El relato de la batalla
Lo de Arantxa Echevarría es de una incorregible mala suerte. En 2018 quiso representar a la comunidad gitana con "Carmen y Lola" pero el retrato fílmico no satisfizo a todas las partes. Las críticas discrepantes acusan al producto de estereotipado y paternalista. Lo cierto es que la película tiene algo de safari payo sobre un decorado arquetípico de mercadillos, misoginia y celebración lumpenproletaria. «O cuenta una paya la situación de la mujer gitana o no la cuenta nadie», dijo en una entrevista la directora. Asociaciones de mujeres gitanas respondieron, con justicia, que no necesitan salvadoras foráneas ni caridades etnocéntricas.
El esquema se repitió con quizá menos ruido en "Chinas", un largometraje que pretendía señalar el machismo y el racismo hacia las sinodescendientes. «No soy tu chinita», le respondía la periodista Susana Ye. Y basta de clichés xenófobos disfrazados de buenas intenciones. Después de gitanas y chinas, Ye suponía que la directora bilbaína andaría tratando de rescatar al siguiente colectivo victimizado. Imaginemos una película titulada "Moros" o "Negros", sugería el director Jiajie Yu Yan. La idea no era descabellada; al fin y al cabo, el primer cortometraje de Echevarría se titulaba "Panchito". Pero no. Nos tocó a los vascos con "La infiltrada".
Cuenta la investigadora Maider Galardi que el rodaje encontró no pocas resistencias en la Parte Vieja de Donostia. Mucha gente se ha cansado de que la industria cultural expropie nuestras calles con fines denigratorios o folklorizantes. Pero Galardi hace una observación aún más interesante sobre las dinámicas del sector: las grandes productoras buscan actores vascos para ponerlos a reproducir roles violentos y descerebrados que los propios aspirantes, en los castings, consideran fuera de lugar. La precariedad y la necesidad hacen el resto del trabajo. Las estrellas del reparto, eso sí, suelen ser de importación.
Justo cuando los colectivos sociales destapan un chorro de infiltraciones policiales, aparece oportunamente "La infiltrada" con un embellecimiento de la guerra sucia. Durante los cinco años en que Elena Tejada se inmiscuyó en los movimientos civiles riojanos y vascos, antes siquiera de contactar con ETA, la tortura fue una práctica sistemática con un fuerte acento en el maltrato sexual, tal y como recoge un estudio del Forensic Science International. Muere Xabier Kalparsoro en la comisaría de la Policía de Bilbao. Muere Gurutze Iantzi en la comandancia de la Guardia Civil de Tres Cantos. Muere Alejandro Gorraiz después de que la Policía arroje una pastilla de humo a su vivienda.
Unos días después de que "La infiltrada" recogiera el Goya a la mejor película, nuestro país conmemoraba el Día contra la Tortura y Arnaldo Otegi relataba los tormentos que padeció en Intxaurrondo y en la Dirección General de la Guardia Civil de Madrid: camisas de fuerza, bañeras, descargas eléctricas, suplicios que se repiten como un eco en los testimonios de miles de torturados. En las filas del nacionalismo español, que siempre ha considerado esas denuncias una ficción guionizada, prosperaba un enfoque más audaz. Un columnista de Vocento respondía celebrando los crímenes de los GAL y reivindicaba el derecho a molernos a palos. Desde el mismo grupo de prensa, un profesor de la UPV sugería que algunos torturados se lo tenían merecido.
El vínculo de "La infiltrada" con las torturas no es accidental. "El Mundo" ha revelado que el personaje de «El Inhumano» corresponde al comisario Fernando Sainz Merino, un policía franquista que se curtió en la Brigada de Información de Barcelona antes de asumir la jefatura de la Policía española en Gipuzkoa. En 1980, tres independentistas catalanes lo acusaron de haber forzado falsas inculpaciones bajo tortura en la comisaría de Via Laietana. El Tribunal Europeo de Derechos Humanos terminó condenando a España por ausencia de garantías procesales y la Audiencia Nacional hubo de absolver a los demandantes.
Como recuerda Ramon Sola en las páginas de GARA, la película de Echevarría presenta a «El Inhumano» como un policía templado que rehúsa el terror de Estado. ¿Cómo es posible entonces que el Instituto Vasco de Criminología haya certificado un centenar de casos de tortura bajo su mandato? ¿Será que la infiltración y el tormento eran dos rostros de una misma estrategia? ¿Será que las infiltraciones, como sostienen las víctimas, cobran forma de tortura psicológica y prosperan sobre el provecho afectivo y sexual? Hace veinticinco años, "Ardi Beltza" revelaba que Tejada había desarrollado un vínculo sentimental con una persona de los círculos abertzales. ¿Nos suena de algo?
Ahora la prensa seria cuenta que Tejada pasó siete años infiltrada en ETA. Dan por buena la tesis de que ETA, al fin y al cabo, somos todos: los objetores de conciencia, el euskaltegi Ilazki, la taberna Herria, los titiriteros de Sebastopol, el grupo de tango de la Kabutzia y la discoteca The Sound. Con el tiempo, el conjunto de nuestro tejido social ha terminado arrastrando de una forma u otra el muy conveniente sambenito de terrorista. Gracias a esta clase de acrobacias argumentales, la Policía española tiene hoy barra libre para empotrarse en las asambleas de vivienda, en un pícnic ecologista, en el club de lectura de la asociación de vecinas o en la comisión de fiestas del pueblo.
«Los Cuerpos y Fuerzas de seguridad del Estado junto a toda la Sociedad española derrotaron a ETA», dice "La infiltrada" en una sonrojante moraleja. El viejo vicio de las narrativas dogmáticas y maniqueas. No existe ninguna batalla del relato; existe un relato oficial de la batalla sustentado por un contingente de cámaras y estudios de televisión, por los más flamantes periódicos y emisoras, por legisladores de moral asimétrica, por el búnker jurídico y las cloacas más abisales del Estado. Por suerte aún crecen en los márgenes historias pequeñas y plurales, llenas de colores y matices, sin lugares comunes y sin la murga doctrinaria de las pelis de indios y vaqueros.