Antonio Alvarez-Solís
Periodista

Fontanería teológica

El autor se dirige en esta ocasión al arzobispo de Tarragona, con ocasión de la declaración masiva de nuevos beatos, rememorando sus terribles muertes durante la guerra del 36. Un acto que, en su opinión, no tuvo un carácter meramente religioso, como defendía este representante de la Iglesia católica. Alvarez-Solís contrapone a su figura la del cardenal Vidal i Barraquer, que abandonó el Estado español «para no bendecir con su presencia, como pontífice de Tarragona, la locura franquista que acogotó a la Iglesia española».

Con toda sencillez, como han de hablar los cristianos cuando es preciso hacer frente a la injusticia o ante el peligro de que se use el nombre de Cristo en vano, envío a usted, señor arzobispo de Tarragona, esta carta sin otro propósito que alzar mi voz pobre desde la fe.

No es cierto lo que ha dicho usted acerca de que la masiva declaración de nuevos beatos en memoria de su terrible muerte durante la guerra del 36 sea un acto estrictamente religioso. Eso podría ser cínico, monseñor. En cualquier caso, de admitir su afirmación, quiero subrayarle el momento inadecuado en que se ha realizado esa beatificación. Ese acto ha sido contradictorio con la prudencia y la transparencia que ha de caracterizar a la Iglesia. Eso ha sido un acto político que está en la línea ideológica, aunque la cita le parezca extremosa, de la Carta colectiva del episcopado que quiso transformar en servicio a Dios un levantamiento militar –uno más en esta España repleta de miserias– que desató todas las furias dormidas en el seno de un pueblo que tenía una profunda y explicable sed de venganza y al que los prelados provocaron con su beligerante e impiadoso documento.

He de expresarle, para situarme en línea con la transparencia que solicito a los demás, que nunca he visto como muy apropiado que Roma declare beatos o santos en el altísimo reino de Dios. Me parece una pretensión que desborda las facultades humanas, por muy canónicas que se autorreconozcan. La Iglesia no es un negociado del censo celestial, sino que ha de comportarse como marco de la unión de aquellos que pretenden seguir al Galileo. Creo, eso sí, en la santidad humana de muchos seres porque he vivido a su lado y los reconozco como ejemplares. Por ejemplo, creo en la vida santa del Dr. Brouard, abyectamente asesinado por quienes seguramente son ahora exculpados por algunos rezadores en Tarragona. Esos seres eran santos entre nosotros y para nosotros, dejando aparte a Dios, cuya voluntad creo salvífica, pero no propia de una ordenanza municipal.


Y dicho esto, sigo con esa masiva beatificación que sucedió, en cuestión de horas, a la manifestación de una multitud de ciudadanos en Barcelona que expresaban sus deseos mayoritarios de soberanía política para Catalunya. No creo que esta coincidencia sea puramente azarosa. ¿Lo cree usted, monseñor? Le recuerdo que usted, si permanece la tradición en la mitra tarraconense, ha jurado mantener el derecho de primacía sobre la Iglesia española frente a la sede toledana. Y esa primacía hay que justificarla con todas sus consecuencias morales, sin ceder a tentaciones políticas. Quizá esa conciencia de ser primado español, con todo lo que apareja, llevó al cardenal Vidal i Barraquer a abandonar España para no bendecir con su presencia, como pontífice de Tarragona, la locura franquista que acogotó a la Iglesia española. ¡Magnífico ejemplo de honestidad apostólica!

El cardenal Barraquer sabía con certeza lo que iba a suceder en la retaguardia republicana cuando Franco y otros cinco innombrables generales decidieron abrogar a tiros la Constitución republicana y devolver con sangre la soberanía a quienes, con una prolongada historia de explotaciones, tantas veces vesánicas, decidieron que la democracia y la libertad no eran más que el biombo de la conspiración comunista para acabar con la católica España. Para evitar esa conspiración tan ladinamente afirmada se sumergió a España en un océano de muerte; de una muerte que siguió funcionando durante cuarenta años más y que alimentaron previamente en sus discursos, incluso los parlamentarios, gentes como Calvo Sotelo, Goicoechea, Gil Robles, José Antonio Primo de Rivera y un puñado más de diputados que manejaron su lengua como una badila maldita para avivar el brasero de la destrucción. Lo mismo que ahora empieza a dibujar la oratoria del Sr. Aznar, cuando dice con voz tonante que España está en peligro ¿Quién está en peligro, Sr. Aznar, cuando su mundo es el único mundo posible en un país donde las cunetas siguen desvelando muerte?


