Chiquita ganar
Sin derecho a decidir, dentro de 40 años, debatiremos acerca del incumplimiento del estatuto del 2020. Déjà vu del futuro.
Partida perder. El juego es la vida, o su metáfora. En el mus a veces se gana con un órdago, y, en ocasiones, es preferible jugar piedra a piedra. Se puede ir de farol o con buenas cartas, pero no es una buena opción especular con manos pobres, sin recorrido más allá de lo táctico. Y es que jugando «a pequeña» no hay rédito en el resto de los lances: ni grande, ni pares, ni juego, ni punto.
El trasunto teórico de esta antigua sabiduría se resume en el debate entre dos Carlos, Popper y Marx. Es decir, los que entienden la política como una ingeniería prudente de incrementos parciales y los que consideran que solo la tensión utópica permite avanzar en la libertad y la igualdad de la ciudadanía. Los que se apuntan a la praxis pacata –prueba y error, sin peligro apreciable–, y los que están guiados por la luz de un proyecto comunitario, que a veces exige asumir el riesgo de perder parte de lo ya conseguido con el fin de dar un salto cualitativo que mejore realmente la vida colectiva. Los que ante la complejidad del mundo optan por la abstención, y los que desean cambiarlo, para lo que es imprescindible cierto grado de simplificación de la realidad.
Esta sesuda discusión filosófica tiene también su expresión politológica de medio alcance. Por un lado, están los que desde los procedimientos reglados y la apelación al consenso se contentan con reformas epidérmicas del sistema; por otro, los que son conscientes de que todo acuerdo es el resultado de una relación de fuerzas contingente cuya definición depende de la protesta colectiva. Aquí, el Maquiavelo de los “Discursos” sonríe sarcástico ante los que consideran perversa la polarización y abjuran de «los disturbios que, asustando sobre todo a los que los cuentan, fueron la causa de la libertad de Roma». La de Roma y la de toda sociedad en la que se asuma, con Tilly, que ninguno de los derechos de los que hoy disfrutamos llegó de la mano del estricto respeto a la legalidad vigente, en ausencia de revueltas y tumultos.
Sin embargo, sería un error rechazar de plano una u otra visión de la realidad. Ambas son necesarias –la que abre espacios de oportunidad y la que gestiona la normalidad–, el secreto estriba en acertar con los tiempos: cuál es el momento de luchar y cuál el de administrar.
Por ello, es preciso conectar este debate teórico con la coyuntura política concreta. Así, en nuestro caso, estas dos posiciones son perfectamente identificables en los discursos presentes en el ágora vasca en lo referente a la actualización de nuestro autogobierno.
Los popperianos prefieren una reforma menor, de corto alcance. Una reforma que, retocando aquí y allá el estatuto vigente, posibilite un recorrido institucional pacífico asumible hoy por el sistema: reconocimiento nacional inocuo, sin alcance político alguno, cierta clarificación competencial y promesas consociativas pendientes de una hipotética reforma constitucional. Por supuesto, el derecho a decidir quedaría arrumbado, a la espera, en su caso, de mejores tiempos. Es decir, seguir jugando «a pequeña».
Esta hoja de ruta es deudora de una determinada lectura del momento político. Se resume en estas líneas: «No es tiempo de proponer un nuevo pacto con España. La derecha está desaforada y peligra el autogobierno. A corto plazo, solo cabe apuntalar el endeble gobierno de Sánchez en Madrid y confiando en su reedición a partir del 2020, trabajar en una agenda que permita afianzar la autonomía de la mano de los nuevos-viejos aliados de siempre –socialistas y republicanos unionistas–, en el eje Madrid-Iruña-Gasteiz». Es decir, un remedo del frente antifascista del 36, se supone que ahora por lo civil. Aunque como dice el amigo Tardá, con esta gente, nunca se sabe.
Aun asumiendo en parte esta interpretación de la coyuntura, la táctica incremental aparejada a la misma puede estar equivocada. Con ocasión del inicio de congreso de Eusko Ikaskuntza en Baiona, el profesor Claveranne alertaba del «síndrome de la rana»: ese batracio que se va acostumbrando a la temperatura creciente de la cazuela y para cuando se da cuenta de que no puede aguantar el calor, ya está cocido. En la actual situación, no basta con adaptarse a unas circunstancias cada vez más desfavorables. Hay que hacer mudanza.
