfasis en que nos importa más que nos den lo que nos deben que el nombre con el que nos llamen».
En ese cuaderno digital abordan, con dignidad y sin pelos en la lengua, lo que supone vivir con discapacidad. En lugar de autocomplacencia le ponen carácter, mala hostia; van más allá del tópico de la superación o de las pruebas que nos manda el Cielo. Y lo mejor es que Nuria y Mariano, como se puede ver en su bitácora, le dan a todo: al TDAH, a la ceguera, a la bipolaridad, a la accesibilidad, al suicidio, a que el mar para algunos puede resultar inalcanzable, a la inclusividad, al autismo, a que para quien se mueve en silla eléctrica lo del precio de la luz no tiene nombre.
Comparto con ellos que la mayor parte de los enfoques sobre este tema son tremendamente paternalistas y, metiéndome en su piel, producen (por exceso de jabón) dermatitis y alergia. Recordemos, sin ir más lejos el cortometraje «El circo de la mariposa» de Joshua Weigel, que tiene como protagonista a Nick Vujicic (en la vida real un predicador y orador motivacional australiano, con síndrome de tetra amelia) o cualquiera de los libros de Albert Espinosa. Ufff… no puedo con ellos.
Sí, si me dan a escoger prefiero la sinceridad de "Cómo explicarte el mundo, Cris" de Andrés Aberasturi, la naturalidad, la frescura de "El mundo sobre ruedas" de Albert Casals, el coraje de la autobiografía de Christy Brown. Y especialmente el humor y las ganas de llamar a las cosas por su nombre de "Querer es poder (a veces)" de Raúl Gay. Raúl es un «retrón» con una enfermedad rara conocida como focomelia o «síndrome de Roberts» que le ha privado de extremidades: «nací con los tobillos tocándome los huevos». –Cuenta cosas sobre su discapacidad que otros no–; las cuenta como el que quita la cabeza a un pollo. Sin que le tiemble la mano: levanta un machete, lo baja, zas –dice Pedro Simón tras entrevistarle para el suplemento "Papel"–.
«Me resulta imprescindible ajustar los ritmos intestinales a los horarios de las personas que van a ayudarme. Cago cuando puedo, no cuando quiero, casi como un perro». Quizá a más de uno su tono le parezca descarnado e irreverente pero es que con el tema de la discapacidad no hemos –tampoco en la escuela– dejado hablar a sus protagonistas. Hemos sido nosotros los que hemos hecho un relato piadoso y, lo peor de todo, cargado de conmiseración, sin escucharles.
¿Qué carajo haría Olegario San José con el par sobrante? –me preguntaba. Había días, también noches, en que los imaginaba impecables y ordenados en un armario; había noches, también días, en que abrigaba la sospecha de que en la zapatería le hacían descuento, que de hecho había zapaterías para cojos donde el calzado se vendía por unidades, zapaterías donde ponían en contacto a los cojos que compartían número. Quizá Olegario delegaba en el dependiente la ingrata tarea de deshacerse de aquel incómodo objeto, de aquella prueba fehaciente de que no era bípedo.
Quizá incluso el bueno de Olegario bromeara «el derecho, joven, perfecto pero el izquierdo me aprieta un poco a la altura del empeine».
Quizá nadie le preguntara.
No, lo de sus calcetines no era lo mismo.
En fin.