Dedos
Lunes. A media tarde me acuerdo, sin saber muy bien por qué, de Germán. Germán tenía una tienda de encurtidos en el barrio de mi infancia. Una tienda de encurtidos y seis dedos en cada mano. Dicho así, leído así, impresiona, pero él –sirviendo unas aceitunas, sacando del frasco de cristal pepinillos y cebolletas– los movía con la misma naturalidad con que sus clientes utilizábamos los cinco. No había nada monstruoso en aquella extremidad; quizá a él –ahora que lo pienso– sí se lo resultaran las nuestras.
En una nueva entrega de First Dates una joven de Valencia le pregunta a su cita por qué lleva peluquín. La Pantera Rosa cumple sesenta años; está igual.
Martes. Planteo a los alumnos de 4.A un ejercicio de redacción en el que tienen que justificar, no con datos, sino con imaginación, no con Google, sino con desparpajo, por qué, por ejemplo, el balón de rugby es ovalado o por qué, sin ir más lejos, los huevos se venden por docenas; cómo es posible que haya gente morena que se apellide Rubio y conductores de autobús que se apelliden Barbero. –O por qué carajo tenemos (solo) cinco dedos –digo levantando mi mano derecha.
Ellos se miran también la suya; como si no la hubieran visto nunca. Hiroshima y el G-7…
Miércoles. Descubro en Twitter a un poeta de verso ágil y afilado: «Le han dado el Nobel de Química a la primera vez que nos vimos». «No tenían nada que ver, pero no dejaban de mirarse». @TxemaPinedo. Los retuiteo.
Jueves. Tengo una pesadilla recurrente. Coincido en el ascensor de mi edificio de cinco plantas con una mujer desconocida a la que, cortésmente, le pregunto a qué piso va. Me responde que al sexto, pero no encuentro ese número en la botonera. Cuando me giro con el dedo aún en ristre para explicárselo ya no está. No sé. Lo de las Hurdes… 10.000 hectáreas.
Viernes. «Aprenderás a vivir con ello» –le escucho decir en la barra de un bar a un tipo por teléfono mientras juega con una servilleta de papel en la que el establecimiento le agradece su visita. No sé qué será ese «ello» pero se me cuela en el cortado y el grumo no se disuelve por muchas vueltas que le doy con la cucharilla. Me lo tomo con un poco más de azúcar de lo habitual. Se me ocurren frases paralelas «Aprenderás a vivir sin ella, sin él, sin ello». Las decimos con el mismo –nulo– convencimiento. Porque hay que decirlas.
Nos deja Helmut Berger.
Sábado. Nada importante. Bueno, sí: en una punta de esta ciudad una mujer soñará esta noche que besa apasionadamente a un desconocido.
Domingo. Al amanecer, en la otra punta, un hombre reparará frente al espejo en una inexplicable mancha de carmín en su cuello que se irá con el agua de la ducha.
Mitsotakis… Melilla…
Lunes. A media tarde me vuelvo a acordar, sin saber muy bien por qué, de Germán. Germán, como les decía, tenía una tienda de encurtidos en el barrio de mi infancia. Una tienda de encurtidos y seis dedos en cada mano. La duda que me asalta es si esa misma singularidad también la presentarían sus pies. Nunca me paré a pensar en ello pero seguramente. En fin.