Antonio Álvarez-Solís
Periodista

El país de la insolvencia

Lamenta el autor en su artículo la «insolvencia absoluta» del debate sobre la independencia catalana en el Estado español. Como muestra de esa carencia, se refiere al recurso de mezclar delitos de corrupción «perfectamente personalizables» con aspiraciones políticas populares que, así, «adquieren la calidad de pecado original de todo un pueblo».

Aclaremos algo previamente. Lo que sigue no constituye una crítica unilateral contra el clásico comportamiento político e intelectual de los españoles cuando tropiezan con algún problema. En este análisis crítico caben también una serie de catalanes y de vascos de poco gálibo intelectual, aparte, obviamente, de la citada muchedumbre de españoles que llevan siglos obviando cualquier reflexión que exija un mínimo de inteligencia. El español suele tropezar con el pensamiento de un modo abrupto y le desborda. En los últimos días el debate español sobre la independencia catalana es de una insolvencia absoluta. Para lograr un envenenamiento que oscurezca el debate, el Gobierno de Madrid y los partidos unionistas mezclan corrupciones de élite con aspiraciones políticas populares a fin de que estas se autodestruyan por contaminación. Delitos perfectamente personalizables adquieren la calidad de pecado original de todo un pueblo; los razonamientos  morales que caracterizan la política nacionalista catalana son convertidos por Madrid en una exhibición de deseos y furias guerracivilistas de una espesa vulgaridad. Con todo ello se va constituyendo un amasijo al que cuatro incompetentes en la política, el mundo económico, el periodismo de micrófono inope e instituciones forradas de papel de plata como la justicia denominan opinión pública. Cuando uno compara, por ejemplo, las entrevistas que hacen en Inglaterra, Francia o Alemania a personalidades de variada índole, la imagen que ofrecen aquí los entrevistadores y los entrevistados destruyen en nosotros toda voluntad de conectar con la televisión nacional. Todo el talento queda sostenido por unos zapatos femeninos de tacón de aguja y unas crestas masculinas que acaban en el kikirikí estúpido del gallo que denunció a San Pedro.

Superar esta realidad significa, al menos, preparar a los ciudadanos en el uso de una lógica elemental que sirva de falsación a lo que oyen o contemplan a fin de decidir si vale la pena. Vamos a ello. Se trata de oponer enérgicamente para depurar el vacuo diálogo, el «quién», el «cómo», el «por qué», el «dónde» y el «para qué» de aquello que se afirma. En el asunto Pujol, por ejemplo, ¿quién fue el protagonista de la corrupción: la familia del expresident y algunos adláteres o el pueblo catalán que pretende la soberanía y al que se quiere descalificar para el logro de esa libertad contaminándolo inicuamente y buscando su división bajo la sombra del escándalo que protagonizan unos individuos concretos? La corrupción con nombre y apellidos es un asunto punible; el soberanismo a que aspiran las masas hay que debatirlo en el limpio marco de un ideario muy alzado de pretensiones. ¿Cómo puede el Sr. Rajoy carbonear todo eso mezclado en el mismo horno desde un partido que ha dejado además incendios en todo el Estado? ¿Apoyarse en que el Sr. Pujol sea un corrupto puede afectar al contenido moral y político del proceso soberanista catalán? Pretender esa connivencia mediante un abrumador No-Do policial es de una simpleza inmensa. La discusión antisoberanista que pueda suscitar un mogollón de policías corriendo como posesos con cajas y bolsas se vuelve aldeana y destruye todo proceso intelectual. Yo creo que se trata de una iniciativa del ministro del Interior, que tiene toda la facha que distinguía a los componentes del Gobierno de Carrero Blanco.

La cuestión del debate acerca de la independencia catalana pasa ahora por clarificar el «cómo» ha sobrevenido esta explosión al filo de las elecciones catalanas, cuando el asunto tiene tantos años de antigüedad y era perfectamente conocido en los ámbitos políticos españoles y catalanes. Recordemos que hace muchos años el Sr. Maragall dijo en sede parlamentaria al president Pujol aquellas palabras: «Ustedes tienen un problema, y este problema se llama el 3%». Y la cosa quedó ahí, incluso por parte del Sr. Maragall. Ni la Generalitat ni La Moncloa movieron un dedo. Eran las épocas en que los presidentes españoles abrazaban al Sr. Pujol como si estuvieran abrazando a un aliado que a su vez pactaba lo que por su parte hacía Madrid para sostener un nacionalismo de baja intensidad. La corrupción tenía un precio por ambos lados desde los tiempos del feriante González hasta los años del Niño de las Azores. Todo iba sobre ruedas hasta que ocurrió el tropezón con el Estatuto de Autonomía catalán y el pueblo de Catalunya, harto de que unos y otros jugaran con su personalidad nacional, se puso la barretina y entonó el «Bon cop de falç!/ Bon cop de falç, defensors de la terra!/ Bon cop de falç…». Y ahora trata Madrid de descalificar a toda una nación cuya lengua hablaba en la intimidad hasta el Sr. Aznar cargando en su contabilidad política unas operaciones de bolsa que nunca realizó. Con Catalunya se hizo una operación de futuros sin contar con sus habitantes. Y el resultado es el que estamos viendo. A mí siempre me sorprendió que la denuncia del 3% que hizo Pascual Maragall en el Parlament no tuviera continuación alguna, precisamente hasta el actual y tenso momento presente. Como me pasmaba que lo sucedido en Valencia, Andalucía o en Castilla la Mancha y Baleares durante largos años quedara sin mover a los jueces, que ahora han roto a volar como si su sentido de la presa herida alertase un increíble apetito depredador.

Y ahora demos un repaso a esa energía que se escapa de las averiadas tuberías del Gobierno Rajoy. Estamos ante el «para qué» de todo ese vaivén internacional que trata de mover a los españoles más que a los europeos teóricamente «insomnes» por el levantamiento de las tribus españolas. Rajoy sabe que esta vez va en serio lo que sucede en Catalunya. Está sobre la mesa algo irreductible a nada: la dignidad de una nación y la posibilidad de funcionar como colectividad adulta. Y esa dignidad es algo muy superior al artículo 155 de la Constitución. Yo no creo que la Europa de la Sra. Merkel esté dispuesta a soportar otro incendio en su flanco sur y menos comandado por un funcionario de usos y consumos. Las leyes son legítimas cundo amparan con su legalidad las ambiciones profundas de un pueblo; cuando no es así, las leyes son moneda falsificada con que un poder ya ilegítimo trata de vender una moral degradada. Cristo devolvió esa moneda al César y decidió quedarse con la propiedad de Dios, que es la libertad, cosa que al parecer no entienden muchos prelados españoles empeñados en que la Virgen del Pilar siga siendo celestial patrona de una cárcel.

Y ahora vayamos al «por qué» de tanta tremolina sin pies ni cabeza. El Sr. Rajoy sabe que el pueblo español es consumidor de trabuco. Al parecer es su destino. Si no hay retaco por medio, la Constitución es un vulgar papel de día de fiesta. El caso es estar alzado, mas para eso se necesita fabricar previamente un traidor al que perseguir a escobazos; un traidor que nos permita estar parados y pobres con orgullo. Lo del 3% catalán importa un pito; en el resto de España se trabaja con tasas más altas. Cuando Franco el torturador hizo su discutible red de pantanos, lo importante no era el agua sino la corrupción que representaban los pantanos. Ahora no se trata de salvar a España, que para eso ya hay hasta masters universitarios, sino de evitar que unos determinados ciudadanos se desaten del pesebre.

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