El ministro de Asuntos Exteriores habla de Catalunya
Seguramente acosado por un pálpito premonitorio y clarificador, que le adelanta el asunto como cosa del extranjero, el ministro español de Asuntos Exteriores ha hablado del futuro de Catalunya. Desde luego, no ha aportado nada inteligente. Ha dicho lo de siempre, que la unidad de España es incuestionable, algo que nadie discute, ya que los españoles tienen perfecto derecho a estar profundamente unidos. El problema empieza con los catalanes y los vascos, incluyendo una cifra ya alta de gallegos.
Las tres naciones periféricas repiten una y otra vez que no se sienten españolas, lo que quieren probar mediante el correspondiente referéndum, que ha de funcionar en el interior de esos tres pueblos, al menos en el seno de los dos primeros y que posiblemente les liberaría de su forzada españolidad. Sería absurdo, por tanto, que los españoles extramugas votaran sobre las aspiraciones de vascos y catalanes. Un español ya se sabe que siempre votará que un vasco o un catalán son españoles y eso hace redundante o inútil su votación.
Los españoles parten, en el mejor de los casos, de algo tan curioso como que el suelo catalán o vasco pertenece a España y que, por consiguiente, lo que digan los catalanes o los vascos está expresado por unas ciudadanías que al parecer son simples y repelentes okupas de una tierra que no es suya. Desde un serio punto de vista antropológico, esta afirmación resulta tan absurda como si los peces tuvieran que irse del agua al reclamar su independencia de la orilla. No sé si el Sr. Margallo se habrá dado cuenta de este detalle que destaco a su atención. La españolidad es algo tan admirable como el chicle, que cuando más reducido está en el envase más se estira en la boca.
La Sra. Cospedal, que acaba de afirmar una vez más que «la soberanía nacional reside en todos los españoles, no sólo en unos cuantos», es quien ha fabricado esta teoría admirable de que yo soy el otro porque el otro, que es él, no me deja ser yo, lo que parece un enredo heideggeriano sobre el dasein y la nada. La Sra. Cospedal es una tenaz productora de silogismos falsos, pues afirmar que la soberanía nacional radica en todos los españoles y manejar tal evidencia para concluir que los vascos y los catalanes no pueden aspirar a su propia soberanía porque son españoles es manejar una petición de principio o falacia, artilugio lógico consistente en que la evidencia que se pretende con una proposición –por ejemplo, los vascos y los catalanes son españoles– necesita tanta prueba como la proposición misma. Se me ha de perdonar este pequeño exceso académico que no alberga otra pretensión que ayudar a la Sra. Cospedal a desenredar sus tejemanejes verbales. No puede perderse de vista que la Sra. Cospedal quizá constituya el foco viral que desequilibra la salud política del Sr. Rajoy.
Ya que hemos mencionado a Heidegger, filósofo de altísimo perfil, bueno sería echar mano de una frase suya a fin de sostener el valor esencial que encierra la petición catalana o vasca acerca de su independencia: «Todo preguntar –el referéndum, el referéndum– es un buscar y todo buscar tiene su dirección previa que le viene de lo buscado». O sea, que el referéndum de autodeterminación es una pura cortesía con España, ya que catalanes y vascos saben de antiguo lo que buscan. Y la antigüedad de la búsqueda confirma muchas de sus pretensiones. Esa larga búsqueda incluso justificaría con su tesón popular una declaración unilateral de independencia. Pero la consulta o referéndum es una oferta muy atendible hecha por espíritus que aspiran cortesmente a la paz. Si los dirigentes de Convergencia y del PNV, tan viejos como irisados nacionalistas, lo ven también así, bueno sería que cambiaran el ritmo de su marcha hacia la liberación de sus pueblos y procediesen con una clara energía en pro del alma verdadera de sus paisanos. Al fin y al cabo, y ruego disculpa para mi insistencia, si lo que se busca desvela claramente, ya en principio, qué es lo buscado, nada se opone a reconocerlo así y con ello unir consecuentemente la elegancia en la negociación necesaria con la energía en el logro pronto de lo que se pretende. Dar claridad y generosidad a la política constituye una de las radicales aspiraciones de los pueblos en un periodo poblado de confusión y engaño.
Conste que la cuidada y casi científica expresión que he empleado hasta aquí no contiene un exceso retórico, sino que trata de hablar con respeto a mostrencos –según la RAE, «tardo en el discurrir o aprender»– como el Sr. Ramos, concejal socialista en Donostia, que ha criticado al alcalde de la ciudad, Sr. Izagirre, por no yugular la multiplicación de pancartas y pintadas alusivas a los presos de ETA en la parte vieja de San Sebastián con motivo de la Bandera de la Concha. Por boca del Sr. Ramos ha hablado la vieja España, que considera que la preocupación por los presos de la organización armada frente a sufrimientos añadidos exige «una postura proactiva de rechazo de estos hechos». Situarse en esta postura no ayuda nada a convertir la llamada cuestión vasca –que yo creo que debería llamarse la cuestión española– en materia de noble y franco debate, como todo lo político. Los vascos quieren la libertad de su país y solicitan que se trate bien a sus paisanos presos. Esto no puede encararse con el discurso sofístico de que en Euskal Herria no hay más que españoles –además cabreados– y que lo que quebrante esta «realidad» étnica debe tratarse como un atentado a la salud pública. En torno a este asunto Aristóteles distinguió hasta una docena de sofismas, entre ellos los de lenguaje, de los que he tratado. Cito al estagirita porque tiene más autoridad que yo, y si aparece la justicia, que se entienda con él.
La política, ya que todo esto de lo que estamos hablando pertenece a la política, tiene una primera función, la más importante, que consiste en habilitar una verbalidad que conduzca al mayor entendimiento posible. Conste que al hablar de entendimiento no me refiero a la satisfacción completa de ambas partes, ya que eso es literalmente imposible. Cuando hablo de entendimiento me refiero, muy modestamente, al uso de un lenguaje que conduzca a desbrozar el debate de la mala hierba de la venganza o de la temible agresión personal. Las ideas no deben recalentarse porque se estropea todo, lo que sucede también con las latas de precocinado, sino que han de ser expuestas con determinación y claridad y recibidas con la presunción de la buena fe por parte de de quienes las sostienen.
Los vascos sostienen que España es una nación indiscutible, pero los españoles dicen que los vascos son unos españoles que les han salido pasados de horno. Todo esto parece muy simple, pero no lo es, ni mucho menos. En las ideas, que son esa sustancia intangible con que, al fin y al cabo, se hace el mundo, se suele embutir desde las bajas pasiones a los tuertos intereses. Las ideas son utilizadas en infinidad de ocasiones como envase supuestamente correcto de drogas alienantes, entre ellas una retórica de romería.
Un ejemplo de lo que digo lo constituye esa terquedad con que se habla de Ebro abajo de la madre España, de la gran nación de todos, del depósito de una herencia común y mil glorias más, cuando la verdad es que en estas magnificencias suele haber más contabilidad y más freudismo que ninguna otra cosa. Sostener que Euskal Herria y Catalunya son españolas y que como españolas han de someterse a lo que decidan los españoles es lo que Aristóteles, el contrincante más conocido de la Sra. Cospedal, denomina sofisma.