Crisis de hegemonía en Brasil
Los períodos de estabilidad suelen ser mejor analizados y comprendidos que los de grandes convulsiones. Estos requieren tiempos más largos para que la natural sedimentación decante la confusión y permita observarlos con mayor claridad. Una dificultad similar parece estar sucediendo en Brasil, donde la rapidez con la que se precipitan los acontecimientos obstaculiza la posibilidad de enhebrar un relato completo de la situación. En casos así, parece conveniente echar una mirada que combine el tiempo largo con las grandes tendencias que se vienen configurando en el país y el continente.
En Brasil la hegemonía que mantuvieron Lula y el Partido de los Trabajadores (PT) se ha erosionado seriamente, al punto que desde junio de 2013 (mes de grandes manifestaciones en 353 ciudades) el llamado «consenso lulista» comenzó a difuminarse hasta desaparecer completamente durante el proceso electoral de 2014. Las elecciones mostraron un país partido al medio, pero la combinación de crisis económica (-3,5% del PIB en 2015) sumada a las investigaciones sobre corrupción (operación Lava Jato o Lavado Rápido), provocaron una fuerte caída en la popularidad de la presidenta, que lleva un año gobernando con menos del 10% de aprobación.
¿Cómo sería una sociedad en la cual ninguna fuerza sea capaz de imponer su hegemonía? Sin duda una sociedad conflictiva, polarizada y caótica. Una situación que, en principio, debería ser transitoria. Sin embargo, la historia conoce situaciones de decadencia prolongada en las que ninguna de las fuerzas sociales y políticas es capaz de hacer aceptar al conjunto sus modos de hacer y gobernar.
Quiero traer varios ejemplos que muestran la crisis hegemónica en Brasil.
El primero es el fallido nombramiento de Lula como jefe del Gabinete (ministro de la Casa Civil) por la presidenta Dilma Rousseff. Fue un paso largamente meditado que perseguía dos objetivos: colocar a Lula como articulador de las alianzas necesarias para evitar la destitución parlamentaria de Dilma, que requiere dos tercios de los 513 diputados, y asegurarle inmunidad ante los permanentes ataques del juez Sergio Moro que llegó a conducirlo por la fuerza a declarar con un despliegue innecesario de 200 policías militares.
Pero Lula no pudo asumir el cargo por el fuerte rechazo que provocó la difusión de una grabación entre ambos por el juez Moro, donde podía deducirse que el nombramiento tenía como objetivo eludir a la justicia que lo acusa de lavado de dinero y ocultación de bienes. La imposibilidad de la presidenta de ejecutar una decisión y que su conversación telefónica haya sido intervenida y divulgada de forma ilegal, revelan los límites de su poder.
La segunda es la decisión tomada el jueves 31 por el Supremo Tribunal Federal (máximo órgano de justicia), por ocho votos contra dos, estableciendo que la investigación contra Lula sea realizada por esa Corte y no por el juez Moro, que está al frente de un juzgado federal de la ciudad de Curitiba. En paralelo, el Supremo cuestionó la potestad del juez para grabar y difundir una conversación privada de la máxima autoridad del país y advirtió que esa decisión puede terminar anulando toda la investigación de corrupción, al utilizarse medios ilegales que «ponen en riesgo la paz social».
La fuerza arrolladora de la operación Lava Jato, que convirtió a Moro en una de las personalidades más populares de Brasil, tropezó con su exceso de soberbia y con la sensatez del Supremo, obligando al juez a pedir disculpas y colocarlo de ese modo a la defensiva. Aún es pronto para saber si se trata de un tropiezo momentáneo o el comienzo de la cuenta regresiva de la investigación.
El tercer hecho que muestra la crisis hegemónica se relaciona con las manifestaciones callejeras que estos días se multiplican, a favor y en contra de la destitución de Dilma. Una investigación realizada por dos jóvenes profesores de Sao Paulo en base al análisis de datos recolectados en Facebook les permitió trazar un perfil de los que apoyaron la marcha contra el Gobierno del 13 de marzo y los que confirmaron su presencia en la manifestación de respaldo a Dilma el 18 de ese mes.
Las conclusiones, publicadas en la edición brasileña de ‘El País’ (mucho más abierta que otros medios), establecen que las referencias de los manifestantes «son profundamente distintas» y que «con rarísimas excepciones, ningún actor político, por medio de Facebook, es capaz de comunicarse al mismo tiempo con ambos polos de la disputa» (‘El País’, 1 de abril de 2016). No solo se informan a través de medios distintos, sino que presentan perfiles de cultura política que no dialogan entre sí, como polos opuestos que se rechazan apenas acercarse.
El informe destaca que «hay una sorprendente proximidad entre ambos en cuanto a la proporción de hombres y mujeres, escolaridad y franja de ingresos», aunque los anti-Gobierno son un poco más ricos. El abismo entre los dos grupos «es menos generacional y de clase que de referencias culturales». Tanto a derecha como a izquierda los partidos son mucho menos seguidos que los movimientos, con la mitad de adhesiones. Vem Para Rua y Movimento Brasil Livre son las referencias para los anti-PT. Entre los pro-Gobierno, las páginas de los movimientos negro y feminista son más relevantes que las de movimientos tradicionalmente ligados al gobierno como los sin tierra (MST). Por eso los investigadores aseguran que existen «guerras culturales» que subsumen los conflictos de clase.
El cuarto ejemplo se relaciona con la vida cotidiana. En un hospital público de Porto Alegre, una pediatra se negó a atender a un niño de un año porque su madre es militante del PT. Ella era suplente de concejal de Porto Alegre, feminista y activista por los derechos humanos, y el padre del niño pertenece al PSOL (Partido Socialismo y Libertad, escisión del PT). Más grave aún es que el presidente del Sindicato Médico de Porto Alegre se mostró orgulloso de la decisión de la pediatra.
Sucesos como este son moneda corriente en el Brasil polarizado de estos días. Personalidades como el cantante Chico Buarque han sufrido insultos en la calle por apoyar al gobierno. Las personas que visten prendas de color rojo pueden ser agredidas en cualquier momento, física o verbalmente, por la simple sospecha de que pueden ser comunistas.
Estos hechos simples de la vida cotidiana revelan la inexistencia de una sociedad, en el sentido de que todos y todas se reconocen formando parte de un mismo universo. Hasta un ministro del Supremo fue escrachado por manifestantes, con pancartas de «traidor» por considerar que no es anti-PT. Un rechazo visceral hacia los partidos, los políticos, los medios y los movimientos se extiende en amplias franjas de todos los sectores sociales.
Probablemente lo que esté en cuestión sea la democracia liberal. Un sistema de gobierno construido sobre una sociedad colonial, donde la mitad blanca siente que pierde peso (demográfico, cultural y político) por el crecimiento lento pero persistente de la otra mitad afrodescendiente (negra, mestiza e indígena). Las clases sociales, como la trama urbana, están grabadas sobre matrices raciales. Un informe de la Secretaría de la Presidencia revela que bajo los gobiernos del PT la tasa de muertes se ha duplicado entre la población pobre, negra y favelada respecto a los blancos.
El fracaso del lulismo, la conciliación entre ricos y pobres que pasaba por no tocar los intereses de los primeros, fracasó cuando los de abajo dijeron basta, o sea en junio de 2013. Que las derechas hayan aprovechado el momento para pasar a la ofensiva es, apenas, el primer capítulo de una historia que está lejos de terminar. La crisis societal abre un escenario incierto, en el que todo vuelve a ser posible.