Jonathan Martínez
Investigador en Comunicación

Diálogos en Cerdeña

Es tan peligroso menospreciar el diálogo como sobreestimarlo o convertirlo en un fetiche sobre el que hacer girar toda la acción política.

Me hubiera gustado escribir unas líneas sobre la detención de Carles Puigdemont en Alghero y sobre las implicaciones de esta longeva cacería contra el 1-O. Sin embargo, temo que mis palabras envejezcan pronto y que aparezcan novedades en el tiempo que media entre que se escribe y se publica este artículo. Los sucesos se precipitan a la velocidad de un asteroide en llamas y los mismos que la semana pasada certificaban la estabilidad del Gobierno de Sánchez empezaron este viernes a augurar su caída. No es su culpa. Al fin y al cabo, el terreno es movedizo. Sin embargo, el calendario reciente de pandemias y catástrofes naturales debería hacernos reflexionar sobre la fragilidad de nuestros presagios.

Sí me gustaría, en cambio, anotar algunas ideas sobre la noción del diálogo entendido como bálsamo definitivo frente a la encrucijada catalana. Creo que es posible extrapolar la reflexión a la realidad vasca. Las teorías de Ernesto Laclau sobre el populismo nos enseñaron que el debate público está gobernado por significantes vacíos, enunciados que suenan a la vez simples y grandilocuentes y que por eso proliferan sin medida en las campañas electorales. Suelen ser lemas que parecen creados para tallarse en mármol. Unidad. Crecimiento. Soluciones. No obstante, a la hora de las definiciones, aparecen las dificultades y de pronto nos damos cuenta de que esa palabra redonda que parecía concitar el acuerdo no significa lo mismo para unos que para otros. Y claro.

En los últimos tiempos, la palabra «diálogo» ha irrumpido en la actualidad como una especie de poción mágica que justifica el acercamiento entre los gobiernos de Cataluña y España. La maniobra ha sido recibida con gestos dispares entre aquellos que respaldan la independencia. Si se me permite la brocha gorda, diría que unos lo consideran una forzosa oportunidad mientras que otros lo entienden como una traición inaceptable. Me temo que esta escisión no responde tanto a una percepción neutral de los hechos como a la guerra de posiciones que mantienen los dos sectores hegemónicos del independentismo. Percibo también una sensación general de desánimo, incluso de nihilismo, que ha hecho cundir el desapego hacia el teatro gubernamental.

Existe un diálogo protocolario, casi propagandístico, que se ha escenificado ante las cámaras con apretones de mano y declaraciones milimetradas diseñadas para rellenar titulares de prensa. Pero sobre todo, existen diálogos subterráneos, más discretos y fluidos, en los que se abordan los nudos cotidianos de las negociaciones. Hay una raza de dialogantes a la sombra a los que llamamos «fontaneros» en una metáfora que equipara la política con las redes de saneamiento. Es lo mínimo que puede esperarse en un Estado cuya constitución fue redactada durante sobremesas informales en el restaurante Casa Manolo de Madrid.

No está mal recordar que el PSOE recelaba del diálogo con formaciones independentistas hasta que cayó en la cuenta de que aquella era la única forma de sostener su ejecutivo. Pedro Sánchez, que se lo había jugado todo a la carta de Ciudadanos, vio cómo los apóstoles de Albert Rivera se derrumbaban en cada cita electoral y muchos de sus votantes corrían a refugiarse en la ultraderecha. No es de extrañar que ahora el Partido Popular invite al presidente a que se trague sus propias palabras: «con el único partido que no vamos a entablar diálogo es con Bildu».

Uno puede estar dispuesto a aceptar que la voluntad negociadora del PSOE es sincera. Dentro de sus reducidos márgenes de acción, el Gobierno español ha desatascado algunos enredos que con Rajoy hubieran sido inexpugnables. El indulto de presos catalanes. El acercamiento de presos vascos. También es cierto que las grandes promesas electorales del sanchismo permanecen en un largo limbo de incumplimientos. La derogación de la reforma laboral. La derogación de la Ley Mordaza. El balance es insuficiente. Lo malo es que al otro lado ha crecido una oposición tan monstruosa, un neofranquismo tan furioso y desacomplejado, que cualquier alternativa a Sánchez parece el peor de los infiernos.

 Es tan peligroso menospreciar el diálogo como sobreestimarlo o convertirlo en un fetiche sobre el que hacer girar toda la acción política. Y tan importante es saber dialogar como calibrar con quién, bajo qué condiciones y con qué límites y aspiraciones. Uno puede llamar con buena fe a la puerta del Palacio de la Moncloa e incluso puede negociar partidas presupuestarias, acordar políticas de empleo, avances educativos o pararrayos sociales. Pero el entuerto territorial español es otra cosa: un debate sobre la soberanía, sobre la configuración administrativa, sobre si las naciones sin estado pueden ejercer o no su derecho a la libre determinación.

Hay una genealogía de negociaciones que sí abordaron el nervio del debate. En Belfast, el Acuerdo de Viernes Santo reconoce el derecho de autodeterminación de Irlanda sobre la base de las mayorías democráticas. En Edimburgo, los gobiernos de Reino Unido y Escocia pactaron un referéndum de independencia sobre una base legal compartida. En España, mientras tanto, llueven garrotes. El cierre de la publicación “Kalerainfo”. El procesamiento contra varios CDR por un terrorismo que nadie ha visto. Hay quien detecta un pulso entre el Deep State y el Gobierno de Sánchez, pero me temo que ese Estado profundo es el mismo Estado que administra la superficie.

Para dialogar hay que empezar por hablar un mismo idioma. Un diálogo no es lo mismo que dos monólogos superpuestos en una cacofonía de voces. También es importante asegurarse de que las dos partes tienen la autoridad que se les supone. No sea que en medio del clima cordial aparezca una mano ajena, más enrabietada y poderosa, que pegue un puñetazo encima de la mesa y dé al traste con todas las buenas intenciones. Algunas veces sirve de poco negociar en clave de partidos cuando la realidad se impone por la espalda, por la fuerza y en clave de régimen.

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