Olga Saratxaga Bouzas

El miedo en las relaciones de poder

«Aprendí que el coraje no era la ausencia del miedo, sino el triunfo sobre él (Nelson Mandela).


En términos generales, las luchas llevadas a cabo por movimientos sociales constituyen la memoria de la humanidad en torno a procesos de reivindicación colectiva. Uno de sus fundamentos radica en propugnar estructuras de justicia social: la contrapartida histórica de la desigualdad de clases. Son activos de futuro en cualquier transformación socioeconómica, en ellas y por ellas se forja el reconocimiento de derechos y su implantación en la praxis política.

A diario se cometen infinidad de abusos de autoridad de distinta tipología y gravedad: situaciones ilícitas de privación del agua y de la tierra, contaminación del suelo y de la atmósfera, hambrunas y genocidios programados, amenazas de muerte contra quien se atreve a denunciar los atropellos… todos uncidos por imperativo patriarcal. Ante estas realidades, adversas a la vida, nuestros mundos se mueven hacia posiciones de equidad desde cada gesto disconforme que seamos capaces de validar en acción conjunta, calibrando el paso cada vez que exteriorizamos la rebeldía, sobreponiéndonos al miedo, reconociendo la dialéctica de coraje que subyace en nuestra corresponsabilidad de incidencia. En cualquier estamento de opresión se dan una serie de pautas conductuales y factores determinantes en la consecución del propósito de sumisión, tanto por parte de quien ejerce la fuerza como del propio sujeto de dominio. En esta relación de poder, determinada por múltiples causas, que no «azares», se fundamentan las cronologías de los territorios y, en consecuencia, las vidas de cada una de sus habitantes.

Lo que sustentan las resistencias comunitarias presentes debe definirse más que nunca como alternativa transversal al desarrollo extractivista aplicado por el capitalismo. Aun teniendo en cuenta que los comienzos de este modelo productivo datan de siglos atrás, el avance de su hegemonía, en manos de las grandes transnacionales, provoca efectos devastadores no solo en las comunidades donde se expolian los recursos, sino que se traducen en consecuente emergencia global. Sin olvidar otros factores de desestabilidad mundial derivados de su capacidad de influencia geopolítica, incluso militar, que las permite intervenir en funciones de Estado.

Uno de los conceptos que interiorizamos en la primera infancia es que formamos parte de un grupo, y vamos estableciendo lazos de pertenencia fuera del estrato familiar según adquirimos consciencia de quiénes somos. Todas tenemos un lugar al que volver o donde permanecemos durante el tránsito evolutivo. Mi ámbito de apego inmediato es Muskiz. Aquí nací y tuvo lugar mi infancia. En una comarca marcada por el mineral y los registros de propiedad de terrenos públicos de las grandes fortunas extranjeras, condicionada por el monopolio feudal de todo aquello que conllevara un valor a explotar –ya fuera humano o material, en beneficio particular–, representado en el binomio clase obrera-vasallaje. Mi adolescencia y juventud se nutrieron del paisaje de sus acantilados, junto a vestigios mineros abandonados a la suerte del olvido sin memorial a los muertos del capital. Estériles ya en este siglo para la industria y la economía privada.

Pertenezco al sustrato de verdes y marismas sepultado por dictamen gubernamental. Primero, de la dictadura franquista, al conferir facultad de destrucción del Estuario del Barbadun y terreno colindante habitado a Petronor –fundada en Bilbao en 1968–, para construir una refinería en el núcleo poblacional, al tiempo que autorizaba el uso de las 20 hectáreas ubicadas en dominio público marítimo-terrestre a su actividad petrolera durante 40 años. Ya en 2010, a falta de 2 años para agotar la concesión, a pesar de la Ley de Costas 22/1988, se continuaron vulnerando los derechos de recuperación de esta área de ecosistemas por las mismas instituciones vascas que se arrogan la gestión de velar por la ciudadanía, gracias a una enmienda del PNV a la Ley de Economía Sostenible del PSOE. Favoreciendo, por 40 años más, a una de las macroempresas torturadoras del planeta: Repsol, cuando debería haber sido improrrogable y el espacio natural usurpado catalogado ZEC, Zona de Especial Conservación.

Mientras prosigue su trazado de blanqueo de imagen y bienvenida de puertas giratorias, su acrónimo filial, Petronor, ha cumplido 52 años de invasión local, a espaldas de la verdadera actuación sostenible. Permanece en estado intocable, siendo el mayor hándicap medioambiental y de salud del municipio de Muskiz y aledaños, porque ni siquiera los expedientes sancionadores de Demarcación de Costas, avalados por la Audiencia Nacional, hacen mella en su blindaje institucional. Una historia repleta de irregularidades y connivencia política, como hemos comprobado días atrás con la voluntad del PNV: estampó su negativa a gravar fiscalmente a oligopolios energéticos cuyos beneficios en 2023 superan los 10.000 millones de euros. Y lo hizo de la mano de la ultraderecha y las derechas catalana y española.

Soy la mujer en la que se convirtió la niña que jugaba en la plaza del barrio a campo «quemao» y tres navíos en el mar; al marro, al hinque, a las tabas… la que veía muskerrak (lagartos) al sol en las aceras colindantes a la gran vega-marisma del río Barbadun antes de desaparecer bajo el asedio colonial.

En ocasiones, me gustaría volver a sentir miedo la víspera de examen: el nudo en el estómago por haber preferido jugar a estudiar. Aquel «medio miedo» al llegar a casa más tarde de la prescripción materno-paterna. Cambiarlos ambos por el miedo actual. Uno y otro eran, sin duda, motivo de menores secuelas que la huella que la petroquímica y su alianza política conllevan, e infinitamente menos dolorosos en lo humano, comunitario y personal.

Bilatu