Equinoccio
Nunca como hasta ahora habíamos sido tan manipulables, tan vulnerables; tan rebaño; tan -istas.
Ya, ya sé que es una estupidez luchar contra el equinoccio pero servidor se va a plantar de momento cada tarde en la playa. No se me ocurre a estas alturas mejor plan que estirar, que preservar la luz; que andar descalzo por la arena o incluso –el agua se mantiene a 19 grados– darme un chapuzón. Acabaré –y si no, al tiempo– como uno de esos abuelitos que se bañan durante todo el año en La Concha; así caigan chuzos de punta. Con esa terquedad que te van dando los años. Soy –empiezo a preocuparme– todo un negacionista, un «veranonista».
Y, en cierto modo, todos lo somos. Lo que ocurre es que solamente trascienden el negacionismo más mediático –el de Putin o el de Ortega Cano; no hay gran diferencia entre ellos– o el social; ese que aborda Michael Specter en su obra “Denialism: How Irrational Thinking Harms the Planet and Threatens Our Lives” y del que tuvimos un ejemplo proverbial durante la pandemia. Con esos ladrillos, por cierto, está construida la obra póstuma de Almudena Grandes, “Todo va a mejorar”. Una novela tan lúcida como oportuna. Nunca como hasta ahora habíamos sido tan manipulables, tan vulnerables; tan rebaño; tan -istas.
Pero sí, nos pasamos la vida –la verdad es incómoda– negándolo todo. Con mayor o menor firmeza; con mayor o menor convencimiento. Quizás, con algún titubeo. La edad, sin ir más lejos, la altura, la alopecia, el pronóstico y, más aún, el diagnóstico, la radiografía, el tuit... Persistimos a menudo en relaciones laborales y personales que fracasaron estrepitosa o íntimamente hace tiempo. En relaciones de dependencia que no controlamos: «cuando quiera, lo dejo...». Y es que aceptar que está todo el bacalao vendido supondría cambiar de libro y hasta de biblioteca; salir de nuestra zona de confort, rebuscar en los cajones, pedir el finiquito o el divorcio; tirar la toalla, reconocer que estamos listos de papeles, vendidos, equivocados. Habría que empezar de nuevo o terminar definitivamente. Darte por jodido. Por vencido.
Además es una postura que podemos maquillar y vender como perseverancia, como –está tan de moda la palabra– resiliencia, como aplomo.
Me viene todo esto a la cabeza en el funeral de un amigo muy próximo, escuchando, atónito, los argumentos del sacerdote que oficia las exequias; los equilibrios –los terraplanistas son unos aficionados– que hace ese hombre para defender, nada menos, que la vida eterna. No se me ocurre tarea más ingrata, más surrealista y, a la vez, más encomiable: asegurarnos «el más allá», el cielo, la resurrección –incluso– de la carne; negar rotundamente la evidencia más irrebatible. Y todo esto, delante de gente talludita, cincuentones con mucha mili a la espalda y, cada día, con menos veranos por delante.
En fin.