Carta al señor Junqueras
Creo, señor Junqueras, que las generaciones que ahora triscan ya por ahí vivirán un mundo en el que habrán de aportar mucho trabajo y mucha alegría para consolidar sus cimientos.
Mi querido y respetado vicepresident, pues por tal le tengo mientras el Parlament de Catalunya, mi parlamento, le considere en el cargo. Los ancianos vemos cada vez con más claridad a medida que los ojos van encegueciendo. Aprovechamos esta rara virtud para ampliar el día que late en el fondo de la noche. En varias de esas noches cortas de sueño, pero fructuosas de información y pensamiento, leía con los ojos muy abiertos unas páginas más acerca de la historia política de las naciones y me repetí la misma conclusión con la que vivo hace ya muchos años, esto es, que la libertad se genera en el dolor. No se trata, me apresuro a aclarar, que al manifestar lo anterior participe de toda esa retórica farfullante esparcida en torno al sacrificio. El sacrificio hay que administrarlo cuidadosamente para que no nos lleve al agotamiento o a la vanidad. Usted, como cristiano de bien, comprenderá a este otro cristiano de esquerra en lo que realmente quiere decir. Se trata de un dolor que alza el ánimo, que es lo que necesita Catalunya en estos momentos. En la teología de las emociones se describe ese dolor sofrito con alegría al que me refiero en toda su extensión y profundidad. Yo no estoy en la cárcel como usted, pero no crea que mi espíritu está libre ni como cristiano ni como comunista en la acepción que doy a esta palabra, o sea, de libertad, igualdad y fraternidad; de bien común en el reparto del trabajo y de su recompensa. Lo de Marx en torno a lo material –la riqueza de los pocos, la plusvalía de los ricos, la explotación de los trabajadores y otros robos con violencia…–, lo tengo claro, y lo de Cristo en torno al espíritu y la obligación de lucha hombro con hombro con nuestros hermanos que sufren, lo tengo más claro aún. Usted ya sabe… Hay que ganar la Cruz al enfrentarse con la chatarra de las condecoraciones.
Repasando, como le dije, la historia mundial de la libertad, me he reafirmado más aún en lo que me conduce desde la juventud repleta de anhelos de «otra cosa»: que la libertad es cara en términos de existencia cotidiana y barata por lo que se compra con ella. Hablo de caro y barato porque ya sabe cómo somos los catalanes de la Catalunya profunda y yo me considero tal por muchos motivos. Los catalanes aman el dinero porque lo emplean para hacer cosas, entre ellas las ideas. Esto lo practican a su manera hasta los catalanes del sistema capitalista, que tienen lo suyo. Ante todo digamos con claridad. Pero con esos catalanes cosmopolitas deberemos hablar seriamente en el marco de la República, cuando la República alce bandera, a fin de que no se cuele por las ranuras del liberado mundo catalán el brillo de ninguna monarquía. Digo «deberemos» a sabiendas de que habrán de hacerlo usted y los suyos, ya que yo me habré liberado definitivamente de los significativos dispositivos textiles que me facilita la Seguridad Social para contener mi incontinencia. A donde voy a ir no existen los problemas urológicos ni el Fomento del Trabajo Nacional.
Deseaba hace tiempo escribirle esta carta –ojalá le llegue– para animarle desde mi lectura de "El Capital" y también desde el Evangelio que ha iluminado para su humana comprensión la teología de las emociones. Las dos cosas me han llevado a un exilio profesional en el que solamente puedo beber las aguas salutíferas de GARA que, junto a otros periódicos, muy pocos, me abren todo los días la ventana para que mi alma de gorrión se eche al coleto un poco de alpiste. Pues desde mi árbol vaya a usted el aliento que aún me queda. Le repito que esta carta está redactada en plena noche de luna llena que, como usted sabe, hace aullar noble y estremecedoramente a los lobos. Se trata de una misteriosa y ejemplar historia. La luna altiva cayó a la tierra, se enredó en un árbol y la liberó un lobo con el que se puso a jugar. Pero la luna robó su sombra al lobo y huyó con ella. Por eso los lobos le aúllan en plenilunio a fin de que se la devuelvan. Esta historia, contada por un catalán, tiene su trascendencia.
Creo, señor Junqueras, que las generaciones que ahora triscan ya por ahí vivirán un mundo en el que habrán de aportar mucho trabajo y mucha alegría para consolidar sus cimientos. Pero esta labor no se puede realizar revoloteando por globalizaciones y otras trampas para incautos, sino sobre el propio suelo nacional, ya que, pese a todo lo que digan los globalizadores y otros sospechosos de asalto y fraude, la libertad cierta sólo cabe en una política de espacio reducido y, por tanto, de poder dominable por el pueblo. Eso no impedirá el progreso, ni mucho menos, porque habrá que practicar al mismo tiempo la justicia distributiva desde un universalismo moral que nos una en una cadena honesta de mutua convivencia. Hay que cambiar la diluyente extensión por la cálida profundidad ¿Sueños de viejo? Pues quizá sí, pero me animan a tenerlos una serie de ilustrados y honrados sabedores de vida que manejan la ciencia económica, la cultura creativa y el concepto del bienestar con una modesta cuchara y no con un cuchillo y un agresivo tenedor de plata. Insisto en el hecho de lo nacional como plataforma para el desarrollo humano en todos los sentidos porque la vida sólo es válida hasta el horizonte que alcanza nuestra visión y nuestro cuidado. Insisto, se trata de un ejercicio de acción política en el marco de realidades ancladas en lo étnico, en el propio lenguaje y la clara visión del entorno. La fuerza de Roma fue poderosa mientras se mantuvo como república en manos de la ciudadanía que habitaba las siete colinas. Fueron los días del gran Cicerón y del entorno latino que consagró este lema honorable: «La libertad se encuentra más allá de todo precio». ¿Pues qué hay más elevado que la libertad que hace digno a quien la posee y la comparte? Después Roma se transformó en un imperio confuso y violento –¡cómo no!– desde cuya cumbre un emperador hizo cónsul a su caballo. Allí culminó el largo declive de una sociedad ya sin alma y el más cruel endurecimiento con los esclavos, como símbolo notable del despotismo. La lectura del gran Mommsen lo certifica cuando llegados los tiempos de la «grandeza» imperial romana escribe sobre ella: «El desocupado aristócrata rivalizaba en holgazanería con el proletario: el uno se acostaba en el suelo; el otro estaba hasta muy entrado el día sumergido en su colchón de plumas». Ahora basta con cambiar idealmente algunas denominaciones, como «aristócratas» y «holgazanería» por «inversores» y «parados» para ver reproducido hoy el panorama que está culminando en la «rapa das bestas», como dicen y celebran los gallegos. Pero vaya a usted a convencer de esa lectura y la meditación correspondiente a los que globalmente «gobiernan» el magma en que nos vemos sumergidos.
Desde esta culminación de la miseria moral que quiebra a España, mi lugar de nacimiento, le escribo a usted, mi querido Junqueras, estas líneas pesarosas que quieren ser muestra de una profunda adhesión en el camino de la libertad que han emprendido los catalanes. Una libertad que espero se multiplique en la destruida Europa. Con un fuerte abrazo.