El relato
El cerebro de las personas tiene dos hemisferios, separados por unas fibras nerviosas. Izquierdo y derecho. Estas dos partes poseen dos modos diferentes de procesar la información que nos llega. El hemisferio izquierdo, el que controla el lado derecho de nuestro cuerpo, desempeña la función estrella en el razonamiento lógico, racional, analítico. El hemisferio derecho, en cambio, el que moviliza el lado izquierdo de nuestro organismo, se desliza hacia la intuición, la creatividad, las emociones, procesa la información espacial. Ambos hemisferios, según tendencia de los neurobiólogos, se revelan como dos personalidades diferentes: la una como narradora, la otra como experimentadora. La segunda apenas recuerda, por lo que traslada a la primera, al hemisferio izquierdo, la tarea de construir un relato sobre cada situación.
Una tarea permanente que obliga a la narración continua, tomando reflejos del pasado para edificar el futuro. Faena que, a través de nuestros algoritmos biológicos, la realizamos sistemáticamente, de manera inconsciente a cada momento, y nos aboca a la toma de decisiones. Para ello, el cerebro filtra, descarta, sintetiza e incluso aborda atajos. Dicen los expertos que esa experiencia que guardamos y codificamos para ulteriores disposiciones viene determinada por el promedio de los momentos culminantes y los finales. El parto es un paradigma. El 90% de las mujeres suecas encuestadas dos meses después de haber dado a luz dijeron que su experiencia había sido positiva. No olvidaban el dolor, pero lo valoraban positivamente. El truco del caramelo a los niños después de una inyección en Osakidetza. Así se forja el recuerdo.
A esos recuerdos filtrados y fabulados, construidos por neuronas y conexiones que conforman nuestra personalidad, hay que añadir, como ya habrán adivinado, los externos. Los que vienen condicionados por el mensaje y la inmersión política. Los biológicos, nos cuentan, son interesados, creados por un «yo narrador» que existe en cada uno de nosotros. Los externos, son o pueden serlo, manipulados, en función de intereses tanto espurios como legítimos. Los conocemos de sobra, en especial en este escenario que un antiguo ministro del Interior español calificó como el de la «batalla del relato».
Estas constataciones me llevan a varias reflexiones, alguna de ellas inquietante. La primera relacionada con la continuidad. La llamada batalla del relato es constante, no empieza como pudiera parecer en 2011 o en tiempos posteriores, sino que es una línea, tanto personal como colectiva, que se forja diariamente. Tiene, como apuntaba en las líneas anteriores, adhesiones individuales (la de cada uno de nosotros) y periféricas (las inducidas). Es, por tanto, una quimera pensar que el relato puede ser único. Políticamente es una aberración y biológicamente una falsedad.
Lo inquietante resulta de la derivación de que de nuestras historias particulares y colectivas, nuestro cerebro ya ha creado un relato, valorando las consecuencias, filtrando las necesidades para adecuarnos a nuestro entorno. No nos programamos en función de lo ocurrido en el pasado lejano o cercano, sino a través del relato que hemos hecho de él. Es decir, aquí llega una nueva inquietud, la historia como materia académica, popular, colectiva, apenas tiene hueco científicamente. Porque se trata, en realidad, de crónicas elegidas de relatos, ya sean consistentes, ya esperpénticos.
Me viene a la memoria, de inmediato, la campaña victoriosa de Donald Trump, cimentada en conclusiones erróneas, en fábulas creíbles, a pesar, para esos 60 millones de votantes que le auparon a la Casa Blanca. El «yo narrador» de Trump coincidió con el «yo narrador» de millones de estadounidenses. No importó que sus mentiras fueran flagrantes, que sus afirmaciones se alejaran de la realidad. Su relato era el esperado por sus seguidores. Y es que la política, muchas veces no logramos comprenderlo, no se mueve por ecuaciones matemáticas, lógicas, sino por razonamientos emocionales.
Este tremendo cotejo, que desmonta la historia de su valor científico (ya imagino a los académicos afilando sus espadas), tiene multitud de expresiones en la cercanía. Un ejemplo. Es de suponer que los más inteligentes en materia histórica son aquellos que han alcanzado las cotas más altas de reconocimiento institucional. En España los titulares de la Real Academia de la Historia serían, según esta ecuación, los más inteligentes. Pero sus relatos están contaminados por su «yo relator». Admiradores de Franco, en su Diccionario Biográfico de españoles ilustres, con fobias sobre todo lo que huele a república. La inteligencia, el saber, está reñido no con la historia, sino con la conciencia. Me sugiere esta crónica que aquella diputada de Podemos en el Parlamento de Gasteiz andaba muy descaminada cuando pedía que el relato se dejara en manos de científicos. Ser «científico» en relato, en historia, es estar sujeto a subjetividades, propias e inducidas, como lo estamos cada uno de nosotros, ciudadanos de a pie.
La segunda reflexión tiene que ver con los relatos construidos a posteriori, ofreciendo no ya la importancia del hecho sucedido, sino la trascendencia casi espiritual de lo ocurrido. Sería el relato-relato. El relato al cuadrado. Un relato construido en su tiempo, y otro con posterioridad para asentar el primero, para justificar lo injustificable. Ejemplo, la sarracina de la Primera Guerra mundial, que en Zuberoa se llevó la vida del 47% de los hombres entre 18 y 45 años. Los esfuerzos posteriores llegaron para construir un relato en relación con el honor de los jóvenes, con la invención permanente de esa patria francesa, con la idea de que «su muerte no fue en vano». De la misma manera, las guerras coloniales francesas, en Argelia, en Indochina, en Siria… tienen el mismo efecto. Aquellas muertes fueron necesarias, a pesar de los desmanes, para que Francia mantenga en 2016 su grandeur. Un relato que roza lo religioso.
De la misma manera, España afronta su crisis estructural de manera similar. La construcción de su relato, se apoya en una narración imaginaria. Es notorio que esa ficción sobre su existencia, en algunas fases de su pasado abducida y apoyada por la mano de otra fábula (la del Ser Supremo, Dios), corresponde al discurso de quienes crean su imaginario desde pedestales, pero también de esa masa humana de los que se sienten españoles a través de sus ensoñaciones, novelas, acciones heroicas de sus mitos y todo lo que ya sabemos. En este totus-revolutus que conforma el «yo-narrador» individual y colectivo, la identificación de un enemigo interno es parte sustancial de su actividad.
Un enemigo interno que quiere destrozar su relato de España. Identificados no como agentes externos que atacan la supuesta patria, sino como demonios propios, los «malos españoles». Cataluña y Euskal Herria son lonchas de ese enemigo que tiene sus expresiones particulares en centenares de pasajes cotidianos, algunos de ellos perceptibles claramente, otros deslizados subrepticiamente a través de sus emisores. Así, con un revoltijo de amigos y enemigos, forman un relato coherente. Porque no lo olvidemos, la victoria electoral de Trump en EEUU es el paradigma, no hace falta que esa fábula global siga una lógica matemática, sino que, a pesar de su irrealidad, tenga coherencia.
Cada hombre o mujer va a construir su propio relato, necesitado por las circunstancias, por sus ciclos vitales, por esa máxima cuasi religiosa de «dar un sentido a la vida». Cada entidad supra-individual, ahondará en la misma cuestión, para dar cohesión a todo su proyecto, en este caso España. Así entenderemos reacciones como la de la Audiencia Nacional a cuenta de los hechos de Altsasu, la negación a determinadas víctimas de su condición, la pulla de que «Franco sólo mató a 23.000 y no por capricho». Construyen «su» relato. Porque el relato es también la narración cotidiana de todo lo que acontece.