Antonio Alvarez-Solís
Periodista

El dulce discurso del Sr. Torres-Dulce

El hecho de que el fiscal general del Estado haya reconocido tanto el derecho ciudadano a los escraches, como el del Gobierno a castigar a quien los realice, indica una centralidad que iguala la «capacidad de aguante de los azotados y el derecho a repartir madera de los azotantes». Alvarez-Solís, que considera los escraches como un producto de la estafa política a los ciudadanos, recuerda que los electores pueden, aunque no suelen, hacer pagar por esos incumplimientos.

Aparte de los radicalismos de la Sra. Cospedal, que de alguna manera me recuerda a Agustina de Aragón en el glorioso momento de enseñar las bragas a los franceses napoleónicos para que se enterasen dónde se forjaba la patria; repito: aparte de la Sra. Cospedal, el asunto de los escraches está produciendo una notable variedad de finuras dialécticas entre los más elevados representantes del Régimen. Se trata de unos discursos que van del planto de los acosados a las posturas más ilustradamente represoras. Pero, aparte de la Sra. Cospedal, los que se enfrentan al problema suelen usar un discurso repleto de distingos y salvedades a fin de que nadie les acuse de coartar la sagrada libertad de expresión en los sensibles y precisos momentos en que la coartan.


Uno de esos habilidosos seres es el fiscal general del Estado, Sr. Torres-Dulce, al que le han empujado, en virtud de su oficio, al primer plano de los encontronazos entre el pueblo y sus representantes. Veamos a continuación cómo se disponen a proceder desde la fiscalía, que en España tiene una relación muy confusa, aunque útil, con el Gobierno. En primer término, el fiscal general es libre para ejercer la acusación cuando lo crea oportuno, pero íntimamente ¿desea ejercerla en el caso que nos ocupa? Ahí empieza otro aspecto del laberíntico mundo ideológico y jurídico que vive España.


El Sr. Torres-Dulce manifiesta ya en principio que no debe «criminalizarse» cualquier crítica popular. Esto alienta cierta esperanza democrática. El fiscal quiere distinguir. No todo está perdido, aunque los escrachistas sean unos nazis peligrosos, como advierte la Sra. Cospedal. El fiscal general llega a decir que esta postura inicial no intervencionista de la fiscalía ha de mantenerse «incluso ante la libertad de expresión» que se practica en los estraches. El «incluso» es un matiz que conviene tomar en cuenta para fijar la situación final, como decía un abogado de Lugo de su defendido: «Incluso este hijo de puta puede ser inocente». ¿Pero por qué debe tomarse en cuenta? El fiscal general mantiene que ha de establecerse un criterio de proporcionalidad entre la acción escrachista y los derechos individuales de los escrachados. El asunto empieza a adquirir una cierta finura canónica. La libertad de reunión y expresión es un derecho colectivo elemental, pero el Sr. Torres-Dulce advierte también de la suma importancia de los derechos individuales a la intimidad, la privacidad e, incluso también, a la imagen. Un dirigente al que los ciudadanos llaman ladrón puede serlo, pero tiene fuertes derechos a la privacidad y a la imagen ¿Y qué postura debe mantener el fiscal ante esta confrontación de derechos? El Sr. Torres-Dulce avisa: «No vamos a quedarnos pasivos ante cualquier desbordamiento de esos derechos» a la intimidad, a la privacidad y a la imagen. O sea, que al final de la reflexión el fiscal general ve claro que los ciudadanos perjudicados tienen un derecho pleno a la protesta escrachista, pero el Gobierno posee también un derecho pleno a zurrarles la badana. Es lo que el fiscal general del Estado entiende por «proporcionalidad». Por un lado la protesta forma parte de la democracia; por otro, los porrazos protegen la libertad. Es decir, hay que establecer un tén-con-tén. La situación ideológica sería de equilibrio. En Asturias hay una frase de origen celta que aclara perfectamente un panorama como el descrito: «Como sé que te gusta el arroz con leche debajo la puerta te meto un ladrillo».


