Aster Navas

El corazón en un puño

Resulta bastante evidente que con Rusia hemos sido excesivamente condescendientes y le hemos tolerado muchos «resfriados».

Pericardio. Podría haber vivido perfectamente sin saber que tenía un pericardio si esa bolsa que envuelve y protege al corazón no se me hubiera inflamado el último día de 2018. Posiblemente hasta esa fecha había asegurado, con cierta ligereza, en alguna ocasión, que tenía «el corazón en un puño» pero fue esa madrugada del 31 de diciembre cuando lo sentí. Esta vez, literalmente.

Aquel episodio, especialmente doloroso, me ayudó a ubicar con precisión quirúrgica esa membrana en un punto exacto del pecho. No he llegado a conocer con certeza la causa de aquel mal trago pero se suele relacionar con una infección respiratoria que no curamos debidamente y que dejamos que se prolongue en el tiempo.

Subestimamos, por desconocimiento, la función crucial de estos tejidos fronterizos (mucosas, líquidos sinoviales, meninges, discos, epidermis, amnios) que protegen, refrigeran, amortiguan, nuestras piezas vitales; delimitando y conectando.

Seamos sinceros: también nos hubiera costado colocar Ucrania en el mapa. Ha sido la guerra –una inflamación, una patología a fin de cuentas– la que la ha ubicado definitivamente; la tragedia es el sistema de geolocalización más eficiente. Ucrania es, geográficamente, otra membrana extremadamente sensible; el cartílago imprescindible entre Rusia y Bielorrusia y ciertos países como Polonia, Moldavia, Rumanía y Eslovaquia que flirtean con una estirada Europa occidental que se hace la interesante. Sería muy subjetivo aventurar una causa pero resulta bastante evidente que con Rusia hemos sido excesivamente condescendientes y le hemos tolerado muchos «resfriados»: la impunidad con que son encarcelados (o envenenados, si es preciso) los opositores, el férreo control informativo que acabó con Anna Politkóvskaya. Y especialmente Crimea y el Donbass; en esta última región se mantenía abierta una guerra civil de facto que ha servido de puerta de servicio. Putin, en definitiva, llevaba demasiado tiempo constipado.

Se puede encontrar en la red una curiosa lista de «pericardios» a punto de caramelo, esperando un catarro para ponernos el corazón en un puño, “Las 13 disputas territoriales más chungas del mundo”, un desenfadado –se agradece– reportaje de Andrés Mohorte. Si las buscamos en Earth veríamos que están repartidas por todo el globo; las relaciones vecinales parece que son, cuando se trata de lindes, igual de difíciles en todos los sitios: El mar de Okhotsk, las islas Kuriles, Transnistria (pequeño territorio al norte de Moldavia), las islas Spratly (costa asiática del Pacífico), las islas Sandwich del Sur, Sáhara occidental, la isla de Hans, Gibraltar, la Antártida, el goloso Polo Norte; Olivenza y Táliga (aquí al lado). El periodista se deja en el tintero el Triángulo de Hala'ib (que enfrentaría a Sudán y Egipto) y la borrosa, aún, frontera entre Etiopía y Eritrea... Algunos de estos lugares son reclamados como propios hasta por seis países. Una lástima que esos espacios no se conciban como puntos de transición, de conexión y se utilicen como excusas para el conflicto; que se «inflamen» interesadamente.

Convendría recordar unas palabras de Albert Camus, a quien le tocó vivir las dos guerras mundiales: «Indudablemente, cada generación se cree destinada a rehacer el mundo. La mía sabe, sin embargo, que no podrá hacerlo. Pero su tarea es quizás mayor. Consiste en impedir que el mundo se deshaga». Corre el año 1957: Marilyn Monroe se casa con Arthur Miller, en Nevada se detonan decenas de bombas de hidrógeno; Paul McCartney conoce a John Lennon; muere Humphrey Bogart; sale a la venta el Seat 600 al módico precio de 73.500 pesetas. En fin.

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