Antonio Alvarez-Solís
Periodista

Mueren los Estados de la modernidad

Lo que sobra no es lo que hacía el gobierno derribado y lo que hará el gobierno de la romería que acaba de abrir sus puestos; lo que sobra en todo su volumen es un sistema social que ha convertido la existencia en un tren de alta velocidad, pero con una sola clase

Lo que está sucediendo en Europa: Inglaterra, Francia, Italia, los Balcanes y ahora España demuestra algo ya inocultable: la muerte de los Estados surgidos de la modernidad que cubre un periodo de tres siglos: desde mediados del siglo XVII a comienzos del siglo actual. Es la época que puso en pie la burguesía en sus tres formatos: el comercial del siglo XVII-XVIII, el industrial del siglo XIX-XX y el especulativo o monetario que va desde la mitad del XX hasta los días presentes. Son los siglos que suceden al Renacimiento, de fuerte carácter ideológico y artístico que había roto el cinturón medieval, con sus monarquías absolutas, para integrar la surgente sociedad de los mercados en las concepciones intelectuales, económicas y artísticas del nuevo orden burgués. Ya bajo el imperio de la burguesía maduran las revoluciones que entregan las libertades creadas por la Clase Ilustrada, como la definió en su momento Hegel, a la dirección de un Estado crecientemente centralizado, el del «Todo» hegeliano, que impedirá o dificultará profundamente el difícil progreso de las masas populares hacia la democracia, aún pendiente hoy, con que soñaba el hombre explotado. Y ahí estamos, aunque el Estado centralista, bien armado aún en todos los sentidos y protegido por la imagen liberal, trate de supervivir organizando estructuras amplias o globalizaciones diversas en cuyo ámbito la ciudadanía popular, que conserva en cierto modo el carácter nacional y su correspondiente etnicismo, pierde la visión de los decisivos centros de poder, que acentúan su carácter represor desde planos poco detectables.

Es necesario este pequeño recorrido histórico porque sin él, como dijo Ortega, «nos pasa que no sabemos lo que nos pasa».

Me di a pensar en ello mientras seguía la sesión de censura parlamentaria en que fue derribado tumultuosamente el dueño de la Moncloa. Me alegré del acontecimiento porque esa combustión del fallecido, refugiado en la lejanía y la frialdad, representa una cremación completa de basuras apestosas, desde las basuras de la economía de la corrupción, a los despojos de un mundo intelectual agotado y de una política circular e inerte.

Lo que me preocupó, sin embargo, era que al cadáver pontevedrés le seguía un alegre cortejo de muertos que portaban, incluso, una corona en la que creí leer: «En memoria de nuestro hermano difunto, que en paz descanse y nos espere allá muchos años». Me pregunté razonablemente qué harán ahora esos zombis –y hago las excepciones debidas– con el poder. Porque el Parlamento seguirá sin la dirección ideológica que habría de contener el radical cambio necesario para convertir una masa de tuiteros en una revolución de ciudadanos ¡Esperanza hueca! Ahí tenemos ya el ejemplo italiano, el francés, el griego, el inglés en parte y, sobre todos ellos, el jolgorio del orate norteamericano que no sabe si irse de señoritas o bombardear Corea tras aislar a Canadá y Europa.

En mi reflexión urgente me pareció que aquello que precisa la humanidad doliente no son partidos de rugby entre parlamentarios que no parlamentan nada sino otro amueblamiento social usado por políticos que crean de verdad que existen las siguientes cosas que se deben eliminar a fin de detener la sangría mortal que está acabando con toda capacidad de sobrevivencia humana: que dos terceras partes de la humanidad se bambolean en la pobreza y demandan remedios básicos y urgentes como un plato seguro en la mesa y no la posesión simplemente gráfica de una casa en la costa; que el único negocio sano es el de las drogas; que la paz consiste en bombardear diariamente a ciudadanías desarmadas; que la fe no debe residir en la Bolsa sino en los templos ya que Dios ha de ser el último recurso; que jugar a la lotería es el más eficaz master de una post graduación vacía de horizonte; que hay dinero de sobra para las pensiones si se sanean los presupuestos, entre ellos los militares y los destinados a la salvación bancaria; que la riqueza la hace el trabajo mal pagado y no el capital excursionista; que la propiedad tenida por sólida suele ser un robo, como dijo un decente anarquista con barba; que más vale un toma que dos te daré; que el futuro debió empezar ayer… Es decir, que la decencia consiste en solventar necesidades y no en hablar con la prensa de la necesidad de la decencia para solventar necesidades.

No sé si todo eso saldrá de un gobierno socialista que ha olvidado completamente el significado de la socialización, que solo domina una confusa aritmética de urnas electorales y que promete con absoluto cinismo que conservará partes básicas de la política del líder derribado que hace dos semanas le parecían detestables.

Vamos a buscar la sencillez metafísica: lo que sobra no es lo que hacía el gobierno derribado y lo que hará el gobierno de la romería que acaba de abrir sus puestos; lo que sobra en todo su volumen es un sistema social que ha convertido la existencia en un tren de alta velocidad, pero con una sola clase. La necesidad radica en encontrar al hombre dueño de sí mismo; en recuperar un mundo que pueda ser cantado como lo hace don Quijote en su discurso de la Edad de Oro: «Dichosos siglos aquellos a quienes los antiguos pusieron el nombre de dorados y no porque en ellos el oro, que en nuestra edad de hierro tanto se estima, se alcanzase sin fatiga alguna, sino porque ignoraban las palabras de “tuyo” y “mío”. Eran todas las cosas comunes; a nadie le era necesario para alcanzar su ordinario sustento tomar otro trabajo que alzar la mano y alcanzarle de las robustas encinas… Los valientes alcornoques despedían de sí sus anchas y livianas cortezas con que se cubrían las casas para defensa de las inclemencias. La justicia se estaba en sus propios términos sin que la osasen turbar ni ofender los del favor y los del interés etc., etc.». Pues no creo que permitan esas cosas los que ahora han seguido al Sr. Sánchez hasta la Moncloa. Ni confío en el fácil acceso a los valientes alcornoques. Los alcornoques funcionan ahora de otra forma. En fin, que el modo de existencia seguirá el mismo camino y con idénticos avatares.

No soy un pesimista sino un modesto revolucionario que cree en la revolución ¿Podemos confiar en que acontecerá esa revolución? ¿O no podemos? Si sucede esto último habrá que consolarse con una canción asturiana que tatareaba un juglar acompañado por su gaita al que seguí durante muchos días de mi entusiasta, corta e infantil vida republicana en el Mieres de la integridad minera: «En Ceclaví, señores, se cometió/ un crimen fatal y triste/ pero fue por defender su honor./ Cuando vino la josticia/ y también los moncipales;/ cuando vino la josticia/ ya estaba el cadabre muertu». Yo siempre fui sujeto callejero y en la calle deposité una esperanza republicana que aún me anima, próximo ya a la muerte. Creo y tengo fe, las dos grandes y únicas certezas que hacen del hombre el ser elegido para coronar el mundo. Ahora, en el parlamento madrileño del Sistema, alguien ha disparado unos fuegos artificiales que no alarman todavía gran cosa a los explotadores. Pero al menos se ha acabado Rajoy, el hombre que mintió a su sombra. Espero que «cuando llegue la josticia el cadavre no esté muertu». Del todo. También dicen en mi tierra asturiana que nunca llovió que no parara. Seguiré en la calle, al menos en mi pequeño pueblo, con los jubilados, con las mujeres, con los parados. Dios hizo el mundo de la nada. Un ejemplo.

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