El problema de la izquierda
El problema de la unidad de la izquierda, que le daría el poder si la consigue, es que la izquierda se está quedando sin contenido si atendemos a lo que históricamente pretendía, que era la creación de otro Sistema social.
La izquierda, en la mayoría de sus manifestaciones, se ha incardinado en el modelo capitalista con un pusilánime objetivo reformista que la lleva a múltiples incoherencias y a una debilidad creciente en sus actuaciones políticas. Realmente no cree posible, al parecer, otro modelo de coexistencia social, lo que reduce el posible soplo creador a una retórica muy temerosa de las urnas y a unas habilidades maniobreras que quiere justificar en nombre de la eficacia.
Ser rotundamente eficaz ante las crecientes carencias sociales debiera constituir su verdadero destino, pero la izquierda, repito que en la mayoría de sus expresiones, da un sentido muy circunstancial y corto, cuando no totalmente equivocado, a esa eficacia. Incluso disminuye cada día el área cívica de esa eficacia y, desde luego, repuebla confusamente el lenguaje cuando llega al hueso de las cuestiones graves, introduciendo en él una contención que lo invalida como herramienta realmente útil para cambiar de aguja la historia. La izquierda habla muchas veces para producir un simple eco de algo que no es posible identificar. Es poco más que un ruido.
Los últimos meses del conflicto electoral se han ido por el sumidero de una derecha cada vez más reaccionaria y violenta, y únicamente parece soñar con ser paje del señor de los anillos. Esa izquierda a la que me estoy refiriendo no puede conseguir una unidad de contenido radical, que es lo que precisan los trabajadores para salir de la granja, si no aclara tres cosas esenciales: qué entiende por cambio de modelo de convivencia, con qué espíritu va a sostener la nueva materialidad a la que dice aspirar y hasta qué profundidad puede llegar su eficacia operativa.
Todo lo que no sea eso es pura espuma de cerveza o fogata de virutas. Nada pueden hacer los partidos de la izquierda sin uniformar en sus filas, con propuestas básicas entendidas por todos, a una calle profundamente contaminada con teorías aviesas como la de la muerte de la historia o la reducción de la personalidad humana a un plano esencialmente mecánico. Pero a esa calle no hay que halagarla con proteccionismos regalados sino con la exposición de una nueva y potente realidad que revigoricen unas urnas que ahora ya no deciden prácticamente nada.
O los trabajadores son el partido o el partido, sea el que sea el que se reclame de izquierda, reducirá su existencia a puras y desordenadas agitaciones de su aparato producidas por un viento peligrosamente variable. O el partido es la delegación disciplinada de una calle consciente que quiera establecer sólidamente el sentido de su circulación o toda la política de futuro popular morirá con diputados recamados de progresistas escalando ansiosamente las gradas del hemiciclo parlamentario. Esto es bueno que lo medite con decisión la ciudadanía en círculos y convenciones repletas de soberanía activa o potencial para ejercer también la capacidad democrática que pregona vanamente poseer ahora por habérselo concedido no más que una constitución convertida en papel de estraza que envuelve los despojos de una gran mentira.
Pensaba en ello cuando hace poco el Sr. Rajoy, pantalla de la ignorancia política española, mencionaba las Cortes de Cádiz, que él quería representar, como anticipo de la democracia europea a la que únicamente él podía sostener hoy en España. Pero como siempre, el Sr. Rajoy hizo de la historia una propiedad sobada al estilo del franquismo. De aquellas Cortes salió, no lo olvidemos, la petición a su rey, por parte de la mayoría de la cámara, para que restaurase el poder absoluto de la corona y evitase liberalismos incontinentes. Supongo que el Sr. Rajoy, lector urgente, según parece, de los papeles que le pasan sus radicales y torpes asesores, no leyó nunca la Carta de los Persas que salió urgentemente de la cámara gaditana con dirección a Valencia, a donde acababa de llegar Fernando VII para restablecer una vez más el perpetuo absolutismo español. No pocos españoles suelen ser, en volumen a tener en cuenta, los relamidos y temerosos saltimbanquis que a cubierto empujan por detrás al “héroe”. Y así nos va la historia.
