El efecto Lucifer
La muerte de Iñigo Cabacas por el impacto de una bola de goma disparada por la Policía Autónoma vasca nos ha devuelto a un viejo debate del que sus conclusiones hace tiempo que conocemos. No hace falta que Rodolfo Ares o los sindicatos corporativos policiales nos pongan sobre la mesa reflexiones de revistas del corazón. No hay excepcionalidad en la actuación policial, sino la continuidad de una actividad prolongadamente malvada.
Sabemos, y los propios psicólogos que manejan la actividad policial en Madrid, París y Arkaute así lo han referido, que no se puede ser «un pepino dulce en un barril de vinagre», o por entendernos en nuestro lenguaje coloquial, que no es una manzana la podrida, sino que toda la cesta está podrida.
Hay puertas abiertas de par en par a la impunidad, refrendadas por jueces, directores civiles, subsecretarios que son respetables padres de familia, leyes dispuestas a permitir los excesos. Hay toda una cadena de mando destinada precisamente a mantener el cesto podrido porque si las manzanas recuperaran su olor y su sabor original, el orden establecido se desmoronaría como un castillo de naipes azotado por un suave viento del oeste.
Recordarán que hace unos años el mundo se escandalizó con los sucesos de Abu Ghraib, cuando los carceleros estadounidenses torturaron y humillaron a sus prisioneros iraquíes, sacando fotografías incluso de sus tropelías: simulacros de ejecución, masturbación y de sodomía. Los internos en Abu Ghraib fueron torturados y cuando alguno de ellos murió, hubo médicos y funcionarios capaces de falsear los informes para encontrar argumentos con los que justificar la muerte.
La distancia es enorme, pero no pude menos que recordarlos cuando «Deia» hizo una entrevista anónima (por supuesto) a un agente de la Ertzaintza que explicaba de manera vergonzante, y notoriamente contraria a los testigos, lo sucedido en los instantes previos a la muerte de Iñigo Cabacas.
En Abu Ghraib no se trató de una maldad cometida por un grupo de sádicos, sino de un procedimiento estudiado para destruir la dignidad humana. No había sádicos entre los soldados. Todas eran, aunque de extracción humilde y poca formación, personas equilibradas. En aquella crónica se encontraron implicados desde médicos, psicólogos y científicos hasta soldados de condición universal: padres de familia, excelentes maridos, trabajadores, profesores, religiosos... No eran, supuestamente, manzanas podridas.
Y hoy, unos años más tarde, al leer en «The Guardian» a Lynndie England, la soldado estadounidense cuyas imágenes torturando a los presos de la cárcel de Abu Ghraib dieron la vuelta al mundo, nos quedamos con la misma impresión de siempre: «Ellos eran los malos», dice England. Y ante la maldad del enemigo el fin justifica los medios. La tortura y la muerte, sobre todo.
La misma hipótesis de Rodolfo Ares que, en su comparecencia en el Parlamento, para responder por la muerte del aficionado del Athletic, citó 17 veces a ETA y únicamente 2 a Iñigo Cabacas. ¿Cuál era el objetivo de su comparecencia? ¿Justificar una muerte o investigarla? Detrás de su intervención, sin duda, habría un equipo de expertos que le marcarían su discurso y la incriminación del enemigo y, por extensión, su alianza con los amigos. Como en Abu Ghraib, un equipo en la trastienda, compuesto por «científicos y psicólogos».
La maldad policial es intrínseca a la misma institución desde el momento en que los objetivos son determinados por un grupo que intenta mantener las reglas de juego de un sistema favorable a sus intereses privados. Estamos aburridos, yo al menos, de escuchar hasta la saciedad esa división entre buenos y malos, entre un grupo que no tiene que ver con los desmanes de unas manzanas podridas.
Si es que hay una frontera entre unos y otros, que lo dudo, son los «policías buenos», precisamente, los que mantienen ese sistema, los que nunca hacen nada por denunciar a los «policías malos». Nadie los denuncia públicamente. En cuarenta años conozco excepciones en la excepción. Mínimas. Los «buenos» son los que hacen que el sistema funcione. Es como la buena madre que permite a su cónyuge maltratar a sus hijos sin oponerse, es el propio sistema.
