El occidentalismo ha muerto
Es posible que el crecimiento económico y el empleo hayan de leerse ahora como dos realidades pertenecientes a mundos planetariamente distintos e incluso opuestos
Una de las señales más visibles del final histórico del occidentalismo -–concepción aún dominante en todo el mundo, aunque ya a trancas y barrancas, de lo social, cultural y políticamente admirable– es la corrupción de su lenguaje. Occidente ha presumido, y aún se jacta en determinadas cumbres, de hablar con plenitud de sentido en los ámbitos de la cultura, de la política o de lo social, escenarios de su acción modernizadora. La libertad referencial está en la raíz de lo europeo, como lo están lo social y lo cultural. Las revoluciones acontecidas en el interior de lo europeo u occidental, sobre todo en los dos últimos siglos, han pervivido o se han derrumbado al contrastar su lenguaje con el que secularmente posee Occidente para tratar de la razón, la libertad, la justicia o la democracia. La misma ciencia esencial ha sido custodiada hasta anteayer por ese lenguaje severo y repleto de «diosicidad» europea. Occidente decidió desde los tiempos de la Hélade cómo habían de llamarse las cosas para ser verdaderamente cosas. Pues bien, toda esa inmensa seguridad está cayendo con estrépito ante un lenguaje arruinado. La libertad tiene un diccionario frágil; la justicia es equívoca en su verbalidad; la economía usa términos variables hasta límites de escándalo; el arte es analfabeto; la moral maneja mil diccionarios diferentes… El dios de la verdad ha perecido en un día paradojalmente convertido en noche digital.
El párrafo anterior sobre el naufragio de la occidentalidad se me ha ocurrido a mí mismo –así, de repente– al amparo de mi inanidad jactanciosa. En un rato de arrebato anarcoide se ha deshecho entre mis manos la matemática lingüística de los números primos. Por ejemplo, para autorizarme a mi mismo en eso de la ruina de lo europeo, leamos una información económica presuntamente iluminadora aparecida en las páginas de un periódico donde se celebran las bodas diarias y epicúreas entre el capitalismo duro y el socialismo blando: «El primer mes del año nunca es bueno para el mercado laboral. Ni cuando la economía crece mucho se evita que se hunda la afiliación a la Seguridad Social y se dispare el paro registrado. Y eso es lo que ha vuelto a pasar en el 2020».
Fijemos los anclajes del idioma que acaba de usar el diario aludido cuando afirma que la «economía ha crecido mucho». Según la RAE «crecer es aumento natural de los seres vivos o aumento de una cosa», en el caso presente, de la economía como un todo. Consecuencia inmediata del párrafo anterior: ¿si se crece económicamente, y además «mucho», cómo es posible que el empleo caiga en 244.044 personas, la mayor reducción desde el 2013? Filosóficamente este relato cae en la llamada «contraditio in re». Pero solo en apariencia; no nos precipitemos. Es posible que el crecimiento económico y el empleo hayan de leerse ahora como dos realidades pertenecientes a mundos planetariamente distintos e incluso opuestos; esto es, que el planeta de la riqueza esté orondo y que el planeta de los trabajadores que trabajan para los ricos esté escuchimizado por su cuenta. O sea, sin explotación. Los utilitaristas ingleses del XVIII resolvieron gimnásticamente este sin sentido diciendo que en la mesa de los ricos no tenían asiento los pobres. Pero digo yo que si la economía crece y el paro aumenta, el consumo debería constituir un tercer planeta, que sería el planeta de los consumidores, ajeno a los dos citados anteriormente pues no influye sobre ellos, con lo que la palabra economía sería un vocablo con tres acepciones. Cabe argüir que este inmenso lío no sea tal si tenemos en cuenta que las máquinas digitales constituyen otro planeta en donde no existe el paro, producen riqueza sin empobrecer al trabajador e incluso no generan pensiones ni gastos adyacentes, pero ello nos sitúa ante un cuarto planeta económico. Pero si… En definitiva, que el majestuoso y unitario término occidental de economía para describir una organicidad de inversor, trabajador y consumidor ha desaparecido en una economía que puede llegar a ser plurinumismática y transpersonal, con finos toques de fantasía numérica aportados por la cocina bancaria.
Sigamos leyendo la información «utilitaria» del mencionado rotativo para explicar el sorprendente lenguaje empleado acerca de un mundo que ha huido de la majestad única del lenguaje clásico de Occidente, poniendo en marcha una economía de variado diccionario: «Cuando acaba la Navidad finalizan muchos contratos de temporada en el comercio minorista y en la hostelería. También acaban muchos compromisos laborales vinculados al año natural».
Aquí el redactor que facilita la información precedente hace un zig-zag semántico sumamente apreciable para sortear la situación. No habla de trabajadores ni de empleo sino de compromisos laborales o contratos de temporada. Esto es, el trabajo de un camarero deja de observarse como empleo laboral –con su plenitud horaria y su proyección clásica de vida personal y familiar– para convertirse en compromiso o contrato. El Sistema culebrea por el diccionario, ya que compromiso es definido por la RAE como «delegación para proveer ciertos cargos eclesiásticos, convenio entre litigantes, escritura de otorgación, dificultad, empeño o duda de lo que antes era claro». Es decir, la estatura de Pepe, el camarero, ya no es de trabajador que puede ser despedido y condenado al hambre sino de ciudadano al que no cabe encuadrar en algo tan pedestre como el paro laboral. Es decir la información ya no ha de contener conceptos lingüísticos tan hirientes como el «paro» sino el cese de un «compromiso» o el «cese de un contrato de temporada», lo que convierte a Pepe, el camarero, en un CEO que sirve café o en un canónigo que está oficiando en misiones turísticas.
La corrupción del lenguaje y de otros solemnes aspectos del occidentalismo convierte a la civilización aún instalada en un despojo mal oliente, incluyendo la realidad humana en que miles de millones de individuos han sido desposeídos de una sacralidad luminosa y respetable para regresarlos a una animalidad dolorosa en que la pieza es cazada en un juego de aquí te pillo y aquí te mato, Periquín. Pero sin mayor trascendencia.