Antonio Álvarez-Solís
Periodista

El cesarismo

Había que controlar la situación. Obama, el césar, ha pasado como una ráfaga resurrectora por España, provincia al este del Imperio que se encuentra en pleno desorden. Si hay algo que manifieste claramente la actual mecánica política predominante en Occidente es el cesarismo, que los dirigentes políticos occidentales manifiestan de nuevo y muy significadamente ante un presidente de los Estados Unidos como único protector eficaz de sus intereses.

El cesarismo en su manifestación más genuina rebrota siempre con pretensiones salvíficas en épocas de decadencia moral del Sistema que señorea el mundo y que en su versión actual, aunque sea con la muerte ya en su faz, no se resigna tampoco al relevo. En ese momento de crisis sistémica una tropa de gobernantes se apodera del gobierno con absoluto desprecio de la cacareada soberanía nacional y con detestables maniobras se agavilla en torno al césar para convertirle en referencia suprema de su personalidad, en su pasaporte celestial. Ante el peligro que quizá no puedan remontar los provinciales del Sistema se amparan con el escudo en que figura el sol. No ostentan o detentan el poder –les da lo mismo un verbo que otro– con su propia energía sino que son el poder, el intocable poder cesáreo. Pertenecen esos gobernantes a la «estirpe» lujuriosa del césar. Eso sucedió en Roma, como muestra histórica de referencia, cuando se disolvía el brillante periodo republicano y quienes no se resignaban al naufragio de su nave recurrieron a la máscara cesárea.

Observar el talante y la secuencia gestual de los dirigentes españoles, incluyendo al rey, ante la presencia meteórica de Obama en suelo español ha constituido una nueva revelación acerca del cesarismo que impregna tanto a quienes velan con rigor ya débil el Sistema en la provincia, como a una parte sustancial de los individuos inanes que arrebujados en la  masa despreciada y ya sin conciencia de clase aspiran a convertirse en soberbios usuarios de una cortesana y falsa libertad.

El césar había llegado y tras descender de su gran pájaro aquilino pronunció con prisa y rotundamente la frase sacramental que le confirmaba como el ungido: «Sea cual sea su gobierno España será siempre el fiel aliado de Estados Unidos». «Sea cual sea su gobierno…». Hay quienes, ante palabras de este tipo, hablan de la tiranía norteamericana. No participo de esa opinión. El tirano y su tiranía es cosa muy distinta al césar y su cesarismo. El tirano es elemental, vive en una soledad transmontana y está dominado por un miedo interior permanente y exasperante que convierte su gobierno en respuesta brutal a ese miedo. Franco fue una muestra diáfana de ese fantasma interior de la tiranía. Franco trataba de ahogar todos los días a ese fantasma en un río de violencia y sangre. El césar es cosa muy distinta. El césar es la encarnación de un poder argentado y solemne que convoca a una elegante postura de obediencia religiosa a las masas conducidas con una vara que en cualquier momento de peligro para ese poder puede convertirse en la serpiente de Aaron. El césar es la expresión máxima del cesarismo que cada ciudadano, ya sin ciudadanía, aspira a encarnar. El césar actúa como una luz que todo lo invade, lo perfila y lo justifica. Por lo tanto su dominio representa la libertad insuperable, la democracia perfecta, la existencia noble ¿Cómo prescindir de una gota de todo eso? El único temor que cabe abrigar ante el césar, temor secretísimo además, es que caiga en la locura divina de hacer cónsul a su caballo. Los crímenes del césar se convierten en protección; la arrogancia, en majestad; la sangre derramada desde la cumbre de la pirámide, en sacrificio admirable para conseguir una mejor cosecha de libertad. De esa libertad hablaremos algo a continuación En el tirano todo esto se convierte, por el contrario, en brutalidad, en elementalidad, en pura supervivencia. El césar busca la estrella más lejana; el tirano se inmoviliza en la ciénaga.

Como acabamos de indicar la figura y la acción del césar son una tentadora oferta de libertad propia y absoluta frente al «otro». El cesarismo propone una libertad excluyente del entorno si ese entorno no se humilla; una libertad agresiva frente al medio que tan bien describe Lyotard en su estudio sobre la posmodernidad. Valdría el slogan: «¡Sea usted libre como el césar. Vote Sistema!». Escribe Pierre V. Zima –en “La Escuela de Frankfurt”– lo que sigue acerca de la libertad según Fromm: «Fromm distingue dos conceptos de libertad: la libertad formal, negativa, que es una ausencia de obligaciones (liberty from, que yo entiendo por disciplinada libertad cesarista), y la libertad positiva (liberty to), que designa la capacidad del individuo de desarrollar sus facultades, su personalidad. Liberado de las amarras feudales el individuo burgués goza de una libertad ambigua (la admitida por el césar, repito); aislado y solitario, débil en el plano económico y sentimental, ‘incapaz’ de practicar su libertad, (ese ser) acaba por sentirla como una pesada carga y emprende la búsqueda de la autoridad. El resultado de esta desproporción entre la libertad formal, ajena a todo tipo de obligaciones (freedom from), y la falta de posibilidad para la realización de la libertad y la individualidad, ha llevado a Europa a una verdadera desbandada hacia nuevas obligaciones o, al menos, hacia una total indiferencia». Añade Fromm, afinando lo anterior: «La crisis cultural y política de nuestros días no es debida (sin embargo) a un exceso de individualismo, sino a que lo que consideramos individualismo se ha convertido en una forma huera».

Un rasgo muy acusado del cesarismo es la implícita negación de la soberanía del país que visita el césar. El presidente Obama hizo gala de esta soberanía durante su visita a la base de Rota. Ajeno ya a lo español, reordenada la provincia, el Sr. Obama pronuncia su discurso importante dirigido a los suyos y sobre suelo propio. Es un discurso para sus militares y sus ciudadanos militarizados. Alienta a la disciplinada vigilancia del entorno. De Rota parte para Washington.

Analizado ese día cabe entender el cesarismo como una actuación escénica. Su estructura es teatral. La obra representada es coral y el actor se dirige al público congregado para admirarle. No le interesa al brillante protagonista la multitud que transita en el exterior. El público asistente, el verdadero público, conoce además el argumento de la obra y sólo pide que sea bien representada. Quiere ese público ver si el césar sigue espléndido tanto en su gesto como en su recitación. Si es así los medios de comunicación insistirán en prodigarle sus alabanzas y la multitud externa, uncida a los ordenadores y otros diabólicos medios de «información», envidiará a quienes han asistido a la representación. Incluso ahorrará para adquirir una entrada cuanto antes. En la sociedad presente quien no está en el espectáculo no existe. La teatralidad es la última fase de la política digna de defensa. La moral pública ya no interesa; carece de eficacia. El espíritu constituye una inservible divagación de exiliados. El Imperio se va llenando de teatros como en tiempos romanos ya amenazados por una decadencia irreversible. Los bárbaros amenazan, pero ¿quién cree en ellos junto al césar? Muchas veces los mismos bárbaros miran golosamente hacia Roma con su voluntad dividida entre la destrucción del Imperio y su ambición secreta a poseerlo.

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