Antonio Alvarez-Solís
Periodista

El portazo

Si en Madrid no alentase, a mi parecer, una voluntad imperialista superviviente, rencorosa y desordenadamente alimentada por el desbarajuste político del siglo pasado y principios del presente, quizá el problema catalán se hubiera ya resuelto hace tiempo

Ante todo una reflexión sobre principios del derecho para apoyar a continuación lo que diga sobre la sentencia ya firme que espera a los políticos catalanes encarcelados en el conocido Procés. Hablo del nuevo portazo a la paz.

El hombre, encuadrado por nacimiento en el «jus naturale», o derecho connatural del ser humano, tiene o debe tener el camino franco hacia la libertad como receptor ingénito y constante del poder de ese derecho. El «jus naturale» –libertad de pensamiento, libertad de expresión, libertad de movimiento– y el hombre se satisfacen mutuamente. El jus naturale salvaguarda muy principalmente la razón como creadora de vida ya sea de un individuo o de un pueblo. En consecuencia, toda norma revestida del carácter mencionado merece un respeto fundamental y no debiera ser cohibida por el derecho positivo, de rango filosóficamente muy inferior. Si tenemos en cuenta lo dicho, y en el marco de los aconteceres ahora juzgados, el deseo de libertad del pueblo catalán debería ser respetado y no sometido a juicio, sobre todo teniendo en cuenta que la normativa que se dice quebrantada es de carácter político y tributa, por tanto, al discurrir de la historia; no así la libertad o la razón. Considerado así el asunto únicamente el pueblo es instancia para juzgar acerca de su voluntad básica de serlo. Tal derecho natural no debiera ser sometido a juicio de no acompañar su ejercicio con un peligro material para la vida o el uso de la razón, bienes supremos ¿Y acaso la nación catalana pretendía protagonizar alguno de los dos males citados? ¿Atentaba a la vida o al raciocinio?

Alegar a la protección del orden para reprimir no es válida si quien alega ha contribuido fundamentalmente al desorden con cualquier tipo de violencia. Más aún desde el poder. ¿Conllevaba daño alguno material la intención del pueblo catalán? Quien se opone, pues, a la libertad con la fuerza puede incurrir en crimen ¿Fueron los catalanes protagonistas de ese crimen? Responder positivamente a esta pregunta destruiría a mi parecer la razón.

Una sociedad perfecta es la que, con el amor por horizonte, procede a la guarda y cuidado de la razón en libertad, que constituye ese enigma metafísico en cuyo marco el hombre se encuentra consigo mismo. En esa plenitud deja de existir el sufrimiento colectivo, que es entidad superior al dolor individual.

Todo lo que llevo escrito produce en mí una gravísima preocupación ¿Se guarda o respeta ese «jus naturale» en la historia? Un recorrido por las expresiones jurídicas habidas en la historia nos demuestra que el desconocimiento del «jus naturale» ha sido, en cierto modo, el pecado original que hace infeliz a la humanidad.

Si en Madrid no alentase, a mi parecer, una voluntad imperialista superviviente, rencorosa y desordenadamente alimentada por el desbarajuste político del siglo pasado y principios del presente, quizá el problema catalán se hubiera ya resuelto hace tiempo. Hubo momentos claramente favorables a un federalismo o confederalismo que fue reprimido con violencia por los poderes siempre anacrónicos parapetados en el bunker madrileño. En ese federalismo o confederalismo hubiera tenido cabida incluso una economía de sostén de la España pobre o necesitada de asistencia por parte de la periferia desarrollada. Pero de esto ni se habla.

El hecho es que la llamada españolidad se ha levantado en armas de toda clase para restaurar con la violencia política, moral y legal una imagen totalmente obsoleta y desgarrada. De la mano van en esta especie de Cruzada gente de las finanzas, de la política, de la información, de la cultura e incluso de la Iglesia. Todos proceden como el Mambrú que fue a la guerra. Insisto en lo que escribo porque a mi manera y con un sentido de ciudadano siempre estupefacto, también me «duele España». Pero me duele sin perder de vista la realidad del drama español. Cada vez que contemplo el quehacer político de muchos diputados, financieros, administradores de justicia o gentes con poder de la España profunda me rebozo en la capa de César y me digo a media voz: «¿Tu quoque, fili mi?».

Me gustaría escribir desde otra óptica, pero sería deslealtad. Y no quiero unirme a los españoles que con deslealtad hacia España proceden. Servir a un país no consiste en el festival revuelto y sin sentido en que muchos responsables de España invierten sus horas. Con su pan se lo coman. Ahora la actualidad madrileña se centra en el debate, vestido de diversas formas, sobre la nueva sepultura de Franco. Debate que no sería de considerar si tuviéramos en cuenta el histórico perjurio a la bandera legal de la República que trataba de abrir nuevos cauces a España. Tenemos una vehemente inclinación a descrisnarnos por lo marginal.

Por mi parte, repito, oro por el porvenir del país que me ha caído en suerte. Creo que hay muchos españoles cuerdos y a quienes les ruboriza y ofende la situación en que vive España. A su buena voluntad uno la mía. No seré yo quien de lanzada a moro muerto. Simplemente cumplo con mi deber de servir a la verdad como escritor y periodista. Ya soy demasiado viejo para participar en algaradas y correrías. Que cada cual haga repaso de si mismo. Por mi parte, como padre y abuelo de catalanes, me acojo al lema catalán de «¡Pau, pau i sempre pau!» del inmortal Pau Casals.

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