Desde la simplicidad propia del ciudadano que trata de practicar a la letra el régimen de libertades propio de nuestra Constitución quizá se admita el equilibrio que comporta la «centralidad», como definen los dirigentes del Partido Popular, cohonestando la capacidad de aguante de los azotados y el derecho a repartir madera de los azotantes. Por ejemplo, este régimen de reparto es, de alguna forma y salvando todos los reparos, el que practica un país tan próximo a España como es Arabia Saudí: si tú me sacas un ojo yo te dejo tuerto.


Lo singularmente complicado en situaciones como esta del escrachismo, que representa la única forma de defensa que le queda a la población civil frente al Estado doblemente armado, son los conceptos que se manejan por el Poder, en este caso por medio del fiscal general del Estado. Por ejemplo ¿en qué consiste la centralidad?


Cuando se llega a la última frontera de lo conceptual la situación expositiva se torna difícil por agotamiento del lenguaje. La centralidad puede significar muchas cosas. Por lo tanto, una larga tradición en la lingüística recomienda acudir a los ejemplos que pueden iluminar el enredo. Un amigo de mi padre, que residía en el Urgell, le contó, en los negros tiempos de la Comisaría General de Abastecimientos, que había presentado un proyecto a este inolvidable organismo franquista a fin de que le autorizasen la fabricación de unos bocadillos que se venderían al público muy baratos en tiempos de tanta escasez. Los bocadillos se anunciarían como emparedados de liebre, si bien contendrían también carne de caballo, de ahí la autorización que se solicitaba. Mi padre hizo un gesto de indefinición y le preguntó en qué proporción se mezclarían las carnes. «A partes iguales –contestó el futuro fabricante–. Cuando hagamos la mezcla de la masa cárnica emplearemos una liebre y un caballo». La centralidad viene a ser algo parecido, en que la liebre queda representada por los escrachistas y el caballo puede ser personalizado por los antidisturbios.


El Sr. Torres-Dulce ha subrayado al llegar a este punto de la centralidad que la Fiscalía únicamente intervendrá contra los manifestantes cuando los estraches tengan «una trascendencia penal». Pero ¿qué hechos contienen exactamente esa trascendencia? Tampoco está claro el asunto. El fiscal general habla de coacciones y amenazas, pero esas figuras son de una amplitud literalmente infinita. Una persona puede sentirse coaccionada porque tiene miedo a los gritos protestatarios. Por ejemplo, gritar «¡Vamos a colgarte de los cojones!» quizá produzca en el destinatario de la indicación una suerte de repeluco que está situado entre la coacción y la amenaza. Hay que reconocer que la imagen de ese colgamiento eriza la piel, pero en el momento actual, y estando el presidente Obama encargado del orden internacional, ¿cree alguien que puede llegar a constituir esa frase una realidad preocupante? En los campos de futbol se gritan cosas como estas al árbitro y nadie se mueve del asiento. En cambio, emitir esta sentencia, sin mayores consecuencias policiales, refuerza la sensación de libertad de expresión en quien grita desde la grada. Fue Franco el que se encargó de incrementar el peligro, tan favorable para la acción de gobierno, de estas delicuescentes verbalidades al presuponer en ellas una peligrosa conspiración de los comunistas y los masones.


En fin, los escraches no son más que un producto de la estafa política a los ciudadanos que sufren el engaño programático. Son los electores los que podrían decir que el Gobierno procede con inadmisible y punible violencia al no cumplir ni uno solo de sus deberes protectores de la ciudadanía. Lo habitual es, además, y para desgracia de países ya abatidos hasta la raíz, que quienes se desgañitan ahora contra los mendaces procedan a auparles de nuevo en las urnas. El espíritu revolucionario solo funciona en determinados pueblos y círculos sociales. Aparte del Sr. Verstringe. Pero entonces el Sr. Torres-Dulce se deja de macanas retóricas y procede a empitonar por terrorismo a los que salen a la calle para defender la libertad y la justicia. Por ejemplo, los vascos.

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