Cuerpos
Después de esto quizá haya que darle una vuelta a la tesis de Jorge Manrique que defendía que la muerte nos acaba igualando a todos. Yo, al menos, a partir de esta experiencia, no me atreveré a asegurárselo a mis alumnos.
Resulta muy curiosa la forma en que en euskera diferenciamos un cuerpo vivo –gorputza– de uno inerte –gorpua–: como si el soplo de vida estuviera en esas dos consonantes, en ese fonema sibilante, y desapareciera cuando no las pronunciamos. No tiene nada que ver «bere gorputza» con «bere gorpua». El primero puede estar cargado de deseo; el segundo de impotencia, de fatalidad, de desánimo; de consternación, incluso. De incredulidad.
El caso es que termina el verano y con él deberían haber vuelto los cuerpos, los bañadores a sus cuarteles de invierno. Sin embargo, este septiembre está siendo especialmente atípico, paradójico. Llevamos días, semanas, hablando, centrándonos, por diferentes motivos, en «el cuerpo», en los «cuerpos».
Un reciente tuit de Almudena Ariza (@almuariza), «Para unos muertos tanto y para otros tan poco», acompañado de un vídeo en que se exhuman los cuerpos encontrados en Izium, me ha roto todos los esquemas.
Muy hartita tenía que estar ya la Almu, muy saturadita de barro y de calamidades; hasta las cartolas estaría de vistas aéreas de las colas kilométricas de Londres para soltar ese ramalazo reivindicativo que uno no se espera, pero que agradece muchísimo, en un corresponsal políticamente correcto. Es algo que no hubiera dicho ni harta de vino en una conexión en directo: la periodista nos ha hecho reparar con apenas cuarenta y cinco caracteres en la coincidencia temporal de esas escenas del pinar sembrado de fosas con las de los fastos del funeral de Isabel II. En el agravio comparativo: unos enterrados y desenterrados a pelo y precipitadamente, aprovechando un claro en el bosque y una noche de luna nueva; otros con un poco más de calma y algo de protocolo.
Descoloca por cierto que la propia reina –nos lo han repetido hasta la saciedad– hubiera revisado todos y cada uno de los detalles de estos diez días de exequias; ese «cuerpo» de acá para allá. Posiblemente haya sido la mayor prueba de inteligencia –llamémoslo sagacidad o astucia– de todo su reinado: había que convertir ese momento de debilidad en fortaleza; resucitar, con una muerte solemne, una monarquía sepultada; convertir ese tránsito al más allá en un baño de masas, apuntalar la institución.
No sé, pero, después de esto, quizá haya que darle una vuelta a la tesis de Jorge Manrique que defendía –ingenuo– que la muerte nos acaba igualando a todos. Aquello de «los que viven por sus manos y los ricos». Yo, al menos, a partir de esta experiencia, no me atreveré a asegurárselo a mis alumnos. De hecho dudo que me crean. Algunos ríos no desembocan de la misma manera que otros: unos se funden mansamente o se despeñan pero otros se demoran en un delta infinito, en una marisma, y no acaban nunca de morir del todo.
En fin.