Antonio Alvarez-Solís
Periodista

El maltrato salarial a los jóvenes

No abunda la juventud ni en la primera línea de esos veteranos manifestantes ni en el tronco de la manifestación. Son manifestaciones con un estado mayor nuevamente concienciado y una débil infantería juvenil.

Realmente qué es lo que mantiene el maltrato salarial o el desempleo en la juventud? ¿Acaso los jóvenes están menos preparados ahora y no hay tiempo de ponerles en marcha pese al ejemplo del eficaz aprendizaje que en el pasado administraban las propias empresas? ¿O es que también hay que ahorrar el salario del aprendiz? ¿Es posible alegar que los jóvenes pueden esperar porque no tienen unas obligaciones familiares tan agobiantes? ¿Es admisible el argumento de que los jóvenes rechacen el trabajo por la ruindad del salario? ¿Es que prefieren una movilidad geográfica y unas libertades más complacientes? ¿Sueñan esos jóvenes parados con un futuro más satisfactorio que el logrado (¿?) por los veteranos y por tanto no se resignan a esa situación que les ofrece el presente?

Puede ser que todas estas suposiciones contengan una dosis de certeza en determinados momentos y acerca de unos concretos jóvenes, pero creo que esta miseria laboral que impide la adultez a los jóvenes está concebida por la sociedad poderosa con un propósito social abyecto. No soy un maníaco conspirativo, porque el cimiento moral del sistema neoliberal está cada vez más visible y no se precisa recurrir a senderos secretos para penetrar en su entraña, pero estoy convencido, como tantos otros observadores, que frecuentemente se recogen de inmediato en su concha para no complicar con declaraciones su status –puestos en las instituciones, anclaje en la universidad, comodidad en las fundaciones, asientos corruptos en los consejos de las multinacionales...–, estoy convencido, repito que vivimos un momento histórico donde expertos con una opinión privada distinta a la que sostienen en público –mienten a sabiendas– mueven una infernal maquinaria de carácter psicológico y social que adapta las multitudes a los propósitos más miserables del Sistema. En tal sentido la juventud es uno de los objetivos preferentes de esos camaleónicos «especialistas» que sólo se sinceran en ámbitos muy reducidos como si en lo manifiesto quisieran salvaguardar «razonablemente», aunque no posea legitimidad, el equilibrio de lo que está consagrado como sistema real e indiscutible ¿Y qué quieren conseguir los mencionados inverecundos de esa juventud maltratada con paros angustiosos o nóminas de vergüenza? Simplemente domarla. Son domadores muy estimados por los mercados. El joven ha de ser domado tenga o no tenga formación o capacidad de trabajo; ha de eliminarse en él una posible voluntad de batalla, un pálpito revolucionario, para tornarlo animal de granja. Se supone que una vez domado por un trabajo impuesto y con un pequeño donativo en el bolsillo el joven será transferido a la población laboral adulta con su pulso vital ya en mínimos, que es lo que requieren los «mercados». Es lo que Hegel resume en esta frase tan significativa acerca de la adaptación a lo tenido por real: «Si el aprender se limita simplemente a recibir no da mucho mejor resultado que el escribir en el agua».