Lo vimos en 1976, cuando cientos de policías entraron en Zaramaga a sangre y fuego, disparando y maltratando a los obreros reunidos en la iglesia gasteiztarra: cinco muertos. La orden fue determinante: «adelante, tirad a matar», como en los Sanfermines de Iruñea de 1978. No tuvimos noticias, y mira que las buscamos, de agentes que ayudaran a los heridos, que rezaran un responso por los fallecidos. Más bien lo contrario.
La matanza de My Lai, en Vietnam en 1968, todo un símbolo de mi generación, ya nos había demostrado que nadie escapa a la norma general. No hay buenos, hasta los mejores sucumben para dar respuestas represivas si el ambiente es el predestinado. Nadie era violador, torturador y asesino en potencia. Y, sin embargo, todos lo fueron en la realidad.
«Die Welle» (La ola), dirigida en 2008 por Dennis Gansel, nos dio la medida de esa contaminación. Nuevamente, la cesta de manzanas se pudrió, con una facilidad que nos dejó aterrados. Un grupo de estudiantes de corte antisistema, alternativos, fue reconducido, a través de técnicas grupales, hacia posturas filofascistas. Impresionante y real.
Los expertos, en especial el psicólogo neoyorquino Philip Zimbardo, llaman a esta contaminación con el título de «El efecto Lucifer». En 1971, junto a otros colegas, realizó una investigación de la que probablemente, a pesar de que han pasado 40 años, hayan oído hablar. La llevó a cabo en la Universidad de Stanford (EEUU). Tomó a estudiantes voluntarios para que actuaran de guardianes de una falsa cárcel. El experimento debía durar 15 días, pero tuvo que interrumpirlo al sexto ante la dureza de la situación creada. Los tranquilos y aburridos estudiantes se habían convertido en brutales y sádicos guardianes.
Zimbardo escribió aquella experiencia mucho después en, como he apuntado, «El efecto Lucifer»: Comprendiendo cómo gente buena se transforma en mala. La lectura del psicólogo era espeluznante. Y la describía en dos apartados: «la mayoría silenciosa hace que algo sea aceptable». Si nadie protesta, si la noticia no existe, los verdugos continúan implacablemente su tarea.
La segunda tenía que ver con algo que cargamos desde hace muchísimo tiempo: el anonimato de los victimarios. Ese anonimato, precisamente, convierte en bestias a policías, funcionarios de prisiones y soldados en el frente. Un anonimato que va desde la X de la cúspide de la pirámide, hasta el último escalafón, cubierto con un pasamontañas a los que eufemísticamente llaman «verduguillos». ¡Ay del lenguaje!
Hemos oído una y otra vez decir, en la cercanía y en la lejanía: «yo no soy de esa clase de personas». Y, sin embargo, esa clase de personas existen en una cantidad que debiera servir de reflexión. ¿Qué incita a un agente a meter el palo de una escoba por la vagina de una detenida en la comisaría de la Policía de Iruñea, tal y como fue denunciado en el Juzgado de Instrucción número 2 de Iruñea? ¿Por qué un juez no se atrevió a seguir con aquel caso? ¿Por qué no hubo otros agentes que denunciaron al «poli malo» si ellos teóricamente eran «buenos»?
Los ejemplos se me agolpan en el cuaderno. Recuerdo las versiones tan encontradas con la muerte por infarto de Remi Aiestaran, concejal abertzale en Villabona, tras la actuación de la Ertzaintza. No hubo fisuras en la versión oficial. Esas versiones oficiales que, a pesar del ridículo, nunca han dejado de circular.
Las circunstancias excepcionales son las que, finalmente, ponen a cada uno en su lugar. Las que al llegar ofrecen la perspectiva de cada uno de nosotros. Y es en ellas, en esta ocasión con motivo de la muerte de Iñigo, donde no hemos encontrado más que continuidad. Continuidad de un discurso que sabemos hueco y que no nos hace sino confirmar que el cesto está podrido. Por el bien común, Rodolfo Ares, si tuviera dignidad, debería modificar su curriculum vitae.