El Derecho y el Estado
«Es la época de Bartolo: Trajeron un papel/ tomolo Bartolo, leyolo, plegolo/ y dentro de protocolo/ colocolo», de esta manera resume el autor la curiosa redacción del texto de la ONU en la que se proclama que «nada se puede oponer al derecho de autodeterminación», para también solemnemente proclamar después que «salvo su práctica». Rechaza reducir la autodeterminación a una especie de «levadura para un pan en un horno apagado» y critica con fuerza a los «ilustrados» que proceden así. La razón de autodeterminación de Euskal Herria y Catalunya, sostiene, nace de un sentimiento que desborda la Constitución.
Una serie de fáciles comentaristas ubicados sobre todo en Madrid han intensificado sus esfuerzos verbales para oponerse al creciente deseo catalán y vasco de conseguir la libertad política, económica y cultural de sus dos naciones. Algunos de estos comentaristas, caracterizados por su sencillez intelectual, puesta al servicio de la rígida dominación española, han dado con la llamada Declaración de Viena, de 1993, en que las fuerzas estatales dominantes en la ONU construyeron un entramado jurídico en el que se afirma solemnemente el derecho de autodeterminación de los pueblos a la vez que se reconoce, también solemnemente, la facultad de los Estados para rechazar la demandada independencia.
Veamos la curiosa redacción de este texto de las Naciones Unidas:
a) «El derecho de autodeterminación de los pueblos se concreta en que puedan autodeterminar libremente su condición política y perseguir libremente su desarrollo…»
b) «Nada de lo anterior autoriza a fomentar, quebrantar o menoscabar total o parcialmente la integridad territorial o la unidad política de Estados dotados de un gobierno que represente a la totalidad del pueblo».
En resumen, nada se puede oponer al derecho de autodeterminación salvo su práctica. Es la época de Bartolo: «Trajeron un papel/ tomolo Bartolo/ leyolo, plegolo/ y dentro de protocolo/ colocolo». Y a otra cosa.
¿Es admisible la revolución ante esta clase de políticas que crean derechos absolutamente unilaterales con burla para la razón más simple? No sólo parece admisible la revolución, sino inevitable. Estamos ante la vieja barbarie euroasiática de los caudillos rediviva en la sofisticada y actual barbarie occidental de la autocracia ¿Ante esta realidad angustiosa acaso sería tan absurdo hablar de un derecho a la violencia? Hay que añadir en apoyo de esta radical conclusión, y para justificarla ante la algarabía legalista de los traficantes de vida, una serie de textos que refuerzan la cínica e hiriente Declaración de la ONU sobre el derecho a autodeterminarse. Derechos como el que protege la intangibilidad de los Estados en cualquier momento y de cualquier manera, sin tener en cuenta el nacimiento, historia y procederes de esos Estados. Derechos cuasisoberanos de las multinacionales propietarias de tales Estados y decididas a la autoglobalización. Derechos de los organismos que garantizan la dominación del comercio y de las finanzas por parte de las poderosas minorías. Derechos escandalosos como la práctica del veto en instituciones que convierten la existencia de tantas naciones en una pura y triste multitud de sobrevivientes. En definitiva, derechos que de mil distintas formas y maneras crean un paisaje miserable que justifica moralmente muchas rebeldías que operan como un bautismo de libertad.
En la inmensa mayoría de todos esos documentos, mostrados majestuosamente sobre el altar de los organismos que resumen y guardan el poder sin más reglas que su propia voracidad, se convierte el Estado en nación a fin de dotarle de una nota de legitimidad; la nación en pueblo, con la voluntad de absorber las radicales disidencias y, finalmente, el pueblo en masa plástica para proceder a las mixturas que se tengan por conveniente. En la ya mencionada declaración se dice con el mayor descaro que el concepto de pueblo es profundamente oscuro, que la nación puede reducirse simplemente a la lengua y que solamente resulta sustantivo el concepto de Estado, que es una pura y simple construcción circunstancial que, sin embargo, rapta la verdadera legitimidad.
En las últimas semanas he leído documentos y algún texto mayor dedicados a hacer malabarismos con la idea de autodeterminación para dejarla reducida a una pura manifestación verbal al proponerla, ad kalendas graecas, como levadura para un pan con horno apagado. En quienes proceden así, dándoselas además de valerosos y originales exploradores de un esmirriado derecho a decidir, se trasparenta con simplicísima malicia la intención de que la libertad de los pueblos oprimidos por la faja del Estado quede sumida en un infantil juego de magia. Impotencia o falsedad. No lo sé. Pero yo les diría a todos esos inventores de trabalenguas que cuando sobreviene el parto son posibles muchas decisiones sobre el agudo momento que se vive, pero que no vale la de devolver la criatura al útero sufriente de la nación que por fin alumbra su destino. Convertir un nacimiento en un enmarañado cálculo con números primos me parece, aparte de una irresponsabilidad intelectual, algo que podríamos definir como un atentado a la paz.
El derecho de autodeterminación engendra su propia razón primaria, razón que nace de una serie de sentimientos que desbordan cualquier Constitución, como quieren los «ilustrados». Una comunidad no aspira a autodeterminarse si no bulle en su interior una fuerza de composición numerosa, esencial y exigente. Decía Hegel, en cita que recojo de su biógrafo Terry Pinkard, que la «idea de que fuese solamente una razón «ilustrada» la que nos moviese resulta simplemente increíble» y añadía para redondear esta idea que «la razón ‘ilustrada’ solo puede producir una ciencia o disciplina erudita, mientras que aquello que se necesita (para suscitar vida cierta) es sabiduría, cosa que jamás puede surgir de la ciencia únicamente». La ciencia –y admitamos denominarla así– como fabricación de fórmulas y la sabiduría –eso que nos apacigua en nosotros mismos– como colección en este caso de profundos sentimientos nacionales. Para buscar un parangón que ilumine lo que digo recurramos a lo eclesial –y una nación tiene mucho de eclesial cuando se da en pureza eclesial–: me refiero a la vital distinción entre derecho canónico, esa perfecta máquina ideada en la curia, y fe, esa enigmática voluntad de creer y creerse. Los «ilustrados» son peligrosamente canónicos; en cambio, la nación es el conjunto de seres unidos por la emoción. De cualquier forma hay que advertir que también hay nacionalistas canónicos y nacionalistas de fe. Pero si no se está emocionado ¿cómo saber que se está vivo?
Madrid es España, y en Madrid, la cifra de ciudadanos dedicados a escribir emails insultantes contra lo vasco y los vascos, contra lo catalán y los catalanes, en sus periódicos más sujetos al viejo patriotismo, está creciendo de modo exponencial. Yo no sé si ese odio es un fruto psicológicamente oscuro o está únicamente motivado por una necesidad simplemente viral, pues los virus no tienen material genético y precisan tomarlo de un en derredor que a la vez destruyen. Sea como sea se ha generado una rebeldía insobornable en Euskal Herria y Catalunya. Tal vez ese odio provenga de un secular y distinto nivel de vida, que convierte en secundario al dominante. Quizá este antivasquismo o anticatalanismo desvele una cuestión de personalidad. Decía Zubiri que «la personalidad es, en cuanto tal, la máxima simplicidad, pero una simplicidad que se conquista a través de la complicación (u organización de complejidades) de la vida». Quizá los vascos y los catalanes hayan tenido que ordenar una vida política, económica y cultural muy compleja y que les ha hecho ser como son, lo que no ha ocurrido en el caso de los españoles, que se han quedado en una plana simplicidad como consecuencia de los caudillajes. En suma, son tres naciones que han de vivir su propio destino.