Dábale arroz a la zorra el abad
El autor responde a Cayo Lara que recientemente decía defender «un Estado federal que reconozca el derecho a decidir de los pueblos» y que todo ello solo cabe dentro de «un Estado fuerte». Califica esa posición como un imposible que critica con agudeza intelectual pues cree que la federalización solo puede hacerse desde una «total soberanía previa».
Nunca me han atraído las habilidades lingüísticas si no contienen algo sustancial y claro. Quizá sea Cicerón el usuario perfecto de estas últimas y suculentas habilidades, cosa que me incita con pasión a leerle regularmente. Las otras habilidades ratoneras repito que las detesto, como esa que me recitaron pomposamente en mi adolescencia para hacer brillante exhibición de lo capicúa: «Dábale arroz a la zorra el abad», sin tener en cuenta que los abades no suelen alternar con zorras y que a las zorras no les gusta el arroz, como prueba que del arroz con pollo únicamente comen el pollo.
Pues viene esto a cuenta de lo que acaba de decir el coordinador de Izquierda Unida, Sr. Cayo Lara, sobre lo que piensan en su nebulosa organización acerca del independentismo o del derecho a decidir: «No somos autonomistas, no somos independentistas; defendemos un Estado federal que reconozca el derecho a decidir de los pueblos dentro de un pacto multilateral sobre bases comunes». Y ha insistido en que todo ello solamente cabe dentro de «un Estado fuerte». Es decir, dábale arroz a la zorra el abad.
Suiza es confederal, que es la forma superior del federalismo, pero este federalismo se mantiene merced a que el Estado no es fuerte y que ha de recurrir, por tanto, al uso frecuente del referendum ante mil propuestas distintas. En Suiza los fuertes son los cantones -alemanes, italianos, franceses y romanches- y sus ciudadanos, no el Estado. A propósito del romanche ha de subrayarse el valor que lo lingüístico reviste para encuadrar la soberanía confederada de cada cantón, en este caso del cantón de grisones, cuya población no llega al uno por ciento del censo suizo. Estamos ante el fenómeno etnoglotónimo más significativo de Europa, en cuanto expresa el poder político que produce la asociación de lo étnico con la lengua hablada en un determinado territorio.
Respecto a esta realidad sería muy apropiado que Madrid tomara cuenta de esta realidad a fin de mejorar su standard intelectual ante los pro-blemas vasco y catalán. Supongo que el ministro Sr. Margallo es experto en lo que digo, ya que los estudios diplomáticos suelen ser muy exigentes.
Yo sé que el Sr. Cayo Lara es comunista, tal como asegura, pero su lenguaje no se parece en nada al del Sr. Lenin, que también era comunista y que usaba un discurso rotundo y pleno para trasladar a las masas su convencimiento. Quizá la diferencia entre ambos lenguajes es que Lenin tenía mucho que decir, lo que no sucede con el Sr. Lara, descendiente del habla política del Sr. Carrillo, que santa gloria haya.
La última parte de la citada frase del Sr. Lara ha sembrado de inquietud mi ya menguado sueño de anciano. Oigámosle de nuevo: «Un Estado federal que reconozca el derecho a decidir de los pueblos dentro de un pacto multilateral sobre bases comunes». ¿Qué querrá decir el Sr. Lara con eso de «un pacto multila-teral sobre bases comunes»? Quizá se refiera a la exigencia de que ante ese federalismo hablen con idéntico derecho a decidir España, Catalunya, Euskal Herria, Galicia... Multilateral entraña la realidad con muchos lados ¿Cuántos? Cualquiera sabe. En Andalucía hay soberanistas. Y en Canarias ¿A qué alcanza, pues, lo multilateral? ¿Cómo ser multilateral en el marco de la más feroz unilateralidad? ¿Si las autonomías se fabricaron sobre el papel y así ha salido el asunto, cómo determinar previamente los «lados» que han de intervenir en la edificación federal? ¿También sobre el papel? No se debe viajar constantemente a Madrid para preguntar lo que es lícito preguntar.
