Antonio Alvarez-Solís
Periodista

El día de la indignidad

Mariano Rajoy y Alfredo Pérez Rubalcaba son el objetivo de las críticas del autor de este artículo, un «anciano ‘rojo’ al que duelen cada día las Trece Rosas», según se autodefine en él. Sitúa a ambos en la sesión del Congreso en la que se abordó la sucesión en el trono borbónico. Al presidente del Gobierno español le achaca que calificara de debate una sesión parlamentaria en la que, sin embargo, negaba toda posibilidad a debatir sobre la forma de Estado. A Rubalcaba le acusa de traición, «quizá la última, pero una traición que sangra por mil venas abiertas en la esperanza de la verdadera democracia».

El 11 de junio del año 2014 figurará en el calendario político del reinado de Juan Carlos de Borbón como el día de la indignidad nacional. Un día más en una historia poblada de miedo a la libertad y de pescadores de fortuna. Siempre serán recordadas en la España moderna fechas de sumisión como las que enmarcaron el regreso de Fernando VII, la militarada del general Pavía, la soberbia quebradiza de los espadones, la sublevación de Sagunto o la última reunión de las Cortes de Franco para recibir el juramento de lealtad al Movimiento del monarca que se ha ido ahora. Fechas en que el pueblo español desapareció del escenario en que debió ser protagonista, para resignar una vez más su soberanía en los sempiternos actores de la «España con honra». Días siempre iguales de traición a la libertad. A la propia libertad personal. Es tremendo.


En los discursos de los líderes políticos en las Cortes redobló el pasado 11 de junio la retórica con que siempre se ha batido en España el latón antidemocrático con que están hechas nuestras instituciones. Líderes cada vez con menos altura intelectual pero, sin que nadie acierte a explicar paridad tan sobresaliente, perfectamente adecuados a la estatura de unos ciudadanos que se han negado siempre a reclamar el derecho al pensamiento y a los que el presidente del Gobierno hizo llegar, como pórtico de una lastimosa situación, nada menos que esta frase: «Hoy no está en el orden del día discutir acerca de la forma de Estado, sino únicamente ratificar y dar efectividad jurídica a la voluntad del rey», como si la Corona fuese bien tan personal que únicamente necesitase que la Cámara actuase de simple notario de una voluntad sin ninguna dimensión colectiva. Si uno llegara a admitir esta simple dimensión de la jefatura del Estado, como objeto no más que de herencia familiar, cabe preguntar muy seriamente: «Entonces ¿para qué tanta solemnidad ante un Parlamento al que bastaría con comunicar de oficio la sucesión del bien privado?».


Todavía más, si la reunión de la Cámara fuera obligada únicamente para tomar nota de una sucesión testamentaria ¿por qué afirmar ampulosa y preventivamente por parte del Sr. Rajoy que «el debate de hoy no es sobre la forma de Estado, ya que somos una monarquía porque así lo quiso la voluntad inequívoca de los españoles que así lo expresaron en la Constitución de 1978»? ¿Para qué, pues, mencionar el término «debate», por otra parte ocasión muy adecuada respecto al rey y al reino? ¿Es que el Sr. Rajoy dudaba que el pueblo español hubiera olvidado tal evento constitucional? ¿Y si simplemente trataba de reverdecer el hecho de la intangibilidad constitucional, no es lógico deducir ante su tozudez que la Constitución ya no funciona en la memoria de una nación con un alto porcentaje de ciudadanos a los que no puede obligarse con un voto que no emitieron por razones de edad y que, por tanto, debieran debatir sobre asunto que se ha vuelto tan turbio?
No parece sensato que el Sr. Rajoy reúna a unas quinientas cabezas solemnemente para aprobar una ley de rango notarial acerca de la abdicación, si se da por supuesto que estamos en un país que constitucionalmente debe tener legislados esta clase de hechos. Y parece menos sensato, por implicar una cierta dosis de duda y perplejidad, subrayar que este acontecimiento de la sucesión se ha desarrollado en un marco de tranquilidad y normalidad que demuestra «que España ya no es una democracia en construcción sino una democracia moderna y consolidada».