Sin la sublevación militar no habría brotado el río de sangre, monseñor. Y ahora el altar romano contaría con doscientos beatos menos y los republicanos no tendrían que llorar prácticamente en silencio la riada de asesinatos, torturas y violaciones que siguieron a la sagrada bendición que los prelados dibujaron sobre los asesinos.

No olvide, monseñor, que unos gobiernos republicanos y de izquierdas se convirtieron varias veces en represores de obreros y campesinos para evitar que el orden público se les escapara de las manos. La República fue edificando, entre tensiones y amenazas, una nueva sociedad en que el hambre del trabajador fuera erradicada, en que las masas recibieran la debida educación, en que el Ejército estuviera al servicio del pueblo, en que las capas financieras tuvieran en cuenta su papel, en que la economía produjese una decente mesa proletaria… Todo eso fue barrido por unos generales que incluso asesinaron a sus compañeros de armas que mantuvieron su juramento a la Constitución. Seis generales, no más, que ahora les han facilitado a ustedes ese fenomenal espectáculo de elevar a los altares a unas personas asesinadas en un turbión de violencia que levantaron los que impidieron al Gobierno republicano que siguiera con su complicada obra de modernización y humanización de la vida española. Esos generales, esos banqueros, esos explotadores del trabajo ajeno, esa Iglesia, monseñor…

Para evitar la bendición de todo ese horror, surgido al amparo de un catolicismo averiado, se fue al exilio el cardenal Barraquer. No quiso mezclar el cristianismo que representaba con el horror de una maldita guerra bendecida por purpurados.

Ahora ustedes, con una inocencia infinita, al parecer, ponen sobre la mesa catalana empeñada en discutir su libertad el pisapapeles de sus actos litúrgicos diciendo que se trata de un puro acontecer religioso. Como cristiano todo eso me produce algo parecido a una náusea que he de coartar porque es otro el estilo de convivencia a que me obliga el Galileo. Seguiré viendo al águila imperar sobre el campo donde los aceituneros de Jaén vuelven a preguntarse «de quién son esos olivos». Pero también el Galileo me exige entrar en el templo para discutir la verdad del mundo. Y eso hago con esta carta. En esa patera estamos muchos que vemos la muerte balancearse a nuestro alrededor sobre un mar que solamente abre sus aguas para los hombres doblemente armados.


Monseñor, esta vez me ha entristecido el Papa Francisco con su mensaje para la ceremonia de beatificación. Ha sido un mensaje otoñal, de media luz, lo que no es propio de su directo estilo de cristiano. Como Su Santidad, también deseo «cristianos concretos, cristianos con obras y no de palabras; no cristianos mediocres, barnizados de cristianismo, pero sin sustancia». Y para eso hay que hablar alto frente al poder, sea este laico o revestido de capa pluvial. Cristianos de tejas abajo. Cristianos que no hagan una teología de fontanero, sino una teología de la liberación humana. Lo de las alturas hay que dejárselo a Dios, al que no debemos hacer a nuestra imagen y semejanza. La fe está para que heredemos la tierra, no para que negociemos en un mercadillo de circunstancias doscientas almas que se fueron sin necesidad de heroísmo.

Yo tenía que enviarle esta carta, monseñor, porque si no lo hubiera hecho, a estas horas tendría los ojos abiertos en un insomnio poblado de monstruos. Y quiero estar despierto y en paz, con el candil repleto de aceite para ver la llegada de la justicia. Si es posible, monseñor.

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