Antonio Álvarez-Solís
Periodista

El alma y el costillar

Gobernar, dice alguien del Gobierno, es moderar las posiciones. El obrero-obrero ha dado un salto impensable: ha saltado de los 735 euros a los 900

Es muy difícil andarle a la libertad en España si no procedemos desde el alma que aclara y compromete, y no seguimos, por el contrario, empleando solo la fuerza física del costillar en hospicianas horas de vino y rosas. Desde la realidad no se puede llamar mundo nuevo a la limosna del poderoso para ir luego remendando en la guardilla los andrajos del trampantojo a fin de creernos bien vestidos. Subamos un escalón. No es lícito hablar de un porvenir logrado con alacridad desde las presuntuosas estrellas del puro y vacuo discurso de quien presuntuosamente elabora horizonte vano cuando alumbra camino de nada. Necesitamos un sol que aparezca en la limpia y poderosa amanecida que ilumine absolutamente la totalidad del paisaje. Un sol al que canten al son todos los gallos. Pedir milagro al informe montón de esto o aquello, perseguir lo inmediato y múltiple poniendo al tiempo pie en el freno o darle cuerda al reloj quebrado puede destruir la fe, fatigar la esperanza, desmigar la libertad. No requiero como desheredado dar lanzada más o menos heroica de caballero sino que aspiro a dar mazazo de peatón que abre zanja en el futuro. Y no me digan los relamidos que patrocino la locura, porque España ha sido siempre obra de locos cuando ha sido algo o ha pretendido serlo. No quiero ver ante mí a los que lloran su cotidianeidad, requieren el invento urgente y, a la par, corren por el paraguas porque conocen la pertinacia tormentosa del que otorga ¿En qué consiste verdaderamente la victoria de un herido costillar?

Hagamos ahora un alto para la meditación. Hubo fiesta en Madrid cuando el pasado jueves Podemos se hizo al fin gobierno al aceptarlo el empresariado que concedió finalmente salvoconducto al salario mínimo. Un dirigente de la formación de Iglesias ofició con solemnidad gregoriana la ordenación a sus siglas: «Llegan los rojos y empiezan con un acuerdo con la patronal. Nadie esperaba este salario mínimo. La CEOE ya no quiere ser ultra». Gobernar, dice alguien del Gobierno, es moderar las posiciones. El obrero-obrero ha dado un salto impensable: ha saltado de los 735 euros a los 900. Tener más parece exceso. Alguien afirma que en la firma del pacto de gobierno un rojo elevó con vigor el puño internacionalista. ¡Dios es providente! Se revive a Fidel y se destierra la corbata ¡El costillar, al poder! Un niño rezonga al pensionista: «¡Abuelo, yo quiero un teléfono nuevo!». Sí, España tiene costillar, pero alma… Queda lo de Catalunya, lo de las cárceles, lo de los jueces que han decidido gobernar a los gobernantes, lo de los barones rebeldes, lo de… ¡Abuelo, yo quiero un teléfono nuevo!

Es cierto que la ambición muere tantas veces en la dura empresa de la libertad; pero también es verdadero que la vida no la construye la infinita espera de la benevolencia de quien conduce la cordada humana a galeras. La vida es urgente. Y la urgencia no la satisfacen ni políticos cortesanos, ni jueces regalistas, ni ricos turbios, ni electores sin corbata. La urgencia trata de revivir –a mí eso ya me alza– quien explica a Sancho, con la visera levantada, qué es la libertad, qué es la justicia, qué pretende la plenitud del aire cuando se torna viento. Quizá yo sea gente de mar con sumario salvavidas, pero desde luego no soy gente de orilla. Me gusta enfrentar la ola con la vela preñada y la quilla respondona. Acabaré quizá, una vez más, en la playa hecho un alga reseca, porque Neptuno es un dios cabrón, pero que me quiten lo navegado.

Cierro los ojos y veo a la pareja en el otero. Observa el Caballero la recua de encadenados que conducen guardias del Poder. En la altura el Caballero pregunta a Sancho que quiénes son los encadenados. «Esta es cadena de galeotes, gente forzada del Rey, que por sus delitos –responde el acomodado en el rucio– va condenada por fuerza a servir al Rey en galeras». El Caballero se interroga a si mismo: «¿Cómo gente forzada? ¿Es posible que el Rey haga fuerza a ninguno?» Calla un minuto y concluye con claridad inhabitual en España: «Como quiera que ello sea, esa gente va por fuerza y no de su voluntad». El Caballero pica espuelas, se alza sobre los estribos y trota hacia los galeotes. El resto es sabido.

Estaba Cervantes de vuelta de su viajera y obligada andanza por la Europa empapada de liberal erasmismo… Antes había servido en Roma a un cardenal del Renacimiento, de quien fue profesor de español. Por fin retorna al Madrid inquisitorial y escribe lo que antecede. Cinco siglos más tarde el maestro Azorín encuentra al gran manco de pechos sobre el escritorio de su ultimidad en La Mancha entretenido en contar el discurso de la cabeza mágica de Barcelona, donde don Antonio Moreno, su huésped, hizo tocar a don Quijote la cabeza parlante hasta que el Caballero concluye: «Ahora digo que es menester tocar las apariencias con la mano para dar lugar al desengaño»; lo que lleva al Sr. Moreno a advertir que mejor fuera no pasar más adelante para que no se enteraran los inquisidores de la fe. Relata don Miguel tal historia mientras su joven mujer, tan española, le atosiga con los apremios de siempre: «Miguel debes saber…; Miguel, escucha… Miguel, hay que hacer…» Y don Miguel escribe aquello de «En un lugar de la Mancha, de cuyo nombre no quiero acordarme…» Y al fondo, la voz cantarina de doña Catalina Salazar le apremia: «Miguel, vámonos que nos esperan en el molino».

De todo ello leí cosas sugestivas en los enamorados hispanistas a quienes les atrajo nuestra selva, a la que Camille Mauclair puso el título inapelable: ‘‘La espléndida y áspera España’’. ¿Pues qué, si no?

Otro día hablaré del precio de la libertad, cuyo fruto es la justicia social preñada de personal y rica soberanía en todas sus manifestaciones. El precio de «ser» es absoluto; no es el salario mínimo tan angustiosamente conseguido No se puede adquirir un trozo de libertad, porque la libertad es una sutil realidad que vale todo.

He contemplado la efervescencia vasca frente a quienes golpean al pueblo con el Estado o el poder público. Todo eso es vida. Una vida que clama justicia entera, libertad sin frontera, e igualdad sin esfuerzo, pues como decía el Caballero ¿quién es el Rey para encadenar forzados? La calle es el pueblo, pero no un pueblo reticente ante su necesidad, sino un pueblo con aventura. Ser es lo colosal.

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