Aster Navas
Profesor

Cuidar las formas

Jueves. A veces las semanas no empiezan el lunes. Hay algo el miércoles o quizás el jueves que merece toda nuestra atención y que hace que los días anteriores se difuminen o los vivamos simplemente como un anticipo de ese diagnóstico, de esa cita, de ese acontecimiento que ya se volvió obsesivo la semana anterior. El caso es que hoy, jueves, finalmente, me han puesto un holter: uno de esos tensiómetros que te miden la presión arterial durante veinticuatro horas. –Tenemos ya una edad –me dijo el médico hace unos meses cargándome de volantes y analíticas. Y aquí ando con ese manguito que se infla y se desinfla, que me pone a prueba –día y noche– cada treinta minutos y con esa petaca electrónica que oculto –mal, muy mal– bajo la camiseta.

Viernes. Una de las tomas salta en 4. A mientras explico el Modernismo. Otra, mientras atiendo a unos padres que asisten asombrados a cómo se me infla el antebrazo mientras finjo una absoluta naturalidad. Por la tarde vuelvo al ambulatorio para que me retiren el monitor. Confío a la enfermera que el trasto me ha generado una ansiedad que acaso se refleje en el resultado. Que, resumiendo, estoy «atacao». Que quizá no haya sido la mejor forma. Al salir, saco un bolígrafo y tildo un «solo» que encuentro solo en la corchera del ambulatorio: «Sólo con cita previa».

Sábado. Veo –tarde ya– a Blanca Portillo definiéndose al recoger el Premio Sur como una persona «de 59 años que la mayor parte del tiempo tiene miedo y frío y que necesita desesperadamente cariño y apoyo». Hay gente, sí, que te quita las palabras de la boca. Así, en vaqueros y camiseta.

Domingo. Charlo un rato con chatGPT. Parece un tío con la cabeza muy bien amueblada; si tuviera un punto de ironía, de modestia, de vacile, lo bordaba. Eso sí, nunca se moja. Le preguntas por la peineta de Mañueco y se bloquea.

Lunes. Leo en la prensa que Idaho recupera el pelotón de fusilamiento ante la falta de fármacos para la inyección letal. Al parecer las farmacéuticas –entre ellas Pfizer– no están por la labor de seguir preparando esos chutes. Me viene a la cabeza aquella mítica canción de Javier Krahe donde, tras enumerar formas de ejecución, se quedaba, sin menospreciar ninguna, con el fuego: «pero dejadme, ay, que yo prefiera/ la hoguera, la hoguera, la hoguera». Ya está mal que te quiten el pellejo, pero hay formas y formas.

Martes. Tenía que pasar: hay gente –eso dice el periódico en la sección de Sociedad– que ha empezado a precastinar. Sí, lo normal era –«ya, si eso, lo hago mañana»– procrastinar pero de un tiempo a esta parte han empezado a aparecer precastinadores, gente que quiere realizar todas las tareas en el menor tiempo posible. Que van por delante; que de hecho aún no tienen ni verbo en el diccionario y ya están ahí, «precastinando»; sin ninguna consideración por los que procastinamos.

Miércoles. Quizá sea una estupidez, una idea de bombero, pero mientras espero a ser atendido por mi médico de cabecera me da por pensar en ello. Quiero decir en el mantenimiento de esos espacios; en qué medida esas paredes se irán empapando de esa impaciencia, de esos nervios, de esa inquietud que se respira especialmente en estos metros cuadrados. Seguramente habrá que pintarlos, empapelarlos con mayor frecuencia.

Dice el holter que tengo la tensión alta. Es la baja la que tengo alta. La alta hay momentos en que está baja. La vida, en resumen, que está llena de contradicciones. Una pastilla; se arregla con una pastilla. Le digo a la doctora que quizás habría que enfocarlo de otra manera; buscar la causa. Ahí fue cuando me quitó el jamón; sí, y el queso. En fin.

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