Jonathan Martínez
Investigador en Comunicación

«Blitzkrieg»

Era 1916 en las trincheras del Somme, en el fragor de la Gran Guerra, en el largo cordón divisorio que los soldados alemanes defendían con ráfagas mortales frente a las tropas británicas y francesas. En los albores del verano, los hombres de la Commonwealth habían caído como moscas bajo las ametralladoras y toda la región era un erial de sangre y barro. Hasta que en septiembre llegaron los tanques. En Flers, los alemanes vieron por primera vez el avance de los vehículos acorazados, bestias mitológicas que arrasaban alambradas y franqueaban trincheras a la vez que repelían sin inmutarse los disparos enemigos.

Muchos años después, un combatiente llamado Werner Scholtz aún recordaba con espanto los carros de combate. Los llamaban coches del diablo. Eran lentos y rodaban envueltos en nubes de polvo. Los fusileros del Reich los asediaban con balas inútiles que morían entre chisporroteos sobre el metal blindado. Algunos alemanes retrocedieron hacia la retaguardia. Otros se rindieron o se entregaron al choque suicida. Dice el historiador Bryan Perrett que los tanques de la Commonwealth no causaron demasiadas bajas pero indujeron un estado de terror en las filas adversarias. Los alemanes perdieron la voluntad de luchar. Era la semilla de lo que después se llamaría blitzkrieg.

Hoy llamamos blitzkrieg o guerra relampago a la estrategia de la sorpresa, al ataque desprevenido que desconcierta al contrincante y le impide consolidar sus posiciones. El objetivo es la victoria inmediata. El pánico. La desbandada. Se habló de blitzkrieg en los primeros compases de la Segunda Guerra Mundial, cuando los ejércitos de Hitler asaltaron de improviso los dominios de Polonia. El general Heinz Guderian, que se labró una pomposa reputación de estratega, abogaba por mantener las tropas en circulación permanente. Así es como conseguía sofocar toda opción de contragolpe. «Solo el movimiento trae la victoria».

En los laboratorios de Defensa de Estados Unidos, Harlan K. Ullman y James P. Wade definieron en 1996 la doctrina del shock y pavor como una artimaña ofensiva basada en aplicar una fuerza veloz y abrumadora sobre el adversario. Se trataba de manipular la percepción de la realidad, hacer creer al rival que no existen refugios seguros, que cualquiera, hasta el último de sus simpatizantes, podría encajar un golpe repentino y sin clemencia. Es el espíritu del blitzkrieg. Hubo shock y pavor, por ejemplo, en la invasión de Iraq de 2003. Dicen Ullman y Wade que el efecto equivale a encender y apagar las luces, una técnica que conoció sus últimos extremos en el torturadero de Abu Ghraib.

Toda doctrina militar encuentra su correlato en el ámbito comunicativo. En algunas ocasiones, abusando de la metáfora, se ha llamado guerra de guerrillas a la pelea descentralizada de las redes sociales. Igual que combatientes emboscados en la sierra, los militantes de tal o cual causa se echan al hombro el teclado y distribuyen sus consignas, difunden sus convocatorias, protestan, acusan, desaprueban. El paralelismo es apetitoso pero problemático. Es verdad que la comunicación se ha vuelto cada vez más fragmentaria, pero también es cierto que el capital y el poder mediático se concentran cada vez en menos manos.

Si se me permite abusar una vez más de las metáforas, diría que el blitzkrieg es la estrategia informativa dominante. O si se prefiere, la doctrina del shock y pavor. Aquí el poder político y mediático no persigue tanto una victoria tajante como un desconcierto perpetuo. Tormentas periodísticas que se encienden como un bidón de gasolina y se extinguen en pocas horas. Controversias postizas. Estímulos sin fin. Ataques por tierra, mar y aire con un flujo incesante de titulares. Todas las noticias que hoy nos parecen trascendentales y apocalípticas, mañana perderán para siempre su sentido. Nuestra atención se dispersa. Lo novedoso se vuelve arcaico de inmediato.

Hace apenas dos semanas, tras la manifestación de Sare en Bilbao, los artificieros de la guerra relámpago la tomaron con Itziar Ituño. Fue una embestida rápida, en tropel y a través de varios frentes: lobbies conservadores, patrocinadores, libelos digitales, bravucones cibernéticos, una jauría hambrienta y excitada por el olor de la sangre. Después, la turba se disolvió sin dejar apenas huella. De hecho, la mayoría de las cabeceras ya habrían olvidado el caso si la actriz no hubiera publicado el otro día una nota de agradecimiento dirigida a todas las personas que la han respaldado. Un blitzkrieg mediático de museo.

Unos días después, cuando aún nos organizábamos para defender a Ituño, los cañones apuntaron a otro frente. La dramaturga María Goiricelaya estrenaba la obra "Altsasu" en Madrid y los energúmenos de Vox se abalanzaron sobre su yugular. Ahora nos parece una reacción marginal de unos pocos exaltados, pero "Altsasu" no solo es una pieza de ficción sino, sobre todo, una cacería real alentada por una amplia alianza política, policial, judicial y mediática. Otro blitzkrieg de libro destinado a prolongar la sombra de ETA y estirar la definición de terrorismo hasta el límite de la desvergüenza. Los mismos que hoy deploran a Ituño encendieron en 2016 las antorchas en Altsasu.

De este blitzkrieg infinito hemos extraído varias lecciones. Que los inquisidores nos quieren siempre a la defensiva, bailando al son de la música que ellos componen, dando tumbos sin ton ni son como una bola de pinball. Por eso sincronizan sus discursos y ofrecen una imagen de unanimidad. Para hacernos creer que son más. Para hacernos creer que somos menos. Para marear la perdiz y arrancarnos el deseo de seguir luchando. Han aprendido poco. No saben que después de la tormenta la hierba crece más fuerte.

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