La izquierda está llamada a reconstruir, desde la calle y con diputados claros de pensamiento, un mapa humano que clarifique las aguas negras que bajan por eso que llamamos redes. Y para lograr tal clarificación hay que tener en cuenta tres cosas fundamentales: que la izquierda ha de proceder con una unidad que se base en irrenunciables y claras aspiraciones vitales y no se entregue a redactar cartapacios tácticos; que esa unión persiga la eficacia en la acción y no se glorie en conflictos adjetivos o de retaguardia; que purifique todos los deseos de proximidad entre las capas sociales para robustecer un espíritu de dignidad y justicia que hoy sobrevive penosamente entre ruinas.
La cuestión de la eficacia es fundamental para lograr auténticos avances de la izquierda. Pero la eficacia es un sustantivo que hay que adjetivar muy claramente. Como todos los grandes principios abstractos –la justicia, la igualdad, la soberanía, el desarrollo– la eficacia ha de ser robustecida por un «para qué» identificativo de su pretensión. Hay una eficacia neocapitalista que está consagrada en millones de discursos de toda clase; como hay una democracia con tal nema capitalista o una soberanía bautizada en la pila reaccionaria. Hay una justicia eficaz consagrada en códigos moralmente miserables.
El Sistema ha consagrado lo mejor de su imaginación intelectual para convertir esos principios morales en vías con un solo sentido de circulación. Incluso ha fingido cierto pesar «elegante» en el reconocimiento de ese inevitable sentido único de la historia, ya definitivamente culminada al parecer. Como dicen sus dirigentes abriendo los brazos: «Esto es lo que hay». Y lo que hay es una explotación cada vez más profunda y fría, una pobreza cada vez más extendida porque ya alcanza a lo espiritual, una violencia tenida paradójicamente por liberadora, una soberanía cada vez más angosta para los pueblos y sus individuos, una ocultación de rango ya delictivo del pasado torturador o, por el contrario, de las heroicas luchas populares. En definitiva, si la izquierda quiere cobrar fuerza real para transformar benéficamente el mundo ha de recuperar un entendimiento propio y sin grietas de la eficacia.
Cuando uno contempla los ires y venires de muchos dirigentes conceptuados como izquierdistas se sorprende de que su disposición al compromiso se disuelva en absurdos debates canónicos servidos por una liturgia de sacristía mientras la derecha pura y dura procede a endurecer la banca, empobrecer los salarios, facilitar el desempleo, robustecer los cuerpos represivos, sustentar los medios de información cada vez más adictos, envilecer los parlamentos, reducir la universidad a producir máquinas con piel humana… Ante todo ello la izquierda va ofreciendo pactos evanescentes, acuerdos de mínimos y remedios transeúntes que solamente sirven para debilitarla ante la sociedad y, lo que es peor, ante si misma. Olvida que las masas vapuleadas acaban, sobre todo en las sociedades calificadas de opulentas, por hipostasiarse con los poderosos dirigentes del Sistema con la fe puesta en que con ello cobrarán su relevancia y poder. En muchos sectores sociales, que no viven de la luz sino de su reflejo. La aspiración más común es encontrar acomodo a la sombra del poderoso. El precio no importa porque una vez más, y como ya he indicado, hay que asumir «que esto es lo que hay». El derecho al sufragio, tal como hoy funciona, no ha sido sometido tampoco a un proceso crítico por esa izquierda que se postra ante las urnas sin preguntarse si esas son sus urnas y si por ellas han de renunciar a la gran herencia ideológica que han ido consumiendo en su sumisión a los mercados. La izquierda ha de fundirse en una explosión de vida que funcione como un volcán y no como un infiernillo. Ser o no ser, esa es la cuestión.