Antonio Alvarez-Solís
Periodista

Canarias y el capitalismo

«No hay responsabilidad posible y efectiva sin posesión del poder soberano. Asumido ya ese poder, el autogobierno de los liberados exige una energía recrecida tanto de cara a la nueva situación internacional como al mantenimiento del entusiasmo popular, ya que la batalla para lograr la independencia no acaba con su proclamación. Su parte más ardua es la que empieza entonces. Del sueño a la realidad hay el hombre distinto.»

Poco antes de que los canarios se echaran a la calle para defender su vida ante la amenaza de una explotación petrolífera submarina que pondría en peligro su pacífica, sostenible y popular forma de existencia, “Vecinos Unidos de Canarias” habían solicitado ya que las islas fuesen inscritas en las Naciones Unidas como territorio autónomo por descolonizar. A esta demanda se unieron las  “Asociaciones de Vecinos Independientes del archipiélago”. Ambas entidades concluyeron que Canarias «es una colonia de España», que actúa «como potencia administradora», de lo que cabe deducir que las decisiones de Madrid buscan un beneficio que no tiene por centro la vida de las sugestivas tierras isleñas.


Estos vecinos de Canarias alegan a favor de su demanda que Canarias ya estaba habitada mil años antes de Cristo por una población de origen bereber y que fue objeto de conquista armada en el siglo XV por dos personajes  conocidos por sus desmanes: Gadifer de la Salle y el caballero normando Jehan de Bethencourt, al que definieron como «pirata, ladrón y estafador envuelto en numerosos procedimientos judiciales».
Por lo visto estos «cruzados», en compañía de su tropa española, hicieron el agosto con los «lotes de esclavos blancos» o guanches, que vendían en los mercados de Sevilla y de Valencia.


Pero estas historias resultan muy desgastadas por el tiempo, lo que ha llevado a los independentistas a cargar el acento en el escándalo moral que supone el que sus habitantes no tengan pleno poder sobre sus disponibilidades presentes o expectantes, perjudiciales o benéficas como es, por ejemplo, el petróleo submarino. Se quejan también los canarios de ser víctimas de una exacción por parte de la hacienda española que está entre los cuatro mil y cinco mil millones de euros anuales. La explotación económica ha entrañado siempre uno de los más dolorosos agravios que sufren muchas naciones por parte del capitalismo metropolitano. La reclamación canaria de independencia desnuda una vez más el fracaso de la globalización.
Este enfrentamiento a la política dominante revela también como inconsistente ese discurso de los dirigentes políticos que hablan de delirios grupusculares generadores de «falsas expectativas» frente a la ideología universal que predica una mayor integración de las naciones en áreas cada vez más extensas y exteriormente dominadas.


Lo que anuncia con más rotundo vigor el final del capitalismo es esta serie de afloraciones independentistas. Frente al imperialismo que comanda la globalización se multiplican los proyectos para devolver a los pueblos su propio ser al par que los emplaza para otro tipo de relaciones internas y externas.


Acerca de la globalización escribe Pierre Bourdieu, profesor de sociología en el Collège de France, en su último libro (“Contrafuegos.-Por un movimiento social europeo”): «La unificación y la integración, en lugar de llevar, como podría creerse, a un proceso de homogenización, implican una concentración de poder que puede llegar a la monopolización y, por la misma razón, a la desposesión de una parte de la población así integrada». Y prosigue Bourdieu: «Una de las manifestaciones más indiscutibles de las relaciones de fuerza que se establecen en el campo económico mundial es, sin duda, la asimetría y la lógica del doble rasero (dos pesos, dos medidas) que hacen que los dominadores, y sobre todo los Estados Unidos, puedan recurrir al proteccionismo y las subvenciones que prohíben a los países en vías de desarrollo».


Frente a este imperialismo, que además se consume en su propia hoguera, la única defensa consiste en desmontar el centralismo de los estados-nación mediante el reconocimiento de la soberanía en los pueblos histórica y socialmente conservados. Una vez libres, las convenciones de mercado y culturales entre estos pueblos han de ser salvaguardadas, sin reparo alguno, por las consiguientes legislaciones y prácticas proteccionistas y antimonopolio a fin de que, en el marco de un justo derecho internacional, libertades como las de comercio y comunicación se desenvuelvan entre agentes con el mismo peso real. Evidentemente la primera liberación para estos pueblos ahora oprimidos ha de consistir en la rotura de la red que les aprisiona en el seno de los citados estados nacionales, que no son otra cosa que escalones para que unas minorías dirigentes puedan asociarse estrechamente en la cumbre imperialista.


Esto, digamos de paso, lleva a desconfiar de los nacionalismos que defienden una extraña  cohesión con los estados dominantes, con lo que esterilizan la necesaria economía y política de cercanía, solo posible mediante un poder propio en el ámbito doméstico.


Ante esta opresión de los pueblos nadie puede negar que hay dos Europas: la que trabaja en la cumbre del internacionalismo de minorías y la Europa que padece, pero empieza a desperezarse. Una Europa, controlada por un duro institucionalismo globalizador y una Europa que repudia la represión respecto a su auténtica realidad nacional. En España, el Sr. Rajoy representa, con valor de súbdito deferente, la Europa imperialista. En Francia y Gran Bretaña sucede lo mismo con sus dirigentes. El norte asiste a un deterioro creciente de sus tradicionales valores comunitarios. Y el sur se debate en una anarquía que pretende ser libertad y que muchas veces queda en un puro movimiento de indignación sin ningún compromiso de continuidad revolucionaria. Pero el horizonte de esperanza para la libertad y una vida digna se divisa ya en Escocia, Euskal Herria, Catalunya, Córcega…


El problema más arduo que deben abordar estos movimientos independentistas es la integración de las capas tecnológicas, universitarias e informativas en esta batalla popular. La vieja tradición endogámica que las condiciona es aún muy poderosa. La renuncia a un status elevado a fin de servir a las masas sigue siendo complicada en una notable parte de esas capas. Y esas capas son muy necesarias para el diseño de vanguardias.


El capitalismo y, sobre todo, el neocapitalismo, ha construido una estructura de prestigio muy eficaz con la colaboración de las capas citadas, que son las que garantizan al poder el respeto de un sector muy poblado de las masas. La derecha ha absorbido mayoritariamente a las tres capas citadas. En cuanto a la llamada izquierda se limita a un vago progresismo verbal revestido por un temor muy intenso al Sistema posible. En el horizonte sólo se divisa el nacionalismo independentista como levadura de una sociedad popular. Un nacionalismo que engendre un ambicioso humanismo colectivista.


Como escribe Albert Heuvel «dejemos que sigan viviendo en la antigua estructura los que se sientan satisfechos en ella, pero no les dejemos que impidan realizar a los demás su vocación en el mundo de hoy». La batalla será dura y prolongada, ya que como apunta Sweezy «las tendencias que surgen, aunque en un futuro lleguen a ser predominantes, tienen un comienzo insignificante (en términos de volumen) y pueden, por ello, ser ignoradas o menospreciadas por quienes hayan decidido de antemano ignorarlas o menospreciarlas». Con todo, en una época en que se reclama constantemente la autorresponsabilidad nada resulta tan adecuado para lograrla como el ejercicio de la independencia. No hay responsabilidad posible y efectiva sin posesión del poder soberano.


Asumido ya ese poder, el autogobierno de los liberados exige una energía recrecida tanto de cara a la nueva situación internacional como al mantenimiento del entusiasmo popular, ya que la batalla para lograr la independencia no acaba con su proclamación.


Su parte más ardua es la que empieza entonces. Del sueño a la realidad hay el hombre distinto.

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