Vamos a ver, Sr. Rajoy. Si los españoles son tan profundamente monárquicos, como sentó usted en su plúmbeo discurso ante diputados entregados a la monarquía ¿para qué dedicar ni medio minuto a mostrar su admiración por la «tranquilidad y normalidad» con que está discurriendo todo? ¡Hosana!, gritaban los judíos cuando Cristo entró en Jerusalem, muy poco antes, ya ve usted, de crucificarlo. Pero este caso es muy distinto. Las palmas las estamos batiendo desde hace cuarenta años, los sumos sacerdotes de los altos tribunales bendicen con reiteración al Régimen que Franco empaquetó bien empaquetado, la Guardia Civil celebra con paellas lo del 23 F, el borrico está como nuevo y de crucifixión, ni hablar; ni para usted ni para el Sr. Rubalcaba, del que ahora vamos a decir dos cosas, porque parece, siguiendo la descripción evangélica, que es el que ha recibido las treinta monedas por entregar al Partido Socialista sin que diga ni pío de colgarse de una higuera, porque aquí las higueras están dedicadas a dar brevas.


Lo del Sr. Rubalcaba en la sesión de Cortes que nos ocupa tiene más flecos que una gaita. En primer lugar, del recuento de sus frases figura esta tan enigmática como resolutiva: la abdicación significa «la apertura de un tiempo nuevo». ¿Y por qué es nuevo este tiempo? España siempre está estrenando trajes nuevos para un cuerpo que, por otra parte, está yerto políticamente desde hace siglos. ¿Qué está pasando, además, para que desde la jefatura del partido de alternancia se diga que «nadie nos va a alejar del consenso de la Constitución». Y cierra la oración con una llave de seguridad: «¡Nadie!». Sr. Rubalcaba, aclare ese «nadie», porque uno cree estar escuchando, en esa determinación suya, los cascos de quienes están ya a las puertas de Roma. ¿A quién se refiere usted, Sr. Rubalcaba? ¿A su propio partido en descomposición o a capas ciudadanas que empiezan a salir del sueño?  Sea como sea, usted añadió algo que se balancea entre la tristeza de la derrota y la voluntad de solicitar el socorro de sus vencedores: «No cabe otra posibilidad que votar afirmativamente, ya que es una obligación ineludible e insoslayable». ¿Tan averiados están el Sistema y usted como socialista para firmar su propia sentencia de muerte? ¿Qué trata de salvar usted, Sr. Rubalcaba?


Muchos españoles que creían ver en el PSOE y en usted a la izquierda se han quedado helados ante esta otra frase suya: «Votaremos sí porque es cumplir la ley y cumplir nuestra Constitución». Hala, se acabó el socialismo y hay que irse a hacer puñetas. La Constitución es el opio de los españoles. Y que don Carlos me perdone esta acción de okupa ideológico. En el horizonte socialista solo quedan ya unas esquirlas de la explosión del partido que aspiran a sentarse audazmente en la silla vieja y honrada en que gentes como Largo Caballero y otros honestos revolucionarios pensaron una España presentable. Usted ha decidido ponerse el chaquet cortesano para acudir a la ceremonia del jubileo monárquico y poner la piedra final sobre el sepulcro de los que murieron por su fe socialista y su esperanza en una patria distinta. Eso, Sr. Rubalcaba, es traición; quizá la última, pero una traición que sangra por mil venas abiertas en la esperanza de la verdadera democracia. Usted, Sr. Rubalcaba, ha entregado las armas morales del pueblo al enemigo armado hasta los dientes de violencia y opresión. El largo camino del socialismo hacia un final perfectamente previsible, para qué vamos a engañarnos, ha llegado a su término. Permítame una infantil observación que tiene su valor por estar repleta de inocencia: es usted tan feo por fuera como por dentro. Ya ve en qué ha quedado toda la teoría política de este anciano «rojo» al que duelen cada día las Trece Rosas.

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