La pugna entre modelos se está produciendo a escala global –desde Salvini a Bolsonaro pasando por el «casadoriverismo» hispano–, y las fuerzas que pretenden responder a la incertidumbre con más libertad deben ofrecer una alternativa clara y firme en defensa de la democracia. Parafraseando la conocida reflexión del presidente español Adolfo Suárez, corresponde a la clase política «hacer normal en las instituciones lo que ya es muy normal en la calle». Y a la vista de las encuestas y los procesos participativos recientes, lo que (por ahora) es normal en nuestras calles se resume en tres ideas:
-Respeto a la pluralidad y reconocimiento recíproco de la legitimidad de todos los proyectos de país.
-Garantía del autogobierno y de los derechos sociales necesarios para una vida digna.
-Posibilidad de deliberar y decidir sobre todas las cuestiones: sobre las relaciones con Europa, con el Estado, con otros territorios de Vasconia y sobre cuestiones sociales relevantes.
Deberíamos añadir una cuarta idea: el acuerdo. La implementación del debate social y el diálogo político para que los procedimientos que nos lleven a un nuevo estatus sean acordados. Como en Escocia, Quebec o Cataluña, este es el quid de la cuestión: ¿Debe convertirse la viabilidad procedimental impuesta desde el estado en condicionante del alcance de la reforma? Evidentemente no.
El discurso dominante repite hasta la saciedad lo inadecuado del ejemplo catalán, imputando al soberanismo la culpa del actual bloqueo político. Es este un discurso, no solo cínico –el que critica un procedimiento frustrado es su máximo responsable–, sino también ajeno a la lógica dominante en los países democráticos. La lógica del acuerdo procedimental equitativo, la lógica de la claridad. Canadá y el Reino Unido no han pretendido ahogar una pretensión legítima imponiendo un procedimiento que la hace imposible. Allí no hubo graves conflictos, aquí la gente sigue encarcelada.
Por eso, precisamente para evitar que a medio plazo se repita en nuestro país lo que ocurrió en Cataluña, es conveniente no caer en los mismos errores. Básicamente el que cometió el Gobierno español al rechazar un ejercicio acordado del derecho a decidir. Una formulación que ni siquiera exigía una reforma legal. Ahora, cuando la corriente consensual de fondo en Cataluña busca retomar esa oportunidad fallida –la del referéndum acordado–, sería un grave error que en la actualización de nuestro autogobierno no se previera tal cosa.
Incluso sin tomar por ahora en consideración un escenario unilateral, la operatividad futura de la opción reformista, popperiana, pasa hoy por una regulación concreta del derecho a decidir. Aquí y en Cataluña. Un derecho a decidir que debería interpretarse en un marco deliberativo, sin frivolidades, pero garantizando viabilidad real a todos los proyectos. Incluido al reformista, porque sin derecho a decidir, dentro de 40 años, debatiremos acerca del incumplimiento del estatuto del 2020. Déjà vu del futuro.
El derecho a decidir está recogido en el acuerdo sobre las bases para la actualización del autogobierno, aprobado en el Parlamento Vasco el pasado verano. Un acuerdo cuasi-clandestino que debería ser conocido a fondo, para que el texto articulado que se elabore a lo largo de estos meses «salvaguarde y sea conforme» a la voluntad de una amplia mayoría de nuestro país. Adjuntamos un enlace al documento: https://bit.ly/2RkjEWx
Diseñar hoy el nuevo autogobierno vasco en función de su hipotética asunción en un futuro e inestable Congreso español no tiene sentido alguno. Denunciar hoy su presunta inconstitucionalidad, en un momento en el que todo el régimen político español –desde la Monarquía a la estructura territorial– está sujeto a discusión, es un absurdo lógico. La obsesión por poner puertas al campo suele acabar mal, y, en ocasiones, la excesiva prudencia es la que desencadena el caos posterior.
No es fácil saber si este periodo terminará con otro órdago o se resolverá «tanto a tanto». En todo caso, conviene acumular triunfos –voluntades ciudadanas–, y no olvidar que Cataluña es y será siempre nuestra pareja preferida. No en vano, los contrincantes son los mismos, y nuestras cartas juegan en la misma partida. La de la soberanía y la libertad. A la grande.