Convencer y gobernar
A pesar de lo que se escucha en las inmediaciones de la «ría de Bilbao», la política, en su sentido más amplio y fundamental, es, como decía el filósofo inglés Michael Oakeshott, la custodia de un modo de vivir. Pero tal como se conoce hoy en Europa, la descubrieron los griegos como una forma posible de acción colectiva para resolver o encauzar los conflictos que puedan surgir, mediante el compromiso, en lugar de la fuerza. Compromiso con un fin ético, como lo es la consecución del bien común.
Por eso, para la tradición política occidental, hasta la aparición del Estado, incluso hasta la Revolución Francesa, la política era parte de la ética. La acción política custodiaba el «ethos», la forma de vida colectiva determinada por la religión, las tradiciones, los usos y costumbres, respetando todos ellos.
De hecho, en principio, la política es, pues, una actividad libre, abierta a todos. A ello responden las ideas naturales de libertad política y autogobierno.
Pero hace tiempo que la acción política está monopolizada por el Estado, lo que condiciona la libertad política y destruye el autogobierno. En realidad, una de las notas características de aquel (el Estado) consiste, precisamente, en monopolizar y orientar la actividad política. Es decir, no hay más libertad y actividad política que las que el Estado permite y «solo» de la forma en que las autoriza.
En estos últimos años, que en el Estado español continúa vigente la lacra del «franquismo», nos lo ha puesto en evidencia, con su determinación de ser libre, el admirado pueblo catalán. Pero también aquí, en nuestras propias carnes, en el sur de Euskal Herria, ya que a pesar de la cínica insistencia de algunos atorrantes por mantener una cierta apariencia de «normalidad», no es posible –sin mentir– afirmar que, en el Estado español, la política sea una actividad libre, que exista auténtica libertad política.
Quizá sea esta inquietante realidad, la razón que estimula y hace proliferar el silencio de unos políticos a los que no basta con revolcarse en el cieno de la indignidad, si no que además utilizan como «tabla de salvación» el honor de unas instituciones a las que han jurado servir.
Esta situación no solo es real, también es triste y grave, pero no de generación espontánea. Este accionar repelente, esta podredumbre tiene vigencia y la tiene en la pasividad de una sociedad que se mantiene impertérrita ante capítulos y episodios plenos de inmundicia personal y colectiva. Una sociedad que solo utiliza brújulas que marcan un norte que mantenga la bonanza económica. Una sociedad que poco apoco va cediendo en sus principios y convicciones. Una sociedad que está aprendiendo a sentirse «cómoda» chapoteando en los establos de la sumisión.
Se debiera profundizar en la formación de la mentalidad sumisa, que es desde siempre materia de discusión. Porque lo cierto es que plantea problemas, formula interrogantes, además de posibilitar líneas que permiten profundizar, desde un pensamiento crítico, en los procesos de formación en la opinión político-social. Es decir, eso que, en una democracia formal, y cada cierto tiempo, se concreta en algo que pomposamente denominan, «sufragio universal».
Para combatir la sumisión está el conocimiento y el conocimiento debe ser siempre activo, Y eso, es verdad, exige esfuerzo. Esfuerzo que obliga a poner bajo sospecha toda la información que se recibe, pues la neutralidad de los medios de comunicación no existe, es un mito.
Para combatir la sumisión con éxito, es necesario conocer y analizar la relación entre acción e información. La multiplicación de las mediaciones entre la ciudadanía y los procesos sociales. Las distorsiones mediáticas de la realidad. La compleja interacción entre sumisión y entretenimiento. La mercantilización de los sentimientos. Las contrapartidas psicológicas de la sobre estimulación informativa, etc.
Esto es tristemente así y nadie puede negarlo, pero no son estas «todas» las razones que nos han traído hasta el presente. Un presente que debemos analizar con seriedad y serenidad. Cotejando todos y cada uno de los factores que en los últimos cincuenta años nos han obligado a caminar en círculo. Un círculo de perímetro fluctuante, con subidas y bajadas. Con éxitos y fracasos, pero siempre un círculo.
Ahora que el conjunto del pesebre político, tiene la oportunidad de gestionar la situación generada por la decisión irreversible de ETA respecto a su actividad armada, nos encontramos con una realidad que pocos esperaban; «todo sigue igual». Ahora se sienten cómodos y listos para continuar con su inercia inoperante, pero aquí no hay «maná» posible, ya que −como en otros conflictos políticos similares conocidos en el mundo− no será fácil resolver la ecuación «igualándola a cero».
Queda claro, pues, que es un círculo impuesto, propio de un país anacrónico como España. Eso significa que defenderse no es suficiente para avanzar, y para conseguirlo hay que evolucionar, como lo estamos haciendo. Evolucionar para superarlo, para romperlo.
De todas formas, y teniendo presente lo acontecido en el último medio siglo, resulta hermoso contemplar y saborear la fidelidad, fuerza, entereza, sacrificio y generosidad de todas y todos aquellos −que de una u otra manera– han conseguido mantener vivo el proyecto de la izquierda abertzale. Un proyecto que, en contra de lo que algunos vienen afirmando, no nació con vocación opositora. No nació «solo» para influir o colaborar, sino que nació con la vocación y voluntad de gestionar. Nació para convencer, nació para gobernar.