Luis Mª Martínez Garate y Angel Rekalde

Del Burgo, luz de Trento

En ese alarde de autocomplacencia expone su peculiar interpretación de la democracia: «en la democracia española sólo es intangible la unidad de la nación cuya soberanía pertenece al pueblo español». Por si alguien no lo entiende, todo es discutible menos la unidad de España: eso es impepinable, absoluto.

Si algo tiene Jaime Ignacio del Burgo es que nunca te deja indiferente. Responde a ese patrón de la tradición española que se define sin rubor por el ideario de Menéndez Pelayo en su Epílogo a la Historia de los Heterodoxos españoles: «España, martillo de herejes, luz de Trento, espada de Roma, cuna de San Ignacio...; ésa es nuestra grandeza y nuestra unidad». Nacional-catolicismo destilado, de 50 grados a la sombra.

La última aparición de este político en “El Mundo” (“Una ambición destructiva para Navarra y España”, 26-06-2019) nos ofrece una nueva evidencia. Este tipo de personajes fundamenta sus posiciones y argumentos en una suerte de catastrofismo agorero. «Quieren crear la Eurorregión de Euskal Herria», destaca en negrita. Su discurso es un batiburrillo de calamidades y desgracias que acaecen por culpa de sus adversarios; y es natural que ello les lleve a una justificación (cuando no demanda) de sanciones, castigos, represalias, operaciones de Estado y otras agudezas. El mundo es traidor, y no nos puede temblar la mano cuando está en juego la seguridad de la patria.

Este pensamiento es alarmista por naturaleza. Se nutre de las fábulas de terror y de una literatura desquiciada que han ido fabricando durante años a base de manipulación, retórica e insistencia. Todo es ETA. Los atentados de Madrid son ETA. El exalcalde de Altsasu es ETA. La canícula de verano y las tormentas de granizo que puedan acaecer en sanfermines también son ETA.

Otra peculiaridad de esta verborrea patriótica es su tono patético, de melodrama. Nada existe en matices, en grados, en escala. Recuerda a los culebrones venezolanos. Todo ocurre a la tremenda. Si ya no me quieres, Amadeo Fernando, el mundo se derrumba. Si Geroa Bai se reúne con el PSN, es que mi amor me traiciona y me apuñala por la espalda. El PSOE está dispuesto a «archivar sus convicciones constitucionalistas». Si une sus votos a EH Bildu para elegir a Unai Hualde (¡exalcalde de Altsasu!) es que va con quien mancilla las calles al grito de «Gora ETA». Si el cuatripartito ofrece el menor gesto a favor de la lengua vasca, es que impone «el euskara como si fuera oficial en toda Navarra».

Un aspecto que desconcierta dentro de esta visión apocalíptica, dado su currículo de académico de la Historia, es su argumentación historicista (así, en ese sentido peyorativo del término). En efecto, sorprende su inconsistencia. Primero, porque es imperdonable en una persona que presume de saber historia que confunda la Constitución española de 1812 (la de «¡Viva la Pepa!») con la de 1837, que es la que estaba en vigor al final de la guerra carlista, tanto cuando se produjo el «abrazo de Bergara», como cuando se impuso la famosa Ley, que del Burgo llama «paccionada» (agosto de 1841), que significó el desmantelamiento foral de la Alta Navarra.

Pero, más grave aun, en segundo lugar, que califique de logros y bondades los cambios históricos e institucionales que se produjeron en 1515 y 1841 (la «incorporación de Navarra a Castilla» y la desaparición del reino). Como cualquier limpiabotas sabe, ambas fechas se refieren a sendas y graves derrotas de Navarra; nos remiten a situaciones bélicas; ambas circunstancias son de desolación y castigo, de imposición y humillación al vencido en el campo de batalla. Una en la conquista del duque de Alba (1512) y otra la victoria de Espartero (1839). ¡Hombre! Que nos venda como avance y beneficio lo que fue venganza y despojo de los vencidos, manu militari, es de traca.

En todo caso, al lado de todo este argumentario falaz, embrollado y marrullero, el artículo de JIB se orienta a defender su negocio. Por sentido de Estado, el PSOE tiene que entregar el gobierno de Navarra a los suyos. A Navarra Suma. A UPN, PP y Ciudadanos. Ahí el viejo zorro se nos presenta como protagonista de las alcantarillas del Estado, estratega de sus maniobras, honorable James I. Bond de una lucha contra el imperio del mal, acreedor de servicios a la corona. Por cierto, en ese alarde de autocomplacencia expone su peculiar interpretación de la democracia: «en la democracia española sólo es intangible la unidad de la nación cuya soberanía pertenece al pueblo español». Por si alguien no lo entiende, todo es discutible menos la unidad de España: eso es impepinable, absoluto, previo a las leyes, a la dignidad humana y al sursum corda.

JIB pertenece a esa casta que configura lo que se ha dado en llamar deep state, el Estado profundo. No es un partido, ni un lobby, ni una mafia, sino un conglomerado de funcionarios, élites, estructuras de poder, banqueros, que se retroalimentan entre ellos y se cooptan. No dudan en utilizar las cloacas del Estado para guardar sus intereses. En ella se incluyen los medios de prensa que se encargan de retransmitir y amplificar sus fake news. Con ellos la opinión pública flota entre la complacencia del supremacismo español y el somnífero del deporte y la farándula. Ahí, las figuras como JIB obtienen reconocimiento y prebendas.

Así funciona la máquina. Como advierte J. I. Bond, de lo que se trata es de que el Gobierno del PSOE atienda a su razón de Estado: entrégame el chiringuito navarro; para los míos; es «vital para la unidad de España».

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