He alimentado mi sospecha acerca de esa intención de anular la natural energía juvenil de protesta en la contemplación de las manifestaciones que empiezan a resurgir en la calle. En la composición humana de esas manifestaciones, sobre todo en sus vanguardias, predominan trabajadores de edad madura o muy madura que han salido al fin de las cavernas en que su alma de clase invernaba. Pero no abunda la juventud ni en la primera línea de esos veteranos manifestantes ni en el tronco de la manifestación. Son manifestaciones con un estado mayor nuevamente concienciado y una débil infantería juvenil que sigue la protesta a su modo sin orden ni control. Una infantería en la que predomina como mucho la «rabia» confusa, el deseo de destrucción física y de venganza urgente, pero no la disciplina y la eficacia necesarias para reconquistar la riqueza que pertenece a los trabajadores pues la han fabricado con su trabajo. Porque la tierra, hay que recordar tajantemente, no la han enriquecido los «mercados» y el dinero corrupto sino el trabajo y el consumo que sostienen como máquina primaria los trabajadores y su mundo. Ellos heredaron esa tierra que han saqueado los butroneros que habitan el dinero y el poder. Los jóvenes dudan, quizá, de esto que subrayo y a muchos les sugiere un populismo trasnochado, resto de un pasado revolucionario esfumado en la lejanía. Hay jóvenes que ni siquiera entienden el generoso jubileo de los muchachos que hincharon el brillante globo del mayo francés del 68, que sin saberlo protagonizaron esta máxima hegeliana que yo reclamo ahora para los cristianos proletarios de Dios: «Lo primero que hay que aprender aquí es a estar de pie».

Los jóvenes que no combatan con el elevado espíritu que rehaga la moral de conquista de un trabajo digno y justo irán acomodándose a una disciplina servil y, en el mejor de los casos, a un «dolce far niente» en el que permanecer mediante la ironía ante lo «imposible» de cambiar la realidad. De vez en cuando, en este desierto democrático, se abre el cielo de las instituciones y desde él dejan caer sus usufructuarios un maná escaso y monótono –«¡el gobierno, gritan los gobernantes, anuncia nuevas ayudas!»–; un maná acompañado de una voz tonante que proclamará con voz de milagro la frase maldita de «¡esto es lo que hay!». Mas para que ese maná sea aceptado por los desheredados han de disponer los poderes de un pueblo que haya nacido bajo el imperio de su sermón. El futuro del Sistema continuará protegido en la impenetrable arca de la alianza. Ahí está mi primera conclusión sobre la manipulación de los jóvenes por quienes les convencen del valor de la dogmática capitalista. Yo me permito en este momento subrayar el atentado que supone deslumbrar los espíritus con una ciencia degradada a cientifismo; de unos saberes que solamente pueden medrar si previamente se ha aniquilado la sabiduría, que es el único camino para juzgar rectamente la vida. Eso es crimen moral y perversión material porque como escribe Bloch «no es posible dar a nadie lo que no se tiene de antemano», como es progreso verdadero y futuro en que quepa al menos un poco de felicidad, que es bienestar más dignidad.

La inteligencia, que solamente se identifica en el diálogo honrado, ya no es el signo distintivo y fundamental de la vida humana. La inteligencia sólo se genera en la igualdad del diálogo, en el respetuoso manejo y conocimiento cabal de las palabras, en el pretendido objetivo de la paz como vínculo vital con el «otro», en la manifestación genuina de la soberanía de los pueblos y de los individuos mediante su mutuo conocimiento. Hegel decía de la inteligencia que es «la facultad cognoscitiva». ¿Y quién «conoce» en este periodo de la historia? ¿Quién vive hoy en una sociedad civil repleta de estímulos intelectuales y morales y no en el seno antropofágico y esterilizante del Estado tal como funciona en manos de los «mercados»? La equivocación del materialismo marxiano es rechazar el pensamiento puro como trabajo, cuando marxianamente el trabajo que produce una sociedad auténtica está en la producción de cosas materiales, dicho sea sencillamente. Pero las equivocaciones deben superarse depurando la dialéctica y no encastillándose en los principios. Lo revolucionario deja de serlo cuando se produce en el seno de una dialéctica obviamente continuada. Y lo que hace el Sistema, digamos para concluir, es adormecer a los jóvenes para evitar el cambio de dirección de la sociedad ahora dominada por una postmodernidad destructora de todo conocimiento dinámico y creativo; de toda justicia. Como dice pícaramente una copla de romería galaica: «Comamos, bebamos/ poñámonos gordos/ e si nos molestan/ fagámonos sordos».

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