España no puede continuar pintando su política como el fraile artista que se decía «si me sale con barba, San Antón, y si no, la Purísima Concepción». Eso hay que aclararlo a tiempo. Y esa clarificación solamente cabe hacerla de un modo real y efectivo si quienes pretenden federarse han decidido, previamente desde su total soberanía, si quieren llevar a cabo esa federalización, que equivale a entregar una parte de esa soberanía al común. Una soberanía que, insisto, en el momento actual aún no se posee. Sin independencia previa obviamente no hay forma de convertirse realmente en federales; no hay forma de decidir, además, dando toda su profundidad real al término, si se ha de continuar recibiendo constantes amenazas o reticencias en el interior del Estado actual. Y los comunistas del Sr. Cayo Lara no son independentistas. Por tanto, en tales condiciones no parece nada leninista en cuanto a claridad la frase del Sr. Cayo Lara.
Si España cultivase con talento la posible hermandad futura con las naciones que en su interior pugnan por irse no vería estos movimientos de independencia con el talante de quien cree deteriorada su cacareada dignidad y, lo que es más grave, su supervivencia.
Esto último es muy importante. Desde el centro peninsular se ha dicho reiteradamente que catalanes, vascos y posiblemente gallegos han vivido gracias al mercado del centro español. Esto hay que matizarlo muy finamente. En épocas donde la protección arancelaria hizo grandes a muchos países hoy poderosos y paradigma de la modernidad, España se mantenía tercamente inmersa en un modelo en que la periferia industrializada por su propia iniciativa cambiaba productos coloniales y ofertaba empleos que el interior español era incapaz de generar. Las clases dirigentes españolas siguieron viviendo de una sola fuente, del Estado recaudador y de colocar a sus mejores hijos en el funcionariado. La deuda pública fue adquirida por una capa aristocrática y terrateniente que vivía de ella -amén de participaciones pasivas en ferrocarriles y explotaciones de materias primas en manos extranjeras- y no invertía una peseta en la industrialización y modernización del país. Esa capa fue concentrándose en Madrid preferentemente y menospreciaba profundamente la dedicación a lo fabril y a lo comercial. Aún recuerdo cuando se elogiaba la boda de la señorita de la casa con un caballero cuyo historial social era alabado por tratarse de una familia que «no había trabajado nunca».
En tanto que Inglaterra o Francia y Alemania elaboraban un extenso e intenso tejido empresarial en la industria y el comercio, originando una capa media fundamental para su desarrollo, España dejaba que Catalunya o Euskadi se consagraran a ese menester a cambio del mercado interior que conseguían y a la absorción de una población agraria española excedente que adquiría en sus fábricas, talleres y comercios los medios económicos para llevar una vida más o menos digna. Hay que decir que los descendientes de esos trabajadores pobres emigrantes de la España cerealista y elementalmente hortícola están siendo los que con más empeñado fervor, quizá, están abrigando el movimiento independentista en Euskadi o Catalunya.
Este dato ha quedado entre mis manos durante los años que ejercí políticamente en el país catalán. Lo grave es que la universidad de España, sus medios informativos y la élite dirigente capitaneada por Madrid han impedido la difusión de esta realidad para teledirigir a la ciudadanía española hacia un desconocimiento de lo que han significado Euskadi y Catalunya en el Estado español. Este desconocimiento ha generado un menosprecio de lo catalán y lo vasco cuando no una ira permanente contra ambas naciones. El espíritu subyacente a esta realidad impide una razonable reflexión sobre el contencioso soberanista que muchos españoles solamente ven resoluble mediante el recurso a la violencia legislativa e incluso armada. Empecé con el recuerdo de Cicerón y acabo con una cita suya de invitación a los españoles a ver la realidad catalana y vasca: «¿No veis el foro lleno a rebosar de gente y al pueblo deseoso de reconquistar